“Nos amedrentamos delante de esos jóvenes que se colocan en peligro con comportamientos que nosotros mismos engendramos”*. Entrevista a Philippe Meirieu por Jacques-Alain Miller (París)

Jacques-Alain Miller: Muchos dirán que usted ha sido el principal inspirador de una política que condujo a situar al alumno en el centro del sistema educativo. Muchos dicen ahora, que los pedagogos fueron destronados por los cognitivistas. ¿Podría usted comentar, corregir, o incluso desmentir estos rumores?

Philippe Meirieu: ¿Quién puede hoy seriamente pretender haber sido o ser el inspirador de una política? Temo que si hoy mismo un ministro reivindicase esta forma de paternidad acabaría siendo particularmente sospechoso: existen coyunturas particulares, momentos en los que un discurso está en la misma frecuencia de onda con una cuestión concreta; temporalidades que favorecen la emergencia en la opinión pública de nociones frecuentemente antiguas..., y, sobre todo, la instrumentalización política de datos elaborados en el campo de la investigación. Que yo sepa, la expresión “el alumno en el centro”, fue utilizada por primera vez por el pedagogo alemán Disterweg en 1838: un anticlerical radical, sospechoso de simpatizar con la Revolución Francesa y que fue cesado de la Escuela Normal de Berlín donde enseñaba. Después, en Francia, la expresión fue retomada en 1892 por alguien cercano a Jules Ferry, Vicerrector de la Academia de París, y fundador de los liceos para niñas, Octave Gréard. Antes de convertirse, al inicio del siglo XX, en la divisa de la “Nueva Educación” y de la escuela de Ginebra de psicopedagogía fundada por Claparède... ¡Todo esto bastante antes de la Ley de orientación de 1989! Y cada vez, con una significación diferente: se pasa de la bildung clásica –como incorporación cultural singular–, a la valorización del “saber” –visión unificada del mundo–, contra “los conocimientos” –heterogéneos y fragmentados–, antes de insistir sobre el descubrimiento y la construcción por el alumno de sus propios saberes..., todo eso sin la menor alusión al carácter tan directivo de la inteligencia russoniana: “Sólo debe hacer lo que quiere, pero debe querer solamente lo que usted quiere que él haga” (Emilio, libro 2). En 1989, la ley de orientación retoma la fórmula en uno de sus anexos. ¿De qué se trata?: de extraer las consecuencias del fracaso de la democratización de la escuela. Desde 1959 la escolaridad será obligatoria hasta los 16 años, y se abrirán enormemente las puertas de la institución escolar: se democratizó el acceso, pero no se democratizó el éxito a la salida.

Aquellos que eran antiguas víctimas de la exclusión están hoy en el interior de la escuela, pero no tienen éxito. Bordieu se convirtió en una triste banalidad: la escuela reproduce las desigualdades sociales pues practica “la diferencia con las diferencias”. Se construyeron edificios más o menos rutilantes, se reclutaron educadores masivamente, se instauraron sistemas de regulación, (tales como la tarjeta escolar), sin embargo, todo eso forma parte de la gestión de flujos... La ley de 1989 dice: “Ahora se intenta vigilar de cerca lo que pasa con cada alumno. No basta con darle la bienvenida formalmente, es preciso crear las condiciones de su éxito”.

Fui de aquellos que saludaron este movimiento, aunque sin mucha ilusión a causa de sus ambigüedades: ¿Qué éxito para quién? ¿Cómo acompañar a cada alumno en una estructura que continuaba siendo masivamente taylorista? ¿Qué estatuto para la cultura y para el sujeto en una enseñanza que sigue siendo tributaria de una visión conductista de las competencias?

En esa época fui muy timorato e insuficientemente exigente: en nombre de una solidaridad política con todos aquellos que luchaban “por la democratización del acceso a los saberes”, no me distancié lo suficiente de las derivas y los delirios de la “pedagogía de la aptitud”, o de las didácticas estrictamente tecnicistas. Me quedé no obstante inquieto con el uso sistemático de ciertos utensilios que yo mismo había producido: los había concebido como procedimientos de acompañamiento y, explicando que el acto pedagógico no podía en ningún caso reducirse a una racionalidad instrumental. Sin embargo, las instituciones de formación los presentan frecuentemente como remedios-milagro. Cuando yo mismo proponía puntos de orientación modestos, alimentaba sin darme cuenta la fantasía de una tecnología pedagógica todo-poderosa.

Ahora bien, hace mucho tiempo que los pedagogos conocen y analizan la tentación de la didáctica todo poderosa; desde hace mucho tiempo intentan distinguir el deseo de transmitir y el lugar de reproducir, la voluntad de instruir y la insistencia de normalizar. Es lo esencial de su tarea. Tarea imposible, y sin embargo necesaria, a la cual ellos se identifican. Tarea inevitable y reivindicada como objeto de re-examen por diferentes jergas y tentativas sin fin. “Todos los alumnos pueden aprender”, repiten, “es una locura sólo de pensarlo...”, acaban conviniendo. “Todos los alumnos pueden aprender”, pues sin este principio –principio regulador, como diría Kant–, sería mejor dedicarse a otra cosa que a enseñar. Pero es una locura pensar así, pues la educabilidad se puede escapar y, si no integra la negatividad, se puede transformar en un procedimiento totalizante, y hasta incluso totalitario. La educabilidad de todos sólo es tolerable si se articula al reconocimiento de un no-poder radical sobre el sujeto en su acto de conocer. La opacidad de la consciencia y la imprevisibilidad del deseo vuelven imposible toda tentativa de dirigir el acto de aprender. “¡Señor, lo he previsto todo para una muerte tan justa!” Pero justamente, sólo se prevé la muerte...

En ese sentido, la pedagogía no ha sido sustituida por el cognitivismo. Las errancias de la enseñanza programada preceden hace mucho a la banalización del “control cognitivo”. Los pedagogos denunciaron hace mucho tiempo la fantasía de la “fabricación del hombre por el hombre”. Mi maestro, Daniel Hameline habla de todos estos temas desde 1977 en su libro “Le domestique el l’affranchi”. Yo mismo publiqué hace 12 años “Frankenstein pedagógico”, en el cual no dejo duda alguna al lector sobre lo que es, a mi juicio, el carácter central de la cuestión del sujeto en la educación. El corte es claro para mí: separa aquellos y aquellas que reconocen el carácter central de la cuestión del sujeto, de aquellos y aquellas que invocan a las ciencias más o menos exactas para desarrollar todas las formas de control intelectual y social, reduciendo a la persona a lo que son capaces de describir a través de sus máquinas lógico-matemáticas o de reproducir en sus probetas bioquímicas.

Jacques-Alain Miller: Usted demuestra frecuentemente una actitud moderada, pensando cuidadosamente en los puntos a favor y en contra. Sobre lo cognitivo-conductual, sin embargo, usted es muy vehemente, ¿por qué?

Philippe Meirieu: Yo estoy muy inquieto. La modernidad desarrolla con una fuerza y una habilidad inaudita las industrias de la pulsión. Bernard Stiegler habla de una nueva era del capitalismo: “el capitalismo pulsional”. El ambiente entero conspira para susurrar el olvido del niño: “Sus pulsiones tienen órdenes”. Nuestra economía funciona en base al pasaje al acto, tal y como lo hacen nuestros motores de explosión. Lo infantil está en todas partes, es la regresión sistematizada; y el sujeto es instrumentalizado por la maquinaria mediático-comercial. Lacan, él mismo, me parece que había anunciado eso cuando hablaba de “el siglo del niño”. Nuestra evolución le da la razón todo el día, incluso más allá de lo que él mismo hubiese podido imaginar.

En la educación los desgastes son considerables. Los padres están confrontados a comportamientos sistemáticamente desviados, sin posibilidad de comunicarse con los jóvenes que viven en un mundo que ellos ignoran... Los educadores esquivan permanentemente el cara a cara, oscilan entre olas de autoritarismo y tolerancia excesiva. Los educadores están desarmados delante de los alumnos agrupados, masificados..., telecomandados por un falo high tech implantado en el cerebro; incapaces de atender y de concentrarse, gobernando sus afectos en “tiempo real”, con sus móviles refractarios a todo aplazamiento. Y todos nosotros nos amedrentamos delante de esos jóvenes que se colocan sistemáticamente en peligro –y nos colocan en peligro–, con comportamientos que nosotros mismos engendramos y que vivimos legítimamente como una amenaza. Russell Banks escribía en “De neaux lendemains”, en 1991: “Nosotros, todos, perdemos a nuestros niños. Para nosotros es como si todos los niños de América estuviesen muertos. Miradlos, mi Dios, violentos en las calles, llevados hasta el coma en los centros comerciales, hipnotizados delante de la televisión. En el curso de mi existencia algo terrible ocurrió que nos ha raptado a los niños. Ignoro si fue la guerra del Vietnam, la colonización de los jóvenes vagabundos por la industria, o la droga, o la televisión, o el divorcio, o vete a saber porqué diablo. Ignoro cuáles son las causas y cuáles los efectos; sin embargo, que los niños desaparecerán, eso, ¡vaya que si lo sé!”. Así que, en efecto, ¡hay razones para inquietarse!

Y frente a esta inquietud, nuestra sociedad parece tener que elegir entre dos alternativas: la contención o la educación. La contención es la reacción espontánea al “liberalismo autoritario”, cuyo eslogan es: “Libertad para los comerciantes de excitantes... ¡Represión para los excitados!”

La contención es primeramente química: producimos niños “turbulentos” que tildamos de hiperactivos ¡para someterlos a la Ritalina! Es también, evidentemente, el conjunto de los dispositivos políticos y judiciaros, ya que estos últimos tienen por objetivo el mantenimiento del orden: un orden que no se sustenta en ninguna configuración social que permita a cada uno esperar ocupar un lugar..., y no intentar existir tomando todo el lugar. La contención es, en fin, la multiplicidad de los sistemas de localización, de control, de clasificación y de aprisionamiento.

Organizadores celosos, tanto de derechas como de izquierdas, nos preparan un mundo en el que el niño, reducido a un código de barras, será desde la más tierna infancia “orientado en función de sus disposiciones y aptitudes”. Así, la selección antes cuidadosa y artesanal, se arriesga a convertirse en los años venideros en una dimensión industrial. Es posible que, a pesar de los sobresaltos urbanos de todo tipo, no consigamos escapar a la selección sistemática. Testar, evaluar, orientar, verificar, sancionar..., se van a volver –si esto ya no es así-, actividades permanentes y obsesivas tanto en la escuela como en cualquier otra parte.

¡Ningún trastorno debe escapar a la vigilancia de los grandes organizadores del aprendizaje bajo pedido! Cuando un trastorno es localizado permite al pedagogo esquivarlo y a los educadores disculparse, confiando a un ejército de paramédicos al niño reducido únicamente a sus síntomas. Para un caso en el que se esforzarán en acompañarlo en su dinámica psíquica compleja, ¡cuántos casos no habrán de conformarse con un diagnóstico discutible y con una intervención ya programada! Aunque el efecto placebo funcione de tanto en tanto, para los alumnos que se hallen en esa coyuntura, ¡sería tan sencillo como encontrarse con una persona a quien hablarle!

Pero en realidad, lo que se implanta bajo nuestros ojos está muy cerca de los peores escenarios de ficción-científica.

¡No se trata, por eso, de identificar a todos los cognitivistas como los discípulos del Big Brother! No es su voluntad, ni tampoco su “buena voluntad” la que está en cuestión. Es la banalización, en lugares comunes de una extravagante mediocridad, de sus presupuestos metodológicos. Nadie puede desaprobar a un cognitivista por intentar neutralizar metodológicamente, para su trabajo de investigación, los factores que no son relevantes en su campo de competencia. Este no es el problema. El problema es cuando la epistemología se transforma en la ideología del político. El problema es cuando un procedimiento cuya legitimidad en el laboratorio es cuestionable, se vuelve una religión; cuando la comunidad científica se entrega a las manipulaciones de la comunidad profana, cuando ha sido esa misma comunidad científica la que ha organizado la confusión del mundo tal y como ha decidido ver y hablar de ella.

Ahora bien, esto es precisamente lo que ocurre hoy. Porque el cognitivismo-conductual-biologicista representa una reducción de la persona a lo que sería inculcable y controlable, y se presenta así como el cuadro ideológico perfecto para la contención de las pulsiones que nosotros mismos desencadenamos. Su hegemonía universitaria es una forma de consagración que no tiene absolutamente nada de “científica”. Es uno de los síntomas más preocupante en nuestros medios colectivos. Y también una manera de legitimar una multiplicidad de prácticas de segunda mano a partir de las cuales los tecnócratas del trabajo educativo y social –cuadros intermedios de todo tipo–, se exoneran de toda empresa pedagógica: observan, localizan, evalúan, orientan, prescriben frecuentemente a despecho del buen sentido, o de toda forma de discernimiento, enfatizando las intuiciones personales o sus preconceptos sociales con un falso brillo científico. El culto del criterio y de la cifra cumple la función de la política educativa.

Sin embargo, la educación para el pedagogo jamás será reducible a una mecánica, por muy bien que esté engrasada. Se juega en otro lugar, es decir, en la transacción de los deseos y en la temporalidad. Se juega en la construcción de situaciones que permiten la emergencia del sujeto. El pedagogo no se cautiva con lo que ofrece, para permitir la apropiación. Promueve las instituciones contra la coagulación por fusión del “capitalismo pulsional” y, por otra parte, contra la segmentación individualizante del testing generalizado.

El pedagogo abre posibilidades y propicia alianzas. Rehabilita la palabra que piensa contra el imperialismo escolar y mediático del best of. Da tiempo y permite el aplazamiento. Media en el cuerpo a cuerpo proponiendo actividades que orientan las pasiones. Provee ocasiones para metabolizar su propia violencia. Reparte una cultura que, modestamente, liga lo más íntimo con lo más universal sin brutalizar o manipular al otro. Contrariamente al cognitivismo y a sus celadores que están en todas partes, el pedagogo no pretende hacer milagros.

Dios nos guarde bien lejos de eso, de los milagreros: ellos son propiamente ¡peligros públicos!

Traducción del portugués por José Manuel Alvarez (redactor BLOG-ELP)

Philippe Meirieu, Profesor en la Universidad en Ciencias de la Educación. Director del IUFM de la Academia de Lyon.

* Versión -resumida- extraída de CIENDIGITAL---> www.wapol.org/publicaciones/cien_digital/cien_digital_003.pdf

Puede leer la entrevista completa en francés aquí---> www.meirieu.com/ARTICLES/surlecognitivisme.pdf