Escenarios de la violencia*. María Navarro. (Málaga)

Los múltiples escenarios de la violencia actual constituyen un terreno cada vez mas abonado para una reflexión seria acerca de lo que llamaremos coloquialmente el agujero de la memoria; pues podemos constatar cómo ante hechos como el de la violencia doméstica o de género, o acoso laboral, o juvenil, en el que las mismas escenas se repiten una y otra vez, estos sujetos que tanto padecen, en muchas ocasiones son los que tienen menos posibilidades de oponerse a un sistema que los maltrata.

¿Por qué razón estos sujetos que podrían alejarse de su padecimiento separándose o poniendo límites, son los que más se someten, los más sumisos, tanto con el dolor como con el proyecto de exterminio? Pues son muchos los casos en que, por ejemplo, una mujer sabe que está en grave peligro de ser golpeada –con el desencadenante que esto puede acarrear– e insiste en la convivencia o encuentros con el agresor, llegando a ocultar estos hechos, a no denunciar o aun a retirar las denuncias una vez puestas, en la ilusión o en la creencia de que el otro va a cambiar. O el joven que soporta la humillación y los golpes en silencio, incluso hasta la muerte. También podríamos poner ejemplos en el ámbito de la inmigración o de aquellos que buscan un espacio para tener un lugar.

¿Cuál es la trampa que se le presenta al individuo en su propia subjetividad para legitimar inconscientemente y hacer válida esta convivencia que le permite ser despojado de sus bienes, ya sean estos materiales o simbólicos, a veces hasta de la misma vida, y que está a la orden del día en situaciones que no siempre se hacen públicas?

Trampas que, por otra parte, son inmunes a la guerra preventiva que ha desencadenado el discurso de la ciencia y los nuevos modos al uso, de la globalización, en los que la defensa del sujeto se acompañan de sistemas de seguridad que a veces atentan contra él. Métodos que quieren suprimir el problema desde afuera, como si el que desaparezca el causante físico de la violencia, o cualquier otra manifestación que produzca un malestar social, permitiera que éste quede desactivado. Cuando de lo que se trata es de poder darle al sujeto la posibilidad de que se haga cargo y se interrogue acerca de su propia esclavitud con el malentendido de la vida.

Diferentes, desde luego en cada caso serán los elementos subjetivos que sean factibles de ser escuchados, pues se trata de darle un lugar a la particularidad, a la diferencia, -no siempre consciente en el sujeto-, que habla y se manifiesta sintomáticamente. En el caso de la violencia doméstica, para seguir con este ejemplo, y la repetición en muchas mujeres que padecen maltratos de aceptar una y otra vez al otro agresor, tiene que ver más con ofrecerles la posibilidad de que se orienten a formularse una pregunta acerca de esa repetición, y de que se trata de una demanda de amor constantemente frustrada, al hombre en el que se depositó. Y que por eso insiste una y otra vez, pues espera lo imposible, ya que este responderá en forma de violencia posiblemente siempre.

Orientación cuyo efecto será mucho más efectivo para la determinación del sujeto, pues permite que la separación se pueda producir al deshacer el vínculo inconsciente con aquel que responde a esa demanda de manera tan terrible. Porque en estos casos –hay otros registros de la violencia de género– se trata del amor; el amor está siempre en juego en el malentendido de los sexos porque tiene que ver con uno mismo, pues se espera hallar algo en el otro que nos diga quiénes somos para su deseo, y no sólo de falta de información, y mucho menos del pretendido masoquismo femenino, como escuchamos en muchas ocasiones –pues esta concepción, está en correspondencia con una fantasía sexual masculina–, porque el amor, frustrado, que arranca en la historia infantil de cada sujeto hace que éste demande una y otra vez en espera de ser colmado.

Y en la posición femenina, las mujeres, en su demanda de obtener el don de ese amor son más dependientes que los hombres, y así insisten a veces hasta el mayor de los sufrimientos que las lleva hasta el estrago. Por esto, pretender atajar esta violencia con medidas conductuales o de prevención policial, sin tener en cuenta la particularidad más íntima de cada sujeto para enfrentar una posibilidad de organizar otra salida a su insistencia, no siempre funciona, pues no hay una manera para todos que dé sentido al infortunio y al dolor que conlleva la existencia.

Cada sujeto tiene una manera de padecer y de desear, también de amar y de relacionarse al saber. Y el agujero donde se juegan el inconsciente y la pulsión de repetición trampea las múltiples medidas sociales, políticas, judiciales y educativas que intentan resolver esta plaga, pues este discurso olvida que el germen de dicha plaga habita en el sujeto mismo. Por eso, si la subjetividad queda afuera de la partida o se niega su relación a la ley simbólica, -que es la que le puede otorgar un lugar a la inconsistencia y fragilidad de cada uno-, y sólo se invierte en planes de información o de educación conforme a estándares evaluativos de control que nada tienen que ver con la realidad subjetiva del alumno, la mujer o el hombre violentado, o el trabajador que se ubicó frente a un sujeto amo, como esclavo, no sólo no se podrá paliar sino que aumentará cada vez más. Pues al cortar de cuajo la subjetividad, al no tener lugar, retorna cada vez con más fuerza. Hasta convertirse en un grave síntoma de la cultura.

* Publicado en el diario El Mundo, el 2 de Noviembre de 2008. Con la amable autorización del autora.