Una relación particular con la certeza en la época del delirio generalizado

Intervención realizada en el encuentro preparatorio de la sede de Málaga de la ELP para el Congreso “Todo el mundo es loco, es decir delirante”

La idea para el texto que publiqué hace dos años, y que da origen a este trabajo, arrancó con un tuit. El resumen del tuit es este: una cuenta, que podríamos catalogar de negacionista, abre un test de antígenos -lo rompe y lo abre para observar su interior, como si hiciera una disección del aparatito- y en su interior no encuentra, por lo visto, nada. Nada que le certifique que el aparatito en cuestión hace lo que tiene que hacer. Lo que ve confirma su creencia: son un fraude. El tuit decía; “tecnología de plástico para indigentes mentales”. La masa tuitera no tarda en contestar, burlándose del tuit: ¿Qué esperaba encontrar? ¿un pequeño laboratorio en miniatura? ¿un minúsculo científico haciendo experimentos con minúsculos tubos de ensayo? Más allá de la broma, algo se puede articular respecto a esta pequeña viñeta contemporánea. Mi opinión es que este sujeto encontró justo lo que buscaba, encontró una certeza. La certeza del engaño, la prueba irrefutable de que el mundo está siendo sometido a un fraude masivo, del que él es un testigo privilegiado. Él no es otro borrego más, él no es un indigente mental que se deja engañar por las falacias del Otro, él tiene acceso a la verdad. Algo me hace pensar, sin embargo, que esta certeza estaba ya antes de la apertura del objeto test. El tiempo lógico es entonces otro: la certeza es previa. Abrir el test de antígenos y encontrar un vacío es solo un hallazgo confirmatorio.

No se puede hacer un diagnóstico clínico a partir de un tuit, pero se puede argumentar que este es el resorte lógico de la paranoia, una psicosis que cristaliza a partir de una revelación elemental, mínima (el fenómeno elemental, el automatismo mental, que diría Clérambault). Una idea se impone, se revela, y establece una certeza irrefutable a partir de la cual solo se encuentran indicios que la confirman. A partir de ahí, ninguna prueba en contra, ningún dato, por firme que sea, convencerá al sujeto de que esa conclusión a la que ha llegado no es real. Es lo que, clásicamente, ha supuesto la definición operativa del delirio: una idea falsa, con un alto nivel de convicción en su certeza e irreductible a la argumentación lógica. Aman a su delirio como a sí mismos, decía Lacan.

Como sostiene Gil Caroz en su texto de introducción al XIV Congreso de la AMP, titulado “El grado cero de la locura”, “el paranoico está loco porque sitúa el goce en el Otro y le da así una consistencia real”1. El aforismo que da título a este congreso, “todo el mundo es loco, es decir, delirante”, como señala Gil Caroz, toca por un lado la cuestión del saber y por otro, la clínica del delirio. El delirio será, según J.-A. Miller, un S2 que responde a la perplejidad producida por el fenómeno elemental, que tiene el valor de un S1, y que es un axioma, un postulado lógico enigmático e indecible. El delirio será la construcción posterior, el S2 que viene a dar sentido a ese elemento irreductible, fuera de la cadena, cuando surge en la vida del sujeto.

Cualquiera que trabaje con sujetos con psicosis sabe que los delirios de un paciente tienen una función. No solo son causa de sufrimiento, también otorgan una explicación frente a una experiencia inefable, de fractura del mundo simbólico. El sujeto sabe que la realidad ha cambiado y que ese cambio le concierne directamente, pero aún no ha podido elaborar de qué manera. A lo largo de estos años, la película que más usada para explicar la experiencia extraordinaria de la psicosis es El show de Truman, un mundo que gira en torno a una sola persona y donde todo está puesto allí para él. El delirio de cada uno le da una relación directa y personal con una certeza y esta certeza, que viene a dar sentido a la experiencia de ser el centro del mundo, es más férrea, más fuerte que toda la realidad compartida con los otros.

Sin embargo, como señala Gil Caroz, el neurótico también está loco, aunque está afecto de otra manera del delirio generalizado que supone entrar en el lenguaje. La locura del neurótico es hacer existir al Otro situando allí al objeto a como consistencia lógica de su fantasma y como objeto perdido causa de su deseo.

La relación del neurótico con la certeza, desde luego, no es la del psicótico. El sujeto neurótico trata de obtener certidumbre, pero, en el fondo de su alma, suele hallar siempre vacilación. Por eso apela siempre al Otro, muy diferente del Otro persecutorio y omnipresente de la psicosis, para que confirme que estamos en lo cierto. Si se explora esta apelación al Otro para resolver una duda frente a la que no tenemos certeza, nos encontramos con el lugar que durante siglos ha ocupado Dios. Pensemos, por ejemplo, en el Dios de la Edad Media, que podía intervenir en la realidad mediante una ordalía o juicio de Dios. Cuando en un juicio no era posible dirimir una verdad, podía invocarse a Dios para estableciera quién estaba en posesión de la verdad. El sujeto sometido al juicio de Dios debía superar una gran prueba, una experiencia difícilmente soportable, como meter la mano en el fuego. Si superaba la prueba, Dios había establecido que decía la verdad. Otro modo en que Dios podía expresarse para dar la verdad o quitarla eran los duelos entre caballeros. Uno de los últimos duelos de esta índole fue llevado al cine recientemente por Ridley Scott, y es el que enfrentó a Jacques Le Gris y Jean de Carrouges. Fue el último duelo de este tipo que se celebró en Francia, con la aquiescencia del rey, en 1386. El duelo debía decidir quién decía la verdad sobre una acusación de violación. La acusación partía de la mujer de Jean de Carrouges, y el acusado era su antiguo escudero, Jacques Le Gris. Ante la incapacidad de establecer quién decía la verdad, se determinó que Dios debía expresarse a través del enfrentamiento, y que haría sobrevivir al poseedor de la verdad. La suerte de la mujer quedaba ligada a uno de sus contendientes, su marido. Si Dios le hacía ganador de la contienda, significaría que ella había dicho la verdad, pero si ganaba su rival, ella habría mentido y sería condenada a muerte. Este duelo, en toda su brutalidad, materializa la duda del neurótico, en este caso encarnada por el rey, a su vez representación simbólica de toda la sociedad francesa. El rey, incapaz de decidir quién era poseedor de la verdad, apelaba al Otro para que resolviera la duda del modo más cruel.

Viendo estos antecedentes cobra más valor la maniobra lógica propuesta por René Descartes en 1637, tantas veces destacada por Lacan. Lo hizo mediante el método obsesivo por antonomasia: la duda metódica. La duda del obsesivo es su marca más clásica, el síntoma que nunca suele faltar. Es la imposibilidad de llegar a una certeza lo que le atormenta. Un paciente puede acudir a consulta solo a que le aclaren una duda, sin embargo, nunca acierta uno a dar una respuesta que resuelva esa duda de forma definitiva y, si acaso esta duda se diera por concluida, no tardaría otra en aparecer. La duda puede ser de lo más nimia (¿he apagado la luz o no? ¿me he lavado las manos?) pero, en última instancia, coloca al sujeto ante la incapacidad de hallar una certeza en un mundo lleno de incertidumbre. Ese fue el hallazgo de Descartes y no otro: fundar una certidumbre respecto a su propia duda. Lo único cierto para él es que pensaba, pero no sabía si pensaba bien o mal, puesto que ahí estaba la posibilidad del genio maligno que hiciera la percepción engañosa. El caso es que pensar, pensaba; por tanto, indudablemente, existía. Existía en tanto sujeto que enunciaba esa frase: “(Yo) pienso”. De este modo, dudando de todo hasta encontrar ideas puras, concluía demostrar la existencia de Dios. La mera idea de Dios, una idea perfecta, solo podía pensarse si este existía. A partir de ahí, Dios era el garante de aquellas ideas ciertas, pues estas solo podían existir por la gracia de Dios. Hacía así un movimiento lógico que sería fundamental para la construcción del pensamiento científico, aunque parezca paradójico: al desplazar a Dios al lugar de garante de la verdad, la ciencia podía buscar esta verdad sin ataduras. Dios existiría precisamente allá donde la verdad se encontrase. El Dios de Descartes ya no tenía que manifestarse mediante un duelo o una ordalía, estaba encerrado en el propio razonamiento correcto, siempre del lado de la verdad y opuesto al engaño. Si se piensa desde un punto de vista lógico, en vez de teológico, es un movimiento realmente audaz. Si el científico parte de la duda y va, progresivamente, esclareciéndola hasta generar una certidumbre (por ejemplo, la fórmula de la ley de la gravedad), el papel que ha reservado Descartes a Dios es el de garante de esta fórmula. Este razonamiento es aún hoy la base del método científico.

Volviendo a Twitter… A poco que uno ande con los ojos abiertos, podemos ver cómo se confrontan en la conversación pública estos dos modos de relacionarse con, digamos, la realidad. Los sujetos que encuentran en todas partes pruebas de una certeza que los concierne y, junto a esta verdad, encuentra a un Otro que trata de engañarlos o humillarlos, precisamente por ser testigos privilegiados de una verdad oculta, y los que apelan constantemente a un Otro que sea garante de la verdad y resuelva sus dudas. En estos tiempos, este Otro, más que Dios, es La Ciencia. Pero, ¿cuál es el problema de hacer de la ciencia un Otro que ha de ejercer de garante de la verdad? Pues que la ciencia, la ciencia auténtica, no funciona así. La verdad científica no es una enunciación homogénea, sino un trabajo colectivo que se desliza a lo largo de los siglos en forma de progresos y refutaciones, revoluciones y cambios de paradigma. Estos son los ciclos que definió Thomas Kuhn en su libro esencial La estructura de las revoluciones científicas2. El principal objetivo de la ciencia, según Kuhn, es crear un marco teórico coherente que permita explicar el máximo número de fenómenos observables. Una teoría científica es, por tanto, la mejor explicación posible de un fenómeno en un momento histórico dado. Este modo de entender la ciencia, como ocurre con el psicoanálisis, está del lado de deconstituir al Otro (a ese Otro simbólico que no existe) a diferencia de ese delirio generalizado que imagina La Ciencia como Otro consistente, tan presente en el discurso universitario y en la conversación pública.

El clásico ejemplo que usa Kuhn es el paso de la teoría ptolomeica -que explicaba que los planetas giran alrededor de una Tierra inmóvil- a la teoría heliocéntrica, atribuida originalmente a Copérnico. Que Copérnico formulara esa posibilidad, que a la larga resultó demostrada, no basta para que la ciencia cambie el modelo imperante o paradigma. Hicieron falta muchos años para que Galileo Galilei se apoyara en esta afirmación para enunciar su teoría, que permitió a su vez que Johannes Kepler aportara nuevos cálculos para explicar el movimiento de los planetas, y esto a su vez permitió a Newton desarrollar su ley de la gravedad, que sirvió para dar consistencia matemática al movimiento de los planetas alrededor del sol. Una sola enunciación no basta para cambiar el paradigma, pues no se trata de una revelación, sino de una construcción. Por mucho que la gente, durante la pandemia, se haya desesperado con que los científicos “hoy digan una cosa y mañana otra”, esto forma parte de la normalidad científica. También lo es que existan debates dentro de una determinada disciplina, e incluso que algunas posturas sean antitéticas e irreconciliables, sin que sea posible, en un momento histórico dado, dirimir quién tiene razón, si es que uno de ellos la tiene.

Yendo al inicio, entonces: ¿Estaba en lo cierto aquel tuitero negacionista que cree haber demostrado la falsedad de un test de antígenos abriéndolo como una nuez y encontrando un vacío? Podríamos decir que es su propio vacío el que paradójicamente ha venido a encontrar, y lo ha llenado rápidamente de certeza, para taponar ese vacío. Lo que no arreglará nunca el método científico es nuestra particular relación con la certeza y la incertidumbre.  Por supuesto, ni todos los negacionistas son paranoicos ni todos lo neuróticos se apoyan en el razonamiento científico, pero de forma esquemática podríamos decir que es esperable que una parte de la población prefiera funcionar de forma, digamos, paranoica, y quiera mostrar, con feroz ánimo litigante, las pruebas de un engaño masivo, reservándose siempre el papel de testigos privilegiados de una verdad revelada. De la misma forma, otra parte de la población funcionará de un modo neurótico, tratando de encontrar asidero a sus miedos y dudas invocando a un Otro que determine, de una vez por todas, la verdad. Cuando se oye decir: “Los científicos dicen esto o aquello”, se concibe la ciencia como un discurso único, que presenta ya cristalizadas una serie de certezas inamovibles y plenamente consensuadas, cuando es más bien un conjunto heterogéneo de voces que intentan dar la mejor explicación posible a una serie de fenómenos complejos. La ciencia, en definitiva, forma parte del delirio generalizado de los seres hablantes. Trata de hacer existir al Otro simbólico que, como dice Gil Caroz, sirve para “resguardar al sujeto de lo que hay de insoportable en lo real”3.

La diferencia es que, mientras el psicótico, como señala Caroz, distingue la presencia extranjera del Otro que habla a través de él, el neurótico mantiene la ilusión de que es él el que habla, salvo que reconozca el inconsciente.

La plena certeza, la certeza frente a la que no cabe duda, parece casi una experiencia exclusiva de la psicosis. Frente a ello, la neurosis se presenta siempre como un sujeto dividido, buscando en el Otro una respuesta sobre sí mismo. Porque, en última instancia, no hay certeza para todos ni ciencia que obture para siempre nuestro vacío de saber. Todo el mundo, en definitiva, vive en la locura generalizada del lenguaje, cada cual de la forma que puede. Si seguimos sosteniendo la causa del psicoanálisis es porque creemos que saber arreglárselas con el síntoma es la buena manera, la mejor de las posibles, de ese imposible que es hacer con lo real.

 

Notas:

  1. Caroz, Gil. “El grado cero de la locura”. Argumentos, 2023.
  2. Kuhn, Thomas S. La estructura de las revoluciones científicas. Fondo de Cultura Económica de Argentina, S. A. Suipacha 617, 1008 Buenos Aires, Argentina (1988).
  3. Caroz, Gil. “El grado cero de la locura”. Op.cit.