NATALE IN CASA DE CUPIELLO de Eduardo De Filippo. Irene Domínguez (Barcelona)
Mis comedias son siempre trágicas, incluso hacen reír
E De Filippo
Si quieren ir a ver una obra de teatro seria sobre la familia, vayan a ver Natale in casa de Cupiello; un clásico de Eduardo De Filippo magistralmente puesto en escena por Oriol Broggi. Lo digo en serio, y por eso van a pasarla riendo a carcajada limpia desde el primer minuto hasta la escena final, cuyo broche de oro resignifica todo lo que ha estado sucediendo sobre el escenario.
Una cena de Navidad reúne, bajo el mismo techo, a todos los miembros de la familia Cupiello: el padre, la madre, la hija mayor casada con un marido solvente, el tío tonto hermano del padre que vive con ellos, el conserje, la doméstica y hasta el loco amor de la hija, aparecido imprevistamente por error como amigo del hijo menor: ladronzuelo listillo y el rey de la mama.
La obra pueden imaginarla perfectamente, porque la familia Cupiello no es una familia, es La Familia, es su estructura en tanto tal, y, estrictamente, el único sujeto de la obra. Su escenario inmóvil son las paredes de la casa familiar y en su interior, todos sus miembros hacen ruido, gritan, pelean, se mueven, rompen platos pero sin que nada de todo eso cobre ningún valor trascendental. Sencillamente, no importa. No importa lo más mínimo lo que le sucede a cada uno en particular, puesto que, cada cual encarna una pieza de la estructura. Por eso sus personajes están vaciados de su más estricta singularidad: son encarnaciones de un papel, de un rol perfectamente diseñado en la estructura. La madre, el padre, el hijo y la hija son tomados por su lugar en la maquinaria familiar. Cada cual cree que obra según sus deseos: la hija cree amar a otro hombre distinto al marido con el que desea escapar, el hijo cree ser muy diferente al padre, y seguramente más listo, el padre cree transmitir sus valores (y finalmente veremos que efectivamente algo transmite) pero todo eso es insignificante. El poder de la consistencia lógica de La Familia ni siquiera de esta en particular- va hacer que lo que creen estar deseando cada uno, carezca del más mínimo valor. Lo único que importa es que es Navidad y que, como cada año, como siempre, van a estar juntos. En el argumento surge una situación que pareciera poder amenazarla: la hija pretende fugarse con su amado, pero todos trabajan para evitarlo, y, efectivamente, lo logran. El hijo y el tío también quisieran huir, pero no lo harán, no va a pasar nada, ella, La Familia, siempre es más fuerte. Esa genial imposibilidad de escapatoria nos muestra que la línea separadora entre el individuo y lo social es ficticia, puesto que, La Familia, la estructura, más que ser algo impuesto a los seres humanos, forma parte de la constitución más íntima de la subjetividad.
El humor siempre es un afecto que me toma por sorpresa. Admito que reírme siempre me encuentra desprevenida, y es que, a veces, satisfacción y angustia no están tan lejanas como pudiera parecerlo... Fue Freud el que iluminó las profundas conexiones del humor con el superyó, con esa instancia moral del psiquismo que, gracias a la participación estelar de la culpabilidad inconsciente, nos empuja a dejar de lado nuestras deseos inconscientes en aras de algo superior, más serio e importante. Pero también nos despejó que, lejos de apartarnos del goce, nos sumergía de pleno en él. De ahí ese efecto humorístico tras la puesta en escena de la estructura familiar, en tanto ésta es tan poderosa, que no puede producir dolor o pena. De algún modo, lo que evoca La Familia, nos exige una defensa mayor: nos alejamos de la miseria personal riéndonos de la ajena, como forma de levantar una barrera. Por eso la obra no es tanto una comedia como una tragicomedia, y es por eso que, después de Freud, hay que tomarse muy en serio al humor.
La muerte del padre en la escena final me disculpo por explicar el desenlace pero era inevitable- nos lo muestra en acto: tras la risa perpetua mérito también de su genial interpretación- su desaparición nos conmueve. Porque si bien ese personaje más bien decepcionante, sin capacidad de poder ver nada de lo que ocurre, entretenido en construir un ridículo pesebre, sin ambiciones destacables y punto de confluencia de todas las decepciones de su amada mujer, por no hablar de las del hijo; ese personaje, en el momento de pasar a mejor vida, dejará a los vivos el encargo de seguir asegurando el sostén de su función. Todos honrarán, respetarán e imitarán al Padre. De ahí la sorprendente transformación del hijo a los pies de la cama de su moribundo padre, y por eso el padre, antes de morir, necesita el juramento de su hija para garantizar la perpetuidad de la familia: da igual quien sea el hombre elegido.
Esta obra clásica ilumina de forma magistral la potencia estructural de la función paterna, puesto que, lo que transmite, no es un mensaje con un contenido determinado, no es lo que está bien y lo que está mal, sino algo mucho más fuerte: el reaseguro, a través de sus roles, de la perpetuidad de la estructura familiar en la vida de los seres humanos, por los siglos de los siglos.