Hombres de laboratorio. Philippe De Georges (Niza)

Los cambios simbólicos del Siglo XXI encuentran una explicación en el campo de la epistemología. La última doxa científica reposa sobre un postulado naturalista que renueva el género. No se trata del Darwinismo de fin del siglo XIX, con sus consecuencias sociales reaccionarias y racistas. Tampoco de la presuposición implícita que los fenomenólogos prestaron a Freud, «l´Hommo natura», que estaba según Binswanger en la clave de la teoría de las pulsiones. El análisis está más bien ordenado en nuestros días en la cuestión de un modelo estructuralista, al que se opone el nuevo paradigma que une en su seno comportamentalistas, cognitivistas y biologistas hipermodernos. Una fórmula lo resume: «El hombre es un animal como los otros».

Hace algunos años, había recibido en consulta a un joven que tenía la profesión de enseñar las ciencias de la vida y de la tierra. Me había explicado que este bello lema era el leitmotiv que intentaba transmitir a los colegiales incultos donde tenía el cargo.
Pero ¡ay!, una joven mujer le acaba de confesar que esperaba un hijo de él. Será padre pronto. Y el joven, lejos de experimentar satisfacción viril alguna, ha sentido que se abrió el suelo bajo sus pasos. No encontró en él ninguna de las certezas que permitieran al primer Bonobo alojar sin pestañar tal novedad y hacer frente, instintivamente, a las obligaciones ligadas a la función. Fue entonces que no le era posible ser padre como los otros animales: el lugar donde una mujer lo requería revelaba ser de otro orden…

Sin embargo, el lema del neo-naturalismo es el que sostiene el brazo armado (si se puede decir) de la ciencia actual. Se trata por ejemplo de demostrar que los principios sobre los que reposan la pretendida antropología no son otros que creencias hechas para enmascarar la realidad animal del hombre. Es así la idea de un salto cualitativo que funde la hominización de la especie: posición vertical, oposición del pulgar, uso instrumental de la mano, prolongación de ésta por la herramienta, disposición al lenguaje articulado. Todos estos rasgos discriminatorios, que supo testimoniar de la aparición del hombre deben ser reconducidas a lo que otros llaman, en otro contexto, un detalle de la historia. En todo caso, como se dice: ¡No hay discontinuidad, ruptura, diferencia radical!

La imaginación desbordante de los sabios se emplea entonces en elaborar protocolos experimentales que puedan poner en evidencia:

1) que aquello que es supuesto ser lo propio del hombre está ya presente en los grandes primates;

2) que aquello que es supuesto desaparecer en el humano persiste a pesar de las apariencias.

Dos informes de experiencias van a ilustrar este razonamiento, destinado a derribar de una buena vez por todas y a la iluminación de la nueva razón las pretensiones exorbitantes de la especie humana: una «muestra» de ciertos grandes simios poseen características comportamentales y sociales que se creían reservadas a los humanos, y la otra que hombres y mujeres están determinados en sus relaciones íntimas por procesos de una fisiología estrictamente animal.

Tomamos prestados los dos relatos de lo que es conveniente llamar «un gran cotidiano de la tarde» del cual lo serio, es una referencia.

La primera experiencia nos es relatada bajo un título que no deja de atraer al lector ordinario, masculino de preferencia: «El oficio más viejo del mundo». Nuestros sabios sin prejuicio alguno han observado con el tacto necesario las condiciones en las cuales las hembras de una alegre banda de Bonobos consentían a las relaciones sexuales. El estudio ha permitido probar que eran tanto más complacientes, mientras que el macho se había tomado el tiempo primero de despiojar cuidadosamente. Un alma ingenua habría concluido de esto, por ejemplo, que la ternura existe en los Bonobos, o que la preocupación por el Otro no es más que una virtud Heideggeriana, o aún que una variedad de preliminares existe en la práctica en ciertos grandes simios. Lo que bastaría por otra parte para sostener que el simio no ha esperado al hombre ¡para saber hacer su corte!

Había allí el tema de una lección de ética susceptible de contradecir a Cioran («En el Zoo, no hay más que simios que se encierran: ¡el hombre no está muy lejos!») y fácilmente opuesto a los muros de ciertos clientes de hoteles neo-yorkinos (del grupo Accor, con o sin acuerdo, -accord-).

Pero esto sería no contar con el grano de sal que esconden nuestros científicos: la lección que extraen es en efecto que los Bonobos practican una forma de prostitución (el despioje como forma de pago), no siendo entonces el oficio más viejo del mundo, sino una norma natural cuando no universal.

En la segunda experiencia se ataca a uno de los credo de los antropólogos, aquel según el cual la aparición de la humanidad se acompaña de la desaparición de ciertas regulaciones hormonales sexuales: es corriente leer que el oestrus que caracteriza a las hembras mamíferas desaparece en los primeros ancestros. Las mujeres (osamos decirlo aun) cesan de no estar sexualmente disponibles más que en el momento de la ovulación, que es también el tiempo donde la fecundación es posible. Los humanos, desde nuestros lejanos ancestros, no copulan más que en tiempo de fecundación máxima. De golpe se origina, según los autores que fueron autoridad en el tema, una primera disociación entre comportamiento sexual y reproducción. Los imprudentes van hasta a sostener que esta revolución –que procede de una mutación genética y por lo tanto de mecanismos de evolución de la especie- es la fuente del deseo (¡osan decirlo!) y del pudor. Se comprende que una afirmación tal siente su antropocentrismo de lejos, ¿qué dije?, su desprecio respecto de otros mamíferos, moviliza a nuestros investigadores up to date. No retroceden frente a ningún esfuerzo, he allí que transforman en laboratorio de estudio ciertos bares americanos donde mujeres (insisto) poco vestidas danzan delante de los consumidores (bebidas). Las danzas son, como se dice, subjetivas; las damas se apoyan en la ocasión sobre las rodillas de sus clientes, que deslizan los billetes (verdes) en el elástico de sus culottes. Nuestros sabios han encontrado un pura sangre (si puedo decir) el más objetivo, para llegar a su conclusión: cuentan el número de billetes que las bailarinas recolectan al final de la noche. Y bien, uno en mil: la receta es significativamente superior en período de ovulación, ¡y es mínima durante la regla!

CQFD: alguien dice de esto, el oestrus existe en la mujer, como en las otras hembras. Nuestros especialistas dejan abiertas algunas cuestiones que sólo evocan: ¿Las hormonas modifican la apariencia de los artistas, su ímpetu a jugar el juego de la ostentación o emiten señales objetivas? Es que siempre la frontera antropológica se pulveriza.

Los dejo consolarse releyendo aquello que Lacan dice de las experiencias de Pavlov y del deseo del experimentador. Retengo por mi parte que la ciencia forcluye al sujeto, el científico como sujeto de la ciencia sirve ciegamente a su fantasma.

Traducción: Marita Salgado.

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Publicado en:

Papers nº 7 - Boletín Electrónico del Comité de Acción de la Escuela Una - Scilicet 2011-2012