Lo que triunfa es la terapéutica. Es a eso a lo que se intenta reducir el psicoanálisis*. Jacques-Alain Miller (París)

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Lo que triunfa es la terapéutica. Es a eso a lo que se intenta reducir el psicoanálisis, una terapéutica del psiquismo, y se incita a los psicoanalistas a encontrar allí la justificación de su ejercicio.

A esto se opone primeramente un cliché, un cliché filosófico, que el hombre como tal es un animal enfermo, que la enfermedad no es para un accidente, sino que le es intrínseca, forma parte de su ser, de lo que podemos definir como su esencia. Pertenece a la esencia del hombre ser enfermo, hay una falla esencial que impide al hombre estar completamente sano, ¡no lo está nunca! No lo decimos sólo porque tenemos la experiencia de aquellos que vienen a nosotros. De esta experiencia que tenemos inferimos que no hay nadie que pueda estar en armonía con su naturaleza, sino que en cada uno se cava esta falla, de cualquier modo que se la designe, la falla por ser pensante; y que por esto, nada de lo que haga es natural, porque reflexiona, es reflexivo. Es un modo de decirle, de decir que está a distancia de sí mismo, que eso le produce problemas para coincidir consigo mismo, que su esencia es no coincidir con su ser, que su para sí, se aleja de su en sí. El psicoanálisis dice algo de este en sí, que este en sí es su gozar, es su plus de gozar, y que alcanzarlo sólo puede ser el resultado de una ascesis severa. Es así como Lacan consideraba a la experiencia analítica, como el acercamiento, por parte del sujeto a este en sí, y él tenía la esperanza que la experiencia analítica, permitiría al hombre alcanzar su en sí, elucidar el plus de gozar donde reside su sustancia. Pero también que la falla que hace al hombre enfermo era, para siempre, la ausencia de la relación sexual; que esa enfermedad era irremediable, que nada podría colmar ni curar la distancia de un sexo con el otro; que cada uno, como sexuado, se encuentra aislado de lo que desde siempre quiso considerarse como su complemento. La ausencia de relación sexual invalida cualquier noción de salud mental y cualquier noción de terapéutica como retorno a la salud mental: contrariamente a lo que el optimismo gubernamental profesa, no hay salud mental.

Lo que se opone a la salud mental y a la terapéutica que se supone conduce a ella es, digamos, la erótica. Esta erótica hace objeción a la salud mental. La erótica, o sea, el aparato del deseo que es singular para cada uno. El deseo está en el polo opuesto de cualquier norma, es como tal extra normativo.

Si el psicoanálisis es la experiencia que permitiría al sujeto explicitar su deseo, en su singularidad, esta experiencia no puede desarrollarse más que rechazando todo objetivo de terapia. La terapia, la terapia de lo psíquico, es la tentativa, profundamente vana, de estandarizar el deseo para que haga marchar al sujeto al paso de los ideales comunes, de un como todo el mundo. Sin embargo el deseo comporta esencialmente, en el ser que habla y que es hablado, en el parlêtre, un “no como todo el mundo”, un a parte, una desviación fundamental y no adventicia. El discurso del amo quiere siempre lo mismo, el discurso del amo quiere el como todo el mundo. Y si el psicoanálisis representa algo, es el derecho, es la reivindicación, es la rebelión del no como todo el mundo; es el derecho a una desviación que no se mide con ninguna norma; una desviación experimentada como tal, pero una desviación que afirma su singularidad, incompatible con todo totalitarismo, con todo para todo x. El psicoanálisis promueve el derecho de uno solo en relación con el discurso del amo que hace valer el derecho de todos. Es decir, qué frágil es el psicoanálisis, qué delgado, qué amenazado está siempre. No se mantiene, no se sostiene más que por el deseo del analista de hacer su lugar a lo singular, a lo singular del Uno. El deseo del analista se pone del lado del Uno, en relación con el todos. El todos tiene sus derechos, sin duda, y los agentes del discurso del amo se pavonean hablando en nombre del derecho de todos. El psicoanálisis tiene una voz temblorosa, una voz muy pequeña para hacer valer el derecho a la singularidad.

