La raíz de la autoridad no está en el padre, sino en el lenguaje: ¿lenguaje inclusivo o incluyente? ¿Cómo entender el lenguaje inclusivo desde el psicoanálisis?*

Por caminos diferentes, el psicoanálisis y el feminismo que apuesta por el lenguaje inclusivo pueden coincidir en la afirmación que introduce el encuentro de hoy: en el lenguaje radica una autoridad para los humanos. Pero bien es verdad que de ese nodo de coincidencia dos caminos muy diferentes se bifurcan. Desde el psicoanálisis entendemos que esta autoridad se encarna en significantes absolutamente singulares que, viniendo del Otro primordial, tocan el cuerpo para servir de soporte al sujeto con efectos de goce. Para el feminismo que apuesta por el lenguaje inclusivo, sin embargo, se entiende que esta autoridad proviene del lenguaje común tomado como un universal, igual para todos, que al estar marcado por la ideología patriarcal tiene efectos de ‘performar’, de dar forma a un tipo determinado de subjetividad marcado por la desigualdad en lo que se refiere a la diferencia sexual. Es notable que, para ambos discursos, esta autoridad se da más allá de lo consciente, pero ambas se diferencian en que, mientras para el psicoanálisis ese Otro del lenguaje sólo se encuentra marcado por la singularidad de los seres hablantes, para el feminismo es un Otro desigualmente marcado para hombres y mujeres.

El feminismo que apuesta por un lenguaje inclusivo parte de la constatación de que en el uso del lenguaje común hay una serie de sesgos que no pueden considerarse aleatorios desde la perspectiva de la diferencia entre los sexos.

Por un lado, destapa que en la apropiación del campo de lo neutro por el género del masculino gramatical, el uso del masculino genérico, en su ambigüedad potencial, favorece la invisibilización de las mujeres. Por ejemplo, si afirmamos que “un equipo de investigadores ha descubierto un nuevo tratamiento contra el cáncer”, estamos seguros de que hay hombres en el equipo, pero si hay o no mujeres queda invisibilizado. La afirmación no despierta lo femenino en lo imaginario, salvo que el imaginario del escuchante ya esté poblado de antemano de imágenes de “investigadoras mujeres”.

Por otro lado, constata que palabras que existen en el lenguaje común tanto en masculino como en femenino cambian su valencia de significado según el género. Las opciones masculinas tienen un valor positivo o neutro, mientras que las opciones femeninas tienen un valor negativo o de menor valor respecto a sus contrapartes masculinas, y no ocurre al contrario. Por ejemplo, “hombre público”, es un hombre conocido socialmente por sus méritos, mientras “mujer pública”, es prostituta; “gobernante” es un hombre encargado del gobierno de una nación, mientras “gobernanta” es una mujer encargada de la organización de una casa, hotel o residencia; o “brujo” carece del matiz altamente peyorativo de “bruja”. En este marco, observamos que ha sido imperceptible la feminización de profesiones o trabajos que tienen menor valor social: “asistenta”, “limpiadora”, “cajera”, “dependienta”, mientras que ha habido y hay una mayor resistencia a asumir este cambio en profesiones o trabajos de prestigio: “jueza”, “médica”, “ingeniera”, “ministra”, “presidenta”. Encontramos pues este sesgo de desvalorización de lo femenino.

En un tercer lugar, encuentra un trato asimétrico en el uso estereotipado del lenguaje que a menudo pasa desapercibido, los hombres suelen ser nombrados por su nombre y apellidos, por su profesión, por su estatus social, por su nacionalidad, mientras que las mujeres suelen ser nombradas como “una mujer”, o son designadas por sus cualidades físicas, por su forma de vestir, por su estado civil, por su relación con otra persona: “esposa de”, “madre de”, “hija de”. A este respecto, es significativo que para los varones exista un único tratamiento de cortesía como “señor”, mientras que para las mujeres todavía exista la diferencia entre “señora” y “señorita”, para señalar si existe su vinculación sentimental, conyugal o de pareja de la mujer en cuestión con un hombre.

Estos sesgos son interpretados por el feminismo como una consecuencia de una sociedad patriarcal y desigualitaria en lo que a la diferencia sexual se refiere. Desde la perspectiva del psicoanálisis, la dificultad con lo femenino y la invisibilización, la desvalorización, el recurso a lo imaginario o a la vinculación con el otro como modos de tratar con ello tampoco resultan ajenos. De hecho, a esto apunta Lacan cuando juega con el lenguaje diciendo que a la mujer se la dit-femme- diffâme1. Es decir, en el intento de decir a la mujer, se la difama, se la dice mal, se la mal-dice. Lo femenino no entra bien en el orden del lenguaje.

Desde el inicio del psicoanálisis se constata que lo femenino es un obstáculo. Con Freud, es obstáculo en el orden del padre que el Edipo intentaba articular y es una objeción al poder organizador que el “tener” un pene parecía ofrecer. Y con Lacan, acabaremos ubicando lo femenino en el territorio de un goce que es refractario a todo ordenamiento.

La dificultad que lo femenino representa para el orden establecido es entendida de forma muy distinta por el discurso analítico y por el feminismo e implica, en consecuencia, praxis muy distintas. Como sabemos, el psicoanálisis invita a la experiencia única de encontrarse con un psicoanalista para ir desbrozando el entramado de significantes que armaron al sujeto para hacerse con este goce fuera de orden que lo femenino puede representar, y así poder producir otro anudamiento menos sufriente que aquel que le llevo al análisis. Mientras que el feminismo apuesta por “forzar” un cambio en el lenguaje universal a través del lenguaje inclusivo para que deje de estar tocado por este tratamiento desigual en lo que se refiere a lo femenino, con la esperanza de que este cambio hará posible que lo que lo femenino representa deje de ser “difamado”, “mal-dicho”, “mal-dito” por el lenguaje.

¿Cómo leer desde el psicoanálisis la posición del feminismo que apuesta por el lenguaje inclusivo? En los años 70, Lacan propuso con sus fórmulas de la sexuación dos modalidades de respuesta a este goce fuera de orden. En la modalidad masculina, se da la suposición de que este goce va a poder “ordenarse y dominarse” por la función del falo. Ante la constatación de que esto no es así, cuando el falo falla y el sujeto se ve enfrentado a dicho goce, la lógica masculina ofrece la posibilidad de creer en la excepción: existe “al menos uno” que sí que logra cubrir todo por medio de la función del falo. Así el sujeto que opta por esta modalidad puede vivir aspirando a identificarse a esa excepción.

Mientras tanto desde la modalidad femenina, el sujeto se encuentra dividido entre la constatación de que la función del falo, por un lado, permite cierto grado de ordenamiento y de dominio de ese goce; pero, por otro lado, no puede dejar de comprobar que está afectado por algo que le excede, que no logra ser conquistado por esta función. En la modalidad femenina, el sujeto navega entre dos aguas, se mueve en la posición que Lacan ha identificado con la función lógica del no todo. El sujeto en posición femenina surca, como puede, los territorios del no todo se halla bajo la función del falo.

Sabemos que no es automático que por tener un cuerpo biológicamente masculino, un sujeto se sitúe en la lógica masculina, ni viceversa, que por tener un cuerpo biológicamente femenino, se sitúe en la lógica femenina. Pero tampoco podemos afirmar que sea lo mismo estar en la lógica masculina desde un cuerpo de hombre que desde un cuerpo de mujer (o desde un cuerpo masculino que no logra vehiculizar el goce condensándolo a través del funcionamiento fálico de su pene). Desde un cuerpo femenino se complica el funcionamiento de la lógica masculina, puesto que las vivencias del cuerpo real (por ejemplo, el desconocimiento de la experiencia de la tumescencia/ detumescencia del pene o la experiencia del ciclo menstrual) así como el efecto que se tiene en el otro por tener un cuerpo de apariencia femenina, imponen con más empuje ese goce que no logra ser fácilmente canalizado por la lógica fálica. Asimismo tampoco es lo mismo