MALTRATO (S): POSICIONES DEL SUJETO (III). Por José Ramón Ubieto (Barcelona).

¿Cuál es el límite de eso a lo que una mujer –ya que nos referimos a la violencia de género- puede consentir en la relación con su pareja? ¿Dónde poner la frontera entre un amor sexualizado y bien tratado y un amor claramente patológico y maltratado?

Una primera respuesta tiene que ver con la capacidad de maniobra del sujeto. No es lo mismo poder ocupar y abandonar una posición que quedar fijado a ella. Poder pasar de objeto en la escena fantasmática a sujeto en la relación o quedarse fijado a ese lugar de objeto del goce del otro. Por eso vemos a mujeres que responden rápidamente frente a una situación de abuso y maltrato separándose de esa pareja y otras que encuentran más obstáculos a esa ruptura. La posibilidad de pensar en una relación basada en el amor implica que los lugares del amante y del amado deben poder dialectizarse, que aquel que es amado debe poder también convertirse en amante y viceversa, proceso que difícilmente se da en las relaciones maltratador-maltratado donde los roles son inamovibles y donde la primera condición del amor –que al otro le falte algo- no se cumple. Si el amor, por definición, alude a la posición de debilidad de cada sujeto (tonto, ciego, flojo,...) es justamente esto lo insoportable para el maltratador y de lo que este huye mediante la violencia.

¿Por qué entonces una mujer aceptaría situarse, de manera fija, en esa posición de objeto caído, degradado, golpeado?
No se trata, evidentemente, de una posición masoquista, en el sentido de una perversión, ya que aquí la mujer no persigue la angustia del otro ni obtiene un placer en esa relación de maltrato. Que conozcamos muchos casos en los que la mujer busca –conscientemente o inconscientemente- el reencuentro con su pareja maltratadora o incluso que recurra la decisión de una jueza que le prohibe casarse con su maltratador o que se haga cómplice de la transgresión de la orden de alejamiento- no debe llevarnos a engaño sobre el valor que esa relación tiene para ella: no lo hace por darse un gusto, como a veces se dice o insinúa más o menos veladamente.

Entonces, si no es masoquismo, ¿de qué se trata? Y ¿por qué llamarle amor patológico? En primer lugar, porque es un uso del amor que produce su propia anulación y ese uso no es ajeno a ciertos imperativos que se imponen a un sujeto por mor de sus avatares, entre ellos los establecidos de manera primaria con sus objetos infantiles, por ejemplo, con la madre como el primer Otro con el que interactuamos. ¿Cuántas veces no hemos escuchado, de boca de estas mujeres, que no puede romper ese vínculo con la pareja porque eso afectaría de manera grave a su propia relación con su madre?, ¿cuántas respuestas de esas madres, ante los lamentos de las hijas, no indican y refuerzan esa posición de resignación sacrificial?

Ocupar ese lugar de objeto degradado tiene sus beneficios inconscientes, aunque dicho así nos resulte un tanto insoportable por lo que convoca de tánatos, de autodestrucción. Ser la amante eterna, siempre dispuesta, de ese otro maltratador, para algunas mujeres, supone darse un ser como mujer y sobre todo como madre. Es muy común escuchar cómo se lamentan, cuando los dejan o los detienen, de la suerte que correrán “ahora que ellas no están para cuidarlos” o de la pena que ha funcionado como obstáculo para la ruptura, a pesar del infierno de la convivencia. Ser nombrada, precozmente, para ocupar ese lugar sacrificial es un destino para muchas mujeres, víctimas de malos tratos, que las conmina a cumplir esa profecía y de la cual no es fácil desentenderse. Las personas, en cuestiones de amor, no somos muy variables y aunque las formas aparentes (parejas) cambien, en realidad tenemos siempre la misma forma de amar, de allí la repetición del perfil de las parejas en la biografía de las mujeres maltratadas.

Por eso no sirve sólo, generalmente, con persuadirlas de lo inadecuado del vínculo y ofrecerles ayuda para la ruptura. Sobre todo cuando se trata de situaciones cronificadas. No es suficiente porque ese escenario de ruptura les abre un horizonte de vacío y de pérdida que provoca una angustia paralizante. ¿Cómo seguir “siendo” una vez roto ese vínculo? ¿dónde encontrar el interlocutor vital? De allí los fenómenos de recurrencia en la relación de pareja, las múltiples idas y venidas y los desesperados intentos de recomenzar tras cada paliza. En ese vacío que implica la separación debe poder introducirse otra causa que la anterior, otras razones que le permitan relanzar el deseo de otra cosa y eso sabemos que no siempre es fácil porque las circunstancias a veces son muy precarias, en lo económico, laboral, social, familiar,...

*fragmento de la intervención en las Jornadas “Ellas hablan”. Sevilla, octubre 2006.
José Ramón Ubieto (Barcelona)