Los Derechos del Niño*. Fernando Martín Aduriz. (Palencia)
Proclamados solemnemente en 1959, en la conocida como Declaración de Ginebra, olvidados cuando ha sido menester, pisoteados allí donde interesó, los Derechos de la Infancia han ido relegándose en las sociedades del bienestar, allí donde el principio de autoridad declinó, en nombre precisamente de realzar los deberes.
Tal es el vicio extendido de recalcar la ristra de deberes de la infancia cuando alguien osa alzar la bandera de sus Derechos, que hasta en los recintos en los que otrora se cuidó especialmente al niño, como en los dispositivos médicos o psicológicos, y especialmente en los pedagógicos, ha comenzado una corriente que olvida esa Declaración de la ONU. Que la olvida hasta el punto de ignorar que es una conquista de la civilización.
Y así, bajo las sutiles y modernas técnicas de persuasión, se ningunea sistemáticamente el inalienable derecho del niño a expresar sus opiniones, a opinar libremente, a expresarse sin coerción. Su Derecho a la libre expresión no gusta, pese a que explícitamente está presente en nuestra legislación desde 1989 en que la ONU redacta también la Convención de los Derechos del Niño. Y si se sigue la lista de Derechos y se topa con el que proclama que los niños tienen derecho a dar a conocer sus opiniones, a compartir sus puntos de vista con otros, o a la libertad de conciencia, parece que algunos modelos impositivos que supuestamente se despliegan por su bien, están más orientados en los fantasmas sádicos de sus mentores que en el respeto a la infancia y sus derechos conquistados tras siglos sin ellos.
Siempre se hace hincapié en algunos Derechos incuestionables: derecho a la protección contra el descuido o trato negligente, a la protección contra las minas terrestres, a la protección contra todas las formas de explotación y abuso sexual.
Pero en estas nuestras latitudes se olvida que también hemos proclamado que los niños tienen derecho a la intimidad. Y así, muchos profesionales de lo pedagógico y lo psicológico entran a saco no sólo en las vidas paulatinamente medicadas de nuestros niños, sino, lo que es peor, ninguneando su derecho a la libre expresión y a su singular modo de estar en el mundo. Confundiendo educación y servilismo, están sentando las bases para que un buen día nos levantemos y contemplemos un escenario en el que la infancia directamente no tenga nada que decir, salvo tomar la píldora y callarse. Y no pensar.
* Publicado en DIARIO PALENTINO. Con la amable autorización del autor.