Las dos caras de la angustia. Vicente Palomera (Barcelona)

En tiempos inciertos, angustia cierta. La angustia es el único afecto que no engaña. En ella parece prenderse algo que no se consigue decir, que excede la significación y que se niega a admitir nuestra existencia como sujetos. La angustia no se deja atrapar en ninguna forma de discurso, se presenta cruda, sin atributos.

Hoy ya no es “metafísica”, menos aún “existencial”. Se le puso la etiqueta de panic-attack, pero con este atributo, se acabó confundiendo la angustia con el miedo, el pánico. Al colocarla en el registro de las emociones negativas, se ha visto reducida a un “déficit de adaptación del cuerpo”, a un “error de juicio” o una “inhibición de un proceso cognitivo”. En fin, se pretende erradicar la angustia con métodos sugestivos, incluso coercitivos.

Para mostrar la relación que mantiene la angustia con el deseo, Lacan relató, en 1962, una fábula de gran valor didáctico. Imaginemos una enorme mantis religiosa que se aproxima a nosotros mientras llevamos puesta una máscara de una animal, como en el baile del ‘Azeri Dantza’ en Hernani, donde un hombre baila con la máscara de zorro. En el caso que presenta Lacan, el hombre no sabe qué mascara lleva pero sabe, desde luego, que si llevase puesta la máscara del macho de la mantis tendría muchas razones para sentir angustia. Ve aquí el límite en el que empieza a surgir la angustia, que siempre está relacionada con una x desconocida, pero justamente no es esta x la que produce la angustia sino el objeto que nosotros podríamos ser, sin saberlo. Se puede entonces decir y probar clínicamente que el deseo se presenta siempre como una x desconocida y, en segundo lugar, que la angustia está ligada a la incertidumbre respecto a la identidad, a no saber qué objeto se es para el Otro. Imaginemos ahora, por un instante, que ese hombre de la danza ve reflejada en el globo ocular de esa mantis hembra su imagen con la máscara del macho, entonces el nivel de la angustia será desbordante.

Lo que la fábula de Lacan pretende mostrar es que la incertidumbre de no saber qué es uno para el Otro es más tranquilizadora que la certeza de saberlo. La angustia mantiene una relación directa con el deseo: ¿qué me quiere el Otro? ¿cómo me quiere? ¿cómo me ve?

La certeza de la angustia puede entonces ser atroz y despótica. Lacan llega a decir incluso que “la angustia es miedo del miedo”. Puede ser paralizante (“catatonia del sujeto”), o empujar al pasaje al acto y, en este caso, sacrificar –en la huida– la verdad que está en juego. Lacan enseñaba siempre a no caer en ningún heroísmo de la angustia, se trataba de desangustiar mediante la palabra.

Cada uno tiene a su disposición un prisma a través del cual capta su mundo, tanto a su semejante como a su compañero sexual. A este prisma lo llamamos “fantasma inconsciente”, es decir, la respuesta que cada uno se ha forjado para precaverse de esa x desconocida que es el deseo del Otro. Digamos que es una respuesta prêt-à-porter, lista para ofrecerla a ese Otro y para prevenirse de la angustia. “¿Cómo me ve? ¿qué quiere el Otro?” El fantasma sirve para instituir un Otro a medida, para el cual el sujeto sabría lo que él o ella es.

Pero, en ciertas ocasiones hace irrupción lo imprevisto y entonces ese prisma no alcanza para asegurar el encuentro del sujeto consigo mismo. Entonces aparece la angustia y, llegado el caso, la eclosión de la neurosis. Ese desencadenamiento siempre tiene lugar por el encuentro del sujeto con la máscara que hace signo de un goce desconocido, distinto de aquel que creía dominar. No es raro que el surgimiento de angustia incluya un sentimiento de impotencia para hacer frente a este acontecimiento imprevisto del cuerpo. Entonces, se trata de la comúnmente llamada depresión, que señala el sacudimiento del fantasma, el desfallecimiento del sujeto y su renuncia.

¿Cómo afrontar la angustia?, ¿cómo superarla? Si la angustia es siempre singular, es decir, la de un sujeto tomado en su palabra singular, el mejor modo de afrontarla es pensar que existe una causa, puesto que el enigma de fondo de la angustia es siempre el deseo del Otro, esa x desconocida que corre el riesgo de desaparecer, faltar. Cuando el sujeto ya no tenga esa brújula se verá reducido a ser solo individuo-cuerpo, sin poder alojar su ser, su deseo y su goce en un vínculo con el otro y, en ese momento surge la función de la angustia, su función de alarma, de señal que avisa de un peligro amenazante.

Por tanto, es posible hacer un buen uso de esta “angustia-señal”, de la angustia que hace signo de un peligro. Podemos servirnos de ella para atravesar esa otra angustia que paraliza e inhibe el acto, una angustia que anticipa y rechaza la certeza que produciría el acto.

De hecho, es posible, y muy conveniente, distinguir dos estados de la angustia. Por un lado, una angustia constituida y que es la forma de angustia que encontramos bien descrita en los tratados de psicopatología. Es una angustia sin límites, casi laberíntica y en la que el sujeto parece estar condenado a recorrer el círculo infernal que lo retiene cuando tendría que pasar al acto, se trata de una “angustia de repetición”, con vocación de ir al infinito. Por otro lado, una angustia constituyente, es decir, una angustia productiva, sustraída a la conciencia, una angustia que produce el objeto como perdido, al modo de la página en blanco (Miquel Bassols, Lecturas de la página en blanco, 2011). En este tipo de angustia, se ve que no se trata de que haya un objeto y luego venga su pérdida, sino que el objeto se constituye como tal en su pérdida misma. Esta es la angustia que llevó a Romain Gary a decir que “sin angustia no habría creación”, es más “sin angustia no habría hombre” (Pseudo, 1976).

Habremos hecho un buen uso de la angustia cuando logremos que su señal no se vea ensombrecida por su “despliegue”: por lo insoportable de los fenómenos corporales provocados por la angustia, es decir, cuando consigamos que la temida certeza de la angustia deje lugar a poder vivir por el deseo, sin mentirse uno mismo, dejando que dicha angustia se limite a ser sólo una señal de lo más vivo que habita en uno mismo.

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