La (creciente) banalización de la violencia. José R. Ubieto (Barcelona)

Desde hace un tiempo asistimos a fenómenos, en diversos ámbitos (moda, televisión, ocio) que tienen en común la banalización de la violencia o de la precariedad social y personal. Hace pocas semanas conocíamos la moda de las pasarelas siniestras que se extiende en diversas ciudades con modelos encapuchados como verdugos o coqueteando, en su maquillaje, con la muerte.

En la televisión y el mercado de los videojuegos triunfan las propuestas donde la violencia simulada (tertulias alborotadas, acciones violentas en los juegos, combates en el límite entre la ficción y la realidad) es el principal atractivo y estímulo para sus consumidores.

Recientemente hemos conocido también la existencia de un juego de mesa que triunfa en Francia y que propone una versión postmoderna y posthumana del contrato social. “Plan social”, este es su nombre, es un juego de cartas que según dicen sus promotores “despertará vuestros instintos depredadores y vuestra crueldad intrínseca”. Todos los jugadores son accionistas y el primero que consiga desembarazarse de todos sus asalariados consigue su "Plan social" y puede deslocalizar su empresa en “un país totalitario donde la mano de obra sea un buen negocio” (sic). Añade, como invocación, que “la fuerza del liberalismo sea con vosotros” y para muestra de su humor negro asegura, en aras de la evidencia científica, que el juego ha sido probado con animales.

Podríamos continuar la lista con la serie de videos de Youtube donde hay una burla y recreación de la precariedad y de la violencia como patrón de relación, pero la pregunta que nos surge es acerca del origen y del límite de este proceso de banalización y cinismo.

Una primera hipótesis es que el empuje al cinismo va parejo con el declive de la confianza. La confianza es un elemento clave en la génesis y el mantenimiento de un vínculo, social o personal. Sin ella la convivencia se resiente gravemente y aparece la desafección, la indiferencia o directamente la hostilidad ante las propuestas del otro. Hoy vemos como la confianza funciona como una especie de activo tóxico, aquello que debería ser un bien social aparece como un elemento nocivo al perder todas sus garantías. Lo vemos en el campo de las finanzas pero también en el político, en la religión e incluso en los llamados sistemas expertos: docentes, médicos, científicos.

La confianza se genera a partir de una suposición de saber, le suponemos al otro (financiero, político, clínico, maestro) un saber sobre aquel ámbito en que le confiamos algo (ahorros, gobierno, salud, educación) y eso produce una cierta obediencia y creencia en sus indicaciones. Hoy nos volvemos más incrédulos y aceptamos mejor el cinismo como la salida normal: puesto que no hay nada rescatable en el vínculo al otro, sólo nos queda la búsqueda individual de nuestra satisfacción, y para ello no nos faltan objetos y escenarios.

Las reivindicaciones, con carácter de exigencia y a veces acompañadas de violencia en algunos lugares, como escuelas u hospitales, muestran la deriva de esa desconfianza, exigencias hechas en nombre del derecho a consumir como derecho “básico” de nuestras vidas de consumo (Bauman).

La satisfacción que encontramos en estos fenómenos de recreación de la violencia es una solución fallida, un consuelo a la impotencia social y personal, con la que nuestra época aborda sus desafíos y sus incertidumbres.