DE "LA GUERRA DE LOS MUNDOS" AL PROGENITOR A y PROGENITOR B (1ª Parte). Por José Manuel Álvarez (Barcelona)

Un hijo en el Metro
Corría el año 1998 cuando observé una escena en un vagón del Metro que, digna del mejor melodrama cinematográfico, escenificó el hachazo letal asestado a lo que fue la sacrosanta familia del siglo pasado:

Sin duda, era una pareja de padres separados; sin duda, uno de ellos –la madre– venía de recoger a los hijos del otro, –el padre–. Sin duda, éste último los había agasajado con pequeños regalos de amor en forma de globitos de helio, de esos que, o los llevas atados con una cuerdita o ya les puedes ir diciendo adiós.

Sin duda estábamos llegando a la estación en la que el padre se tenía que bajar… La madre, en su tenso silencio y su sonrisa forzada, parecía desear la llegada de aquel momento… El niño, aunque un poco agitado, era sin embargo el más vivaz; la niña, sabiendo que la parada definitiva amenazaba con llegar, estaba intranquila y por eso su piel transparentaba una luz de angustia muy singular...

Por fin llegó la estación: el padre que se levanta; la madre con rostro de circunstancias; el niño que sonríe; a la niña le caen lágrimas de silencio… Es el padre ahora el que, después de los besos de rigor y con el rostro quebrado se despide por fin de todos. Sale al andén, se coloca al lado de la ventanilla mientras sus hijos se deshacen envolviéndolo con una mirada… Se cierran las puertas, el tren se pone en marcha, el padre acelera el paso, el niño se despide agitando la mano, la niña, sin embargo, se ensimisma triste y hundida en su silencio… El tren que acelera, el padre que apura a correr con sonrisa de plástico siguiendo la ventanilla de su familia perdida; cada vez corre más y más, y de pronto el niño que le grita, rasgando de arriba abajo el lienzo de la historia de la humanidad: “¡¡¡Corre Forrest Gump!!!, ¡¡¡corre!!!”

Me quedé con la boca abierta un mes, y supe, en aquel mismo instante y de una vez y para siempre, que ya nada sería igual en nuestro mundo occidental y democrático; y eso que había un mar de indicios que lo venían anunciando hacía ya mucho tiempo, pues era imposible ignorar que el soplete de la historia se puso en marcha a finales del Siglo XIX, y que con él se estuvo calentando un potaje de carne y sangre que comenzó en las trincheras untadas de gas mostaza de la I Guerra Mundial, poco más tarde alcanzó su zenit con la maquinaria de exterminio puesta en funcionamiento por la abyecta y terrorífica industria nazi y se remachó bajo el martillazo del horror que dejó el hongo de fuego en Hiroshima..., la irónica Little Boy, otro point of no return de la historia...

Agujeros en la trama de lo simbólico que han transformado al ciudadano del mundo occidental en un individuo debilucho, que siempre tiene la íntima sensación de transitar al borde de la debacle, no importa si esta llega o no a producirse, pues el sostén y el recurso a lo que antaño se suponía regulaba e incluso atemperaba su relación con lo real –la norma paterna, sin ir más lejos–, se ha vuelto casi inútil al haberse abrasado y luego escurrido, ella también, en lo más profundo de aquellos agujeros...

La Guerra de los Mundos
Justo este punto, –central como pocos–, es el que ha vuelto a abordar y poner de relieve ese mago del cine llamado Steven Spielberg con su particular visión de La Guerra de los Mundos; film repleto de mensajes, de símbolos y de metáforas desde el primero hasta el último de sus fotogramas. En efecto, en esta nueva versión nuestro planeta sigue dominado por la mirada que hace muchos años pusieron en él seres de otro planeta... “Seres de otra galaxia miraban con envidia a los hombres infinitamente satisfechos de sí mismos, que iban y venían por el globo seguros de dominar el mundo”. Así que, esa satisfacción de sí y esa seguridad llega a su fin: le toca ahora a la Tierra ser pasto de esa mirada voraz... Nos invaden y Spielberg, en un golpe de topología magistral, escenifica la invasión haciendo emerger las máquinas del exterminio del interior mismo de la Tierra, y son los extraterrestres –desde el espacio exterior–, los que se introducen en ellas por medio de una especie de rayos, para pasmo, convertido en terror y luego en extrema angustia, de ese actor tan peculiar que es Tom Cruise interpretando a un padre separado, llamado casualmente, Ray, rayo, significante central a lo largo de toda la primera parte del film...

Este hombre se tendrá que enfrentar a la fascinación de ver emerger desde un profundo agujero una de las naves alienígenas en forma de tremendo y enorme ojo, y comprobar cómo va destruyendo todos y cada uno de los símbolos de la civilización actual: el asfalto, las canalizaciones de agua, los tendidos eléctricos, los carteles publicitarios, los escaparates, las casas, los automóviles y por fin, en una escena memorable, acaba partiendo una iglesia en dos, con la subsiguiente caída del símbolo fálico por excelencia tal cual es la torre de aguja donde se aloja la campana y con ella la cruz –en un primer plano–, de aquel que dicen que era hijo del padre y que se sacrificó por todos nosotros, poniendo en escena y de manera implícita el grito del niño del comienzo: “¡¡¡Corre Forrest Gump!!!, ¡¡¡corre!!!” Y hay que correr, porque lo que viene a continuación es la destrucción total, la masacre y el exterminio planificado: hay que ver llegar a Cruise a casa de sus hijos, exhausto, con la mirada perdida, el rostro desencajado y cubierto de arriba abajo por las cenizas a las que han quedado reducidos sus vecinos a manos de la nave intra-terrestre y sus mortíferos rayos de luz...

Spielberg, muy sensible al tema del exterminio del Otro, actualiza ante nuestros ojos toda la temática nazi: la invasión, la destrucción total, la guerra inútil para hacerles frente, los millones de muertos, la huida, la insensatez del prójimo en sus intentos estúpidos y egoístas de poner a salvo exclusivamente su vida, haciendo pivotar gran parte de la trama sobre el tema de la sangre, –tema también central en el nazismo–, ya que los extraterrestres se alimentan de nuestra sangre “nos beben y luego nos escupen”, gritará un oscuro Tim Robbins que además le dirá a ese padre angustiado: “No podemos perder la cabeza... Huir, eso es lo que te mata, y yo me muero por vivir...”.

(Continuará...)

José Manuel Álvarez López (Barcelona)

-Clikee aquí para la segunda parte-