“Novedades sobre el inconsciente freudiano”* Vilma Coccoz (Madrid)

Este ciclo de cinco conferencias realizado en el Nucep de Madrid, se dedicará en este curso 2009/10, a los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis articulados por Jacques Lacan, aunque tomados del corpus freudiano: inconsciente, repetición, pulsión y transferencia, auténticos pilares del edificio psicoanalítico, sin los cuales éste no podría sostenerse.

Amanda Goya, coordinadora de este espacio diseñado para un público profano, pero interesado por conocer la posición del psicoanálisis de orientación lacaniana en los temas candentes de la subjetividad de nuestro tiempo, introdujo el ciclo con un comentario sobre el valor del número cuatro en la enseñanza de Lacan: cuatro conceptos, cuatro pulsiones, cuatro discursos, el sujeto estirado en cuatro esquinas, y un largo etcétera. La recurrencia de una estructura cuaternaria como medio de proporcionar un ordenamiento subjetivo de la experiencia analítica, se extiende de cabo a rabo a lo largo de esta enseñanza. Pero esta recurrencia no es un artificio didáctico, sino que responde a la estructura misma del inconsciente, que exige el cuatro.

Aristóteles, Apuleyo, Averroes, son solo algunos de postularon la estructura cuaternaria de las proposiciones lógicas. En esa misma línea Lacan, construye su cuadrado psicoanalítico, un cuadrado un tanto barroco, porque se compone de elementos heterogéneos: el sujeto hablante, el lenguaje, simbolizado por las letras S1/S2 (significante uno y dos), y el objeto de goce, el petit a, en la nomenclatura lacaniana.

Después de algunas observaciones sobre el cuadrado propio de la relación entre analizante y analista, y sobre las consecuencias que en la dirección de la cura se derivan del mismo, A. Goya concluyó su introducción con una pregunta formulada a Vilma Coccoz (directora del Departamento de Estudios sobre el Inconsciente del Nucep): Algo más de un siglo de psicoanálisis ¿ha modificado el concepto freudiano de inconsciente?

1.- El inconsciente implica que se lo escuche.
Si aceptamos una de las definiciones del inconsciente que propone Lacan en el Seminario XI: el inconsciente es la suma de los efectos de la palabra en el sujeto se hace evidente que el inconsciente existe desde que el mundo es mundo, es decir, desde que hay seres para nombrarlo, seres hablantes, fabricantes de mundos. Los hombres soñaban, cometían lapsus, se regocijaban con chistes, padecían síntomas, pero fue necesario el surgimiento del discurso analítico para que estos hechos de discurso, estas producciones, obtuvieran, por fin, un destinatario: el psicoanalista a quien revelaran su sentido. Sigmund Freud, cuando era aún un joven neurólogo fue capturado por un interés científico muy preciso, el de resolver el enigma constituido por los síntomas histéricos, ¿cuál era su causa? Movido por esta inquietud Freud se desplazó a París, para escuchar a su maestro Charcot, de cuya mano comprendería que el origen de estos síntomas no se encontraba en un desarreglo neurológico ni en una artera representación teatral por parte de malignas simuladoras. Los síntomas histéricos demostraron ser sensibles a una curación a través de las palabras, y Freud volvió a Viena con la firme decisión de explorar este terreno incógnito. Se dispuso a escuchar a los sufrientes, sin prejuicios, y fue entonces cuando advirtió que, en el discurso de sus pacientes, aparecían sucesos traumáticos, otros sin importancia aparente, y, también, los sueños. El encuentro, feliz azar, con este material, le llevó a interesarse por sus propios sueños.

El interés de Freud por su propio inconsciente fue el acicate para llevar a cabo su llamado “autoanálisis” que constituye una pieza fundamental de su gran obra La interpretación de los sueños. En el prólogo a la edición de 1908, reconoce que además de haber constituido la via regia para el conocimiento del inconsciente; este libro tenía una segunda importancia, subjetiva: la reacción frente a la muerte de su padre, que consideraba como “el más significativo suceso, la más tajante pérdida en la vida de un hombre”. Tal afirmación se ve confirmada en un apartado del libro, dedicado a los Sueños de muerte de personas queridas, descifrados con la clave del Complejo de Edipo, la clave de un deseo inconsciente que constituye, para Freud, el nódulo de la neurosis, por girar en redondo en torno al tema del padre.

El inconsciente, pues, no existe en el discurso, sin su interpretación, sin una teoría de su interpretación y podemos decir que las diferentes orientaciones que existen en el mismo ámbito del psicoanálisis no son sino distintas interpretaciones del inconsciente. Freud comparaba el sueño con un jeroglífico inscripto en el desierto, significantes sin significado, mensajes escritos en una lengua desconocida.

Lamentablemente su advertencia fue reiteradamente desconocida: siendo el inconsciente estrictamente particular, el valor de la clave de interpretación depende de conseguir encontrar el dialecto del soñante, es decir, de acceder a su modo singular de atribuir un sentido. Pero la interpretación no es una mántica sino que comporta una satisfacción. El sueño es un texto disfrazado, responde a las exigencias de la censura del sujeto respecto de sí mismo, funciona a la manera de un discurso político, es decir, toma en consideración los imperativos del discurso del amo, de lo que puede o no decirse: revela una intencionalidad que Freud vinculó al mecanismo de la represión. Ello significa que ¡el primer intérprete es el inconsciente mismo! Dice Freud: La elaboración del sueño suele hacer caso omiso del sentido que las palabras poseían en las ideas latentes, atribuyéndoles un sentido completamente nuevo.

Para ilustrar esta tesis del inconsciente intérprete que Jacques-Alain Miller difundió hace unos años, tomemos el sueño de Freud: “Non vixit”. Este sueño ilustra muy bien el carácter de jeroglífico de toda formación onírica y le sirve a Freud para ilustrar el uso del discurso oral y la presencia de los afectos en los sueños.

En él aparecen varios colegas y amigos de Freud, varios de ellos, muertos. Su secuencia reúne dos partes y su contenido manifiesto constituye un verdadero nudo: distintas cadenas se entrecruzan y desenredar su maraña hasta alcanzar las ideas latentes, requiere un gran trabajo analítico por parte del soñante. Extraemos una línea argumental porque revela el cemento, la argamasa a la que accede el intérprete al final, aún a sabiendas de que es imposible decir la última palabra respecto al sueño, ésta falta y ello debido a la existencia del ombligo del sueño, al agujero estructural por medio de la cual toda formación onírica se vincula a “lo desconocido”, a lo real: un foco de convergencia de las ideas latentes, un nudo imposible de desatar.

En el sueño “Non vixit”, José no entendía lo que Fl. le decía. Este le pregunta a Freud qué es lo que le ha contado (Freud a José.) sobre él (Fl.): … Embargado entonces por singulares afectos quiero decir a Fl. que José no puede saber nada porque no vive. Pero dándome perfecta cuenta de que me expreso mal, digo Non vixit (la expresión correcta era non vivit). Luego miro penetrantemente a P. que palidece hasta desaparecer bajo su mirada, lo que le causa una extraordinaria alegría…, haciéndole comprender que Fl. también era una aparición, un revenant, un semblante, diríamos actualmente… y -concluye Freud- que tales personas (apariciones) no subsisten sino mientras uno quiere, siendo suficiente nuestro deseo para hacerlas desaparecer.

Freud considera que este último pensamiento constituye el centro del sueño: en él se hace presente la captura narcisista, la pasión imaginaria y ambivalente que despiertan colegas y amigos así como la presencia del valor pulsional de la mirada (“miro penetrantemente”) ligada a la propia falla (“me expreso mal”). La primera asociación le condujo a una escena vivida en la que, siendo un joven investigador, quedó paralizado ante la mirada fulminante, superyoica, de su jefe, al increparle éste por llegar tarde al trabajo. En el sueño era Freud quien hacía desaparecer a un colega con su mirada, lo que le provocaba una intensa satisfacción. La solución del sueño tardó en entregársele hasta que pudo caer en la cuenta de que non vixit no remitía a palabras dichas u oídas sino vistas: la inscripción en la estatua del emperador José: Saluti patriae vixit, non diu sed totus (por el bienestar de su país no vivió mucho tiempo pero intensamente). La relación de este pasaje con la inauguración del monumento a Fl. que se produjo en los días previos al sueño le llevó a pensar con dolor (Freud aclara que tanto el pensamiento como el dolor sucedían en lo inconsciente) en la temprana desaparición de P. que le privó de ocupar un puesto entre los hombres de ciencia. En este punto reconoce que en torno a su colega P. confluyen ideas hostiles y cariñosas cuya habitual yuxtaposición en la relación al semejante queda patente en un pasaje de la obra Julio César de Shakespeare en la que Bruto explica su acción criminal: Porque César me amaba le lloro, porque era valeroso le honro; pero porque era ambicioso, le maté. Esta cadena asociativa le retrotrae a la matriz infantil de la relación con el semejante derivada de la relación con su tío John, un año mayor.

En una ocasión, el padre de Freud le preguntó porqué había pegado a John a lo que él respondió en la lógica transitivista, propia de esos años: “le pego porque él me ha pegado antes”. Y al conseguir arrebatar a la represión toda esta cadena de asociaciones y recuerdos se reveló al analítico el dialecto con el que se ha tramado su sueño: Wicsen es la palabra familiar que designa la zurra. En el jeroglífico onírico se destacaba el significante Wic (la falla, el lapsus que hizo aparecer non vixit en lugar de non vivit) presente en wicsen y vixit. Y es interpretado por Freud como uno de los aspectos de su peculiar modo de goce que tuvo origen en la complicada relación afectiva con su sobrino: un íntimo amigo y un odiado enemigo han sido siempre necesidades imprescindibles de mi vida sentimental y siempre he sabido procurármelos.

2. Formaciones del inconsciente
Una vez que Freud consiguió formular las leyes del pensamiento inconsciente que dan lugar a la formación de los sueños, pudo demostrar que los actos fallidos, los chistes y los síntomas responden a la misma estructura. En estos últimos supo encontrar la subjetividad amordazada que, unidos a la angustia y a las inhibiciones, inundaban las penosas vidas de los neuróticos. Sin embargo, la relación de cada quien con su inconsciente no es sencilla, Freud mismo testimonia de la lucha interior a la que se vio sometido en el curso de su análisis: momentos de escepticismo, desencanto, pereza, frustración, alternaban con la alegría y el entusiasmo por los descubrimientos. El dispositivo del análisis debía tomar en consideración estas resistencias para poder avanzar.

En la histeria esta fuerza toma la forma de amnesia, de olvido, en el semblante de la belle indiférence que afirma no sé, no me acuerdo. La memoria inconsciente se refugiaba en los síntomas conversivos: en ellos aparecía, reprimida y cifrada, la insatisfacción del deseo, resultante de la incertidumbre acerca de la identidad sexual: ¿soy hombre o mujer? Sin embargo, la docilidad al deseo del Otro llevaría a las histéricas a ser las primeras analizantes de Freud, quien les otorga un lugar privilegiado en la Interpretación de los sueños: son las autoras de los sueños negativos de deseo, destinados a contrariar a Freud, las tentativas oníricas de que él no tuviera razón, de que se equivocara al proclamar a los cuatro vientos que los sueños constituían una realización de deseos. Allí se perfila la forma particular del diálogo analítico: Freud no responde desde el lugar del amo del saber, acepta la dialéctica abierta con el deseo del Otro en la transferencia con el discurso histérico, y ofrece la solución: sólo el análisis del sueño tiene la palabra, la única manera de admitir la realidad del inconsciente, es hacer la experiencia.

La neurosis obsesiva presentaría a Freud una problemática distinta respecto al inconsciente: la separación entre pensamiento y afecto. El paciente recordaba, pero sin afecto, sin estar presente como tal, en lo vivido. La defensa había logrado sustraer hasta tal punto los afectos con su “control mental” que el paciente llegaba a formularse: en realidad, ¿estoy vivo o muerto?

El inconsciente, máximo enemigo del obsesivo, de su conciencia, le producía horror. Sin embargo, el afecto, reducido a la angustia y a los temores hipocondríacos, infectaba su pensamiento e imponía paralizantes inhibiciones. Por este motivo el análisis de la neurosis obsesiva no tiene más remedio que el atravesamiento del doloroso camino de la transferencia negativa para conseguir reconciliar la subjetividad “momificada” con el inconsciente.

Porque no basta con sospechar del inconsciente, -sería demasiado fácil, afirma Lacan en Televisión -, hace falta “sudar la gota gorda” para extraer de esos pensamientos no pensados un saber para orientarse en la vida. Esa es la razón de que sea un saber tan valioso, porque vale lo que cuesta obtenerlo.

Freud logró contagiar el entusiasmo y el interés por el inconsciente a muchos de sus contemporáneos. Fue una época de oro. Pero el inconsciente cerró sus puertas a la interpretación edípica y sobrevino una época de constatación de dificultades clínicas: el descubrimiento de la pulsión de muerte, el sentimiento inconsciente de culpabilidad, la necesidad de autocastigo, la reacción terapéutica negativa,… nuevos retos, nuevos enigmas de la subjetividad a los que se añadiría el enigma del deseo de la mujer. Contrariamente a lo que suele decirse, Freud era el hombre menos machista del mundo, lo demuestra la coherencia de su conducta en su vida privada y en su relación con las mujeres psicoanalistas, a las que sin dudarlo, animaba a instalarse como tales, concediéndoles una simetría intelectual nada evidente en otros campos, en aquellos tiempos. Con ellas inició el gran debate sobre la sexualidad femenina en los años '30 que impugnaba la importancia del falicismo y la importancia del Edipo en la mujer. Cuando Freud murió quedaban abiertas muchas e importantes vías de investigación clínica y teórica.

3.- La enseñanza de Jacques Lacan
Pero la IPA, la asociación fundada por Freud con el propósito de hacer avanzar el psicoanálisis, no cumplió su cometido. Al contrario, funcionó como un suck -palabra inglesa que Lacan pescó en Joyce- y que designa el ruído que hace el tanque de agua en el momento en que es accionado y eso es englutido por el agujero.

Lacan volvió a interesar a la gente en el inconsciente freudiano al traducir la novedad del descubrimiento sirviéndose de todos aquellos saberes que se habían forjado en el curso de las épocas. Y así se fue construyendo la interpretación lacaniana del psicoanálisis en la que distinguimos con Jacques-Alain Miller, tres épocas.

La primera, que responde al axioma de que el inconsciente está estructurado como un lenguaje y se complementa con una teoría del sujeto y de los efectos del significante según dos órdenes: la significación y las pulsiones.

La segunda, que representa una revisión conceptual de la anterior con el suplemento de un nuevo concepto: del ser hablante (parlêtre) que da lugar a una nueva definición del inconsciente: el inconsciente implica que el ser, hablando, goza y no quiere saber nada.

El centro de la problemática que explora el psicoanálisis se perfila como siendo el problema de la satisfacción, del goce, que Freud llamó libido. Desde que el mundo es mundo se han propuesto recetas para resolver este problema, las sabidurías antiguas no tenían otro objetivo que intentar su regulación con el justo medio. Pero hasta la llegada del psicoanálisis, sólo un discurso, el religioso, afrontó la falla del goce, con su mito de la manzana maldita que daba razón de este desarreglo estructural con la doctrina del pecado. A juzgar por la influencia que ha tenido, es evidente que esta interpretación de la falla del goce consiguió interesar a mucha gente con la historia de un cuerpo sufriente, de un cuerpo mortificado por el goce.

Pero el psicoanálisis es el único discurso que toma a su cargo esta falla, este desarreglo del goce, como una consecuencia de los efectos del lenguaje desde una perspectiva realista.

Esta constatación masiva daría lugar a lo que se conoce como la tercera, la ultimísima enseñanza de Lacan, en la que el lenguaje es concebido como un parásito, como un chancro y el ser humano como un enfermo de lenguaje. En esta época cobra un privilegio notable el cuerpo: el modo en que las palabras afectan al cuerpo: lo sacuden, lo emocionan, lo paralizan, lo angustian, lo hacen gozar. Este aspecto que Freud había formulado como el punto de vista económico que rige el aparato psíquico y que gira en torno a los conceptos de fijación, regresión, inercia. Pero para Freud ahí reinaba el silencio, y para Lacan es intrínseco a la palabra. Recientemente Jacques-Alain Miller ha estudiado la diferencia entre el inconsciente simbólico y el inconsciente real, lo que ha permitido abrir las puertas de la experiencia analítica a la subjetividad no neurótica, propia de los tiempos que vivimos.

La falla del goce podemos detectarla en nuestro murmullo interior en el que podemos constatar nuestro disco rayado, siempre pensando en lo mismo, en el irresistible atractivo de la falta propia, o la del otro, en definitiva, el pensamiento gira en torno a un goce que haría falta que no fuese. A este goce se vinculan las automutilaciones, los sacrificios, las renuncias, el odio contra sí mismo, los autocastigos: las tentativas fallidas para desprenderse del goce que haría falta que no…

4.- La falla del goce: el gran problema de la vida.
Mientras Lacan construía el sólido edificio del psicoanálisis la civilización avanzaba hacia la licuefacción de las instituciones, que diera paso a la llamada sociedad líquida y cuyas olas alcanzarían también al psicoanálisis. El naufragio de los valores, los ideales, los saberes, se acompañaba con la producción acelerada de los objetos engañabobos que nos han transformado en desaforados consumidores. Según la interesante tesis de Serge Cottet, el amor se ha vuelto indecente por carecer de destinatario, a medida que avanza, irrefrenable, el mercado del sexo.¿Dónde sostenernos? ¿Cómo no ser arrastrados por el desvarío, por la errancia del goce?

Retomando con Lacan, el gran problema de la vida, el problema del goce, en el que nos embrollamos, nos complicamos, nos perdemos. Lacan afirma que la invención del psicoanálisis es un hecho de caridad increíble. En primer lugar, porque otorga a los sujetos un lugar en el que decir sus miserias, en el ámbito privado e íntimo de la sesión, evitando de esta manera la infección de la abyección por todas partes, el desparrame en actuaciones que degradan las cosas más importantes de la vida. No hay más que ver el patético caso de Belén Esteban para darse cuenta que ese camino no tiene retorno.

Y a esta dificultad se añade el tormento que implica el imperativo de ser normales, un ideal de homogeneidad que imponen la psiquiatría organicista y las psicologías embrutecidas, que intentan domesticar lo extraordinario, lo singular que habita en cada uno de nosotros.

De ahí que lo que nos enseñan los avatares de la subjetividad psicótica en relación a la mutación que se está operando en la civilización sea apasionante. El psicoanálisis de orientación lacaniana lleva años explorando y tratando las psicosis en el ámbito clínico e institucional, pero que recién ahora, y poco a poco, comprobamos cómo se impregna la cultura con curiosos personajes fuera de la norma. De la misma manera que los héroes de Dostoievsky y Flaubert anticipaban las crisis interiores de la subjetividad neurótica: el conflicto entre el deseo y los ideales, unidos a la inevitable decadencia del nombre del padre; hoy en día, muchos de los personajes literarios de mayor éxito, que suponen mayor verosimilitud, no son neuróticos.

El héroe de El curioso incidente del perro a medianoche, la pareja de La soledad de los números primos, la heroína Lizbeth Salander de Milenium, nos están familiarizando con seres cuya problemática con el goce no se rige por el sentido edípico. La subjetividad psicótica nos enseña que la humanización del deseo, en los tiempos que corren, no responde a la matriz neurótica que Freud encontrara en el análisis de sus sueños y en los síntomas de sus pacientes.

Veamos qué nos dice Daniel Tammet, diagnosticado de síndrome de Asperger, de genio autista, en su precioso testimonio: Nacido en un día azul. Su capacidad extraordinaria para realizar operaciones matemáticas con la velocidad del rayo (es objeto de admiración y estudio) proviene, como decíamos, de sus necesidades más humildes: (…) siento una necesidad casi obsesiva por el orden y rutina que afecta virtualmente a todos los aspectos de mi vida (…) cuando me estreso demasiado y no puedo respirar bien, cierro los ojos y cuento. Pensar en números me ayuda a calmarme. Los números son mis amigos y siempre han estado cerca de mí. Ello revela un uso de lo simbólico, del lenguaje, en este caso, de los números, muy personal, al servicio de calmar la angustia que Daniel conoció desde su nacimiento, y de una manera exagerada. El ha formado un dialecto de goce con los números al que considera “su propio vocabulario visual y numérico”: (...) siempre que multiplico con el 11 experimento la sensación de que las cifras caen dando tumbos en mi cabeza. Los seises son los números que me resulta más difícil recordar porque los experimento como diminutos puntos negros (…) como intervalos o agujeros. Igual que un poeta elige sus palabras, para mí algunas combinaciones de números son más bellas que otras.

Admite que algunos números le producen escalofríos de excitación y placer, otros le incomodan y le irritan cuando no se ajustan a su manera de sentirlos por ejemplo, cuando observa un anuncio en el que un número que para él es azul aparece en otro color. Daniel considera que son los números y no la lengua materna su primer lenguaje, con el que suele pensar y sentir.

Las dificultades extremas con las que tuvo que lidiar demuestran el grado de desamparo frente a la angustia que padece alguien cuando no dispone de un diccionario interpretativo para responder a la realidad mediante el sentido. El lenguaje aparece en su dimensión real, no simbolizada: lo que parecía afectarme tanto era lo inesperado del sonido. Ello implica que la relación al otro es amenazante, inquietante, y el sujeto debe refugiarse en defensas extremas para resolver situaciones aparentemente sencillas de la vida diaria.

Aprender en clase no me resultaba fácil. Tenía dificultades para concentrarme cuando otros niños hablaban de sí mismos o cuando alguien andaba o corría por los pasillos. Me resultaba muy difícil filtrar el ruido externo y solía taparme los oídos con los dedos para concentrarme. El esfuerzo titánico para permanecer vinculado no respondía a razones de orgullo o reconocimiento, sino a la insondable decisión de encontrar su sitio: nunca me preocupó que la profesora pudiera considerarme perezoso o inútil y nunca se me pasó por la cabeza lo que los demás niños pensasen al respecto.

Gracias a una tenacidad incomparable, construyó un mundo en el que ha conseguido inscribir su individualidad a partir de un uso particular de lo simbólico con el que supo resolver el problema del goce de una manera singular; con esa apoyatura construyó el Otro y los otros. Daniel Tamet llevó a cabo un autotratamiento del gran problema de la vida. No se trata de un funcionamiento extraño del cerebro sino de un uso peculiar del lenguaje como medio de goce, lo que llamamos el sínthoma. El psicoanálisis hace posible que estas soluciones de la subjetividad no sean tan escasas y extraordinarias, que ellas sean más accesibles y que, en menor tiempo, con menos trabajo y sufrimiento, se pueda alcanzar su operatividad. El dispositivo analítico toma en cuenta esta dimensión real del inconsciente que no se vincula a su desciframiento sino a un uso lógico que le permite funcionar como sostén de la subjetividad. Este descubrimiento lacaniano constituye la mayor novedad respecto al inconsciente freudiano, del que Freud mismo tuvo una intuición cuando afirmó que en el inconsciente está formado por restos de cosas vistas y oídas. Lo que Lacan, en la Conferencia sobre el síntoma dice de este modo, poético: en el mar del lenguaje somos sumergidos y en él escogemos unas maderitas a las que nos aferramos para no sucumbir.

* Conferencia pronunciada en el NUCEP-Madrid, en el ciclo EL PSICOANÁLISIS EN LA ÉPOCA DE LA GLOBALIZACION.