Lacan pudo oponer hace tiempo el psicoanálisis verdadero y el falso (1). ¿Qué criterio, para él, presidía esta distinción?, ¿cuál era el criterio, para él, de lo verdadero y de lo falso, en materia de psicoanálisis? El criterio, único, era para él, es el deseo. El verdadero psicoanálisis, en el sentido de Lacan, es aquel que se pone en el sendero del deseo y que apunta a aislar, para cada uno, su diferencia absoluta, la causa de su deseo en su singularidad, eventualmente la más contingente. He dicho, ¡eventualmente! La causa del deseo para cada uno es siempre contingente, es una propiedad fundamental del parlêtre, la causa de su deseo se sostiene siempre en un encuentro, su goce no es genérico, no se atiene a la especie; la modalidad propia del goce se sostiene, en cada caso, en una contingencia, en un encuentro. El goce no está programado en la especie humana. Hay allí una ausencia, un vacío. Y es una experiencia vivida, es un encuentro, que da para cada uno es una figura singular del goce. Ese es el escándalo. Quisieran que el goce sea genérico, que esté normativizado para la especie. Y bien, ¡no lo está! Y allí se estrellan todos los discursos universalistas.

El falso psicoanálisis es aquel que se sitúa en el camino de la norma, aquel que se da por objeto, por finalidad, reducir la singularidad en beneficio de un desarrollo que convergería en una madurez que constituye el ideal de la especie. El falso psicoanálisis es el psicoanálisis que se piensa como terapéutico.

Entonces, es verdad que el psicoanálisis tiene efectos terapéuticos. Tiene efectos terapéuticos de taponamiento, de acondicionamientos, de alivio, en la medida exacta en que reconoce la singularidad del deseo. Terapeutiza, no cuando conduce a la norma, sino cuando autoriza el deseo en su desviación constitucional: vienen sujetos al análisis con su queja, con su vergüenza en relación con su goce, los efectos terapéuticos del análisis no consisten en conducir esta desviación a la norma, sino por el contrario, a autorizarla cuando está fundada en lo auténtico.

Hubo un tiempo en que los analistas imaginaban curar la homosexualidad pero ya han vuelto de eso. Hoy les llegan sujetos homosexuales, que sufren de esta desviación en relación con la ideología común, y la acción analítica es terapéutica en la medida en que los reconcilia con su goce, o les dice que está permitido.

En tanto que los ideales comunes han sido modificados por el psicoanálisis, -y que hoy es socialmente más fácil, si puedo decirlo, ser homosexual que en el pasado-, ya ningún analista sueña con curar la homosexualidad como si fuera una enfermedad vergonzante del deseo de la especie, sino, por el contrario, reconciliar al sujeto con su goce. Y esta reconciliación se hace burlándose de lo que se propone como norma.

El discurso analítico no reconoce otra norma más que la norma singular que se desprende de un sujeto aislado como tal de la sociedad. Hay que elegir: el sujeto o la sociedad. Y el psicoanálisis está del lado del sujeto.

El psicoanálisis tuvo esta potencia de hacer de modo que la sociedad se haya hecho más porosa al orden del sujeto. Los agentes del discurso del amo no están totalmente a la hora de este agio ornamento, y si el psicoanálisis tiene una misión a este respecto es cultivarlos en la materia, que las normas sociales no predominarán más en lugar de la norma singular, que un sujeto que ha alcanzado lo auténtico de su deseo puede inscribir en falso en relación con este orden que supuestamente lo domina.

Si Lacan podía distinguir el psicoanálisis verdadero y el falso, es porque él tenía la idea de que la experiencia analítica manifiesta una verdad como tal. A decir verdad, el análisis manifiesta verdades múltiples en la medida en que se elabora la singularidad del sujeto. La verdad, sin duda, se demuestra variable en la medida de las coordenadas que toma, de las contingencias de su historia, pero a través de esas verdades múltiples se manifiesta, sin embargo, una verdad. Lo que se manifiesta, digamos, es el lugar de esta verdad que es, en todo caso, que la causa es lógica más bien que psíquica; que la lógica que debe entenderse como los efectos de la palabra y del discurso, del logos, la lógica viene al lugar de lo psíquico. Y es en esto que Lacan reconocía el verdadero psicoanálisis: el verdadero psicoanálisis es aquel que reconoce los efectos del lenguaje en la enfermedad intrínseca al ser humano como ser hablante y como ser hablado, es decir, como parlêtre.

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El acto analítico, como sabemos, es distinto de toda acción; el acto analítico no consiste en hacer; el acto analítico consiste en autorizar el hacer que es aquel del sujeto. El acto analítico es, como tal, un corte; es practicar un corte en el discurso, es amputarlo de cualquier censura, al menos virtualmente. El acto analítico es liberar la asociación, es decir, la palabra, liberarla de lo que la constriñe para que se despliegue libremente. Y entonces constatamos que la palabra liberada hace volver recuerdos, que pone en presente al pasado y que dibuja a partir de allí un porvenir. Este acto, el acto analítico, depende del deseo del analista, este acto es el hecho del deseo del analista.

El deseo del analista no es del orden del hacer. El deseo del analista es esencialmente la suspensión de cualquier demanda de parte del analista, la suspensión de cualquier demanda de ser: no se les pide ser inteligentes, no se les pide ser buenos, no se les pide ser decentes, no se les pide incluso ser verídicos, no se les pide más que hablar de aquello que se les pasa por la cabeza, se les pide entregar lo más superficial de lo que viene a su consciencia. Y el deseo del analista no es volverlos conformes, no es hacerles el bien, no es curarlos. El deseo del analista es obtener lo más singular de lo que constituye su ser, es que ustedes sean capaces de cernir, aislar, lo que los diferencia como tal, de asumir y de decir: Yo soy eso, que no está bien, que no es como los demás, que yo no apruebo, pero es eso. Y eso sólo se obtiene, en efecto, por una ascesis, por una reducción.

Ese deseo del analista, el deseo de obtener la diferencia absoluta no tiene nada que ver con ninguna pureza, porque esta diferencia jamás es pura, está por el contrario enganchada a algo para lo cual Lacan no dudaba en pronunciar la palabra cochinada: esta diferencia está siempre enganchada a una cochinada que ustedes les han birlado al discurso del Otro, y que ustedes rechazan, de la que quisieran no saber nada. Hay un matema para eso, el matema es el objeto a minúscula. Pero en la práctica analítica, eso no puede jamás deducirse, se presenta. Hay un matema, es decir, es asunto de geometría, pero en la práctica es siempre una cosa sutil.

Eso no se capta sino de un vistazo, cuando al término de un tiempo para comprender, se precipita una certeza que se condensa en un Es eso. Y sin duda, eventualmente, no una vez. (...) Pero hasta tanto ustedes no obtengan un Es eso, no vale la pena jugar a hacer el pase. Lo que Lacan llamaba el pase demandaba la captura de un Es eso, en su singularidad. Mientras ustedes piensen que pertenecen a una categoría renuncien a hacer el pase.

El deseo del psicoanalista no tiene evidentemente nada que ver con el deseo de ser psicoanalista. Ah, ¡ser psicoanalista! ¡Sensacional!: el hombre, la mujer, que presenta los semblantes de ¿cuáles?: ¿afabilidad?, ¿comprensión condescendiente?, ¿una cierta distinción?, ¿una experiencia supuesta en esas materias, y que los tomará de la mano para que ustedes se vuelvan como él?

El deseo de ser psicoanalista en el fondo es siempre de mala calidad, es un deseo de moneda falsa. La idea de Lacan era que uno se vuelve analista porque no puede hacer otra cosa; que eso vale cuando es una elección forzada, es decir, cuando se ha dado la vuelta por otros discursos y se ha vuelto a él, se ha vuelto a ese punto donde todos los otros discursos aparecen como desfallecientes, y que uno sólo se arroja en el discurso del analista porque no puede hacer otra cosa. Es algo muy diferente de un cursus honorum, es muy diferente que franquear etapas de un gradus. Es a falta de algo mejor, es a falta de tener las ilusiones de otros discursos.

Una vez que están establecidos en la profesión, los analistas ya no piensan en lo que los ha fundado como analistas. Hay como regla un olvido del acto del que han surgido. Pagan su estatuto, dice Lacan, con el olvido de lo que los ha fundado. Y es por ello que se prestan en ocasiones a reclutar a los nuevos analistas con criterios que no se refieren al acto analítico. Toman, una vez que están establecidos -y en el mejor de los casos una vez que alcanzaron su singularidad-, toman al inconsciente como un hecho de semblante, no les parece un criterio suficiente para ser analista la elaboración del inconsciente.

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Me parece, sin embargo, que si una Escuela de psicoanalistas tiene un sentido es que debería permitir al analista testimoniar del inconsciente post-analítico, es decir, del inconsciente en tanto que no hace semblante.

También esto permitiría verificar que el deseo del analista no es una voluntad de semblante, que el deseo del analista está, para aquel que puede valerse de él, fundado en su ser; que no es, según la expresión de Lacan, un querer a la falta.

Allí se expone una economía del goce que, por el análisis, debe haber sido modificada.¿Hay que plantear la cuestión del goce del analista? ¿En qué medida goza él de su acto? ¿En qué medida por el contrario debe mantenerse a distancia del goce del acto? En este acto, ¿está tomado por una compulsión de siempre más? Es verdad que la desestandarización de la práctica, siguiendo a Lacan, está hecha para favorecer el siempre más, siempre más pacientes: la pregunta que se plantea sobre el goce está allí implicada.

En cualquier caso está planteada la pregunta del inconsciente como criterio. Es la cuestión que plantea el pase, que hace de la modificación de la relación del sujeto a su inconsciente el criterio del reclutamiento. Esto debe extenderse, más allá del reclutamiento, al analista reclutado. ¿Qué relación continúa teniendo con el inconsciente?, ¿qué relación tiene con su inconsciente un sujeto que, todo el día, trata el inconsciente de otros? ¿Es excesivo pedir que, en el marco de su Escuela, este analista sea capaz de testimoniar como se testimonia en el pase? ¿Qué sea capaz de testimoniar de la relación que mantiene con su Yo no quiero?

Freud, en 1933, no creyó, -mientras se entregaba a las especulaciones más audaces sobre la teoría analítica, las más innovadoras-, rebajarse por dar testimonio de la atención extrema que daba a sus formaciones del inconsciente.

Siempre he tratado de seguir esta lección. Los cursos que puedo darles, lo diga o no, siempre están ligados, si puedo decirlo, a uno de mis sueños: parto siempre de un Einfall, de una idea que me pasa por la cabeza. Tengo un esquema, por supuesto, matemas, pero no vengo jamás ante ustedes, como el mismo. Vengo ante ustedes como un sujeto del inconsciente, en todo caso me gusta creerlo. Y es en esta disciplina que encuentro el resorte para proseguir aún, después de tantos años, elucidando lo que sin duda nos ocupa a todos, colectivamente: la práctica analítica. Pero elucidando, más secretamente, más discretamente, lo que como sujeto me motiva para desear, amar y hablar. Hasta la próxima semana.

Notas:
1-. Jacques Lacan, “El psicoanálisis verdadero y el falso”. En la revista Freudiana 4/5. (Nota del redactor)

* Extraído del Curso que imparte Jacques-Alain Miller, bajo el título, "Cosas de finura en psicoanálisis", -clase del 19 de noviembre de 2008-. Con la amable autorización del autor.

Traducción: Silvia Baudini