Matrimonio homosexual: olvidar la naturaleza. Jacques-Alain Miller (París)

La tradición vaticana quiere que, justo antes de Navidad, el Papa responda a las peticiones de la Curia romana reunida en la Sala Clementina. El discurso de este año alabado por el Observatore Romano como “uno de los más importantes de un pontífice que no cesa de sorprender”, denunciaba: “el atentado (attentato) hecho a la forma auténtica de la familia, constituida por el padre, la madre y el niño”. El soberano pontífice se digna a comentar a estas palabras: “el tratamiento cuidadosamente documentado y profundamente conmovedor” que el gran rabino de Francia había publicado en octubre pasado, bajo el título “Matrimonio homosexual, homoparentalidad y adopción: lo que se olvida decir”.

Estas altas autoridades espirituales, una, que interviene en nombre de “la solidaridad que (la) liga a la comunidad nacional de la cual (ella) forma parte”; la otra, dando cuenta de una preocupación pastoral extendida: “la situación actual de la humanidad”; que da al debate francés sobre el matrimonio para todos; lo que está en juego es fundamental y verdaderamente apasionante.

Sería mezquino utilizar la laicidad para taparse los oídos. Vayamos más bien al argumento. Casar a dos hombres o a dos mujeres, y no más solamente a un hombre y a una mujer, es, nos dicen, negar la diferencia sexual. Ahora bien, ¿no está dicho desde el primer capítulo del Génesis “él los creó macho y hembra”? Esta dualidad es a la vez un don divino y un don natural. La misma pertenece a la esencia de la criatura humana, dice el Papa, “la misma es constitutiva de su propia naturaleza”. Es un hecho de la naturaleza, penetrado de intenciones espirituales, interpreta el rabino, que sostiene: “la complementariedad hombre-mujer” como un principio de estructura esencial a la organización de la sociedad y admitida por “una amplia mayoría de la población”.

Una animosidad aparece, vehementemente en el judío, distanciada en el otro. Se comprende al leerlos que el proyecto de ley socialista perturba al plan divino, y que es a la vez blasfematorio, contranatural y antisocial. Gilles Bernheim presta a los “militantes del LGBT, el proyecto de hacer explotar los fundamentos de la sociedad”. Joseph Ratzinger estigmatiza la pretensión del hombre a farse da se, a hacerse por si mismo: negación del Creador que es negación de la criatura y que usa de la misma “manipulación de la naturaleza que deploramos hoy cuando concierne al entorno”.

El Observatore habla, por otra parte, de proteger “la ecología humana y familiar”. Ninguno perdona a Simone de Beauvoir que había escrito en 1949 “no se nace mujer, se hace”. Este frente judeo-cristiano unido, enraizado en el mimo relato bíblico enmascara fisuras. La ley judaica, en el origen, hacía del matrimonio un acto profano, un contrato civil, antes que fuera una ceremonia religiosa en la época talmúdica. Hay en Santo Tomás, entre lex naturalista y lex divina, una relación más finamente articulada que en el augustinismo papal. La doctrina luterana de los dos reinados, torna difícil, pese a Karl Barth, dar a la naturaleza una traducción en términos de ley positiva. Los psicoanalistas no están menos divididos. Muchos de entre ellos aportan al discurso religioso el aporte de un Freud que suscribía al aforismo de Napoleón: la anatomía es el destino.

Cuando M. Bernheim evoca “las estructuras psíquicas de base” necesarias al niño ¿es la Biblia quien lo inspira? Más bien piensa en este Edipo del que Lacan preveía, ya hace mucho tiempo, que serviría un día para volver a hinchar la Imago de un padre deteriorado por el ascenso del capitalismo. Sin embargo, despejar la estructura del drama edípico borra los personajes para hacer resurgir funciones. La función del deseo, refina a la transgresión y desafía toda norma, porque está determinado por la ley (según la palabra de San Pablo: conocí el pecado solo por la ley). La función del goce, que no los toma jamás la primera vez más que por sorpresa y fractura, les deja una marca condenada a repetirse. Nada en la experiencia analítica atestigua de la existencia de una relación de armonía preestablecida entre los sexos. Esta relación, sin duda, se la elucubra bajo mil formas imaginarias, instituidas e individuales. Pero, en definitiva, lo que el inconsciente grita hasta desgañitarse, decía Lacan, es que la relación sexual no existe.

Estamos en ello. La naturaleza deja de ser creíble. Desde que se la sabe escrita en caracteres matemáticos, lo que ella dice cuenta cada vez menos, se retira, cede el lugar a un real tipo bosón de Higgs, que se presta al cálculo y no a la contemplación; el ideal de la justa medida ya no es operatorio. Si la ciencia vehiculiza la pulsión de muerte que habita a la humanidad, ¿creen ustedes que un comité de ética, incluso interreligioso, pueda endilgárselo? Es hoy lo patético de la fe. Escuchemos al poeta, cuando él se llama Paul Claudel: Hay otra cosa para decir a las generaciones que vienen que esta palabra fastidiosa “tradición”.

Traducción: María Inés Negri

From: Lacan Cotidiano 265

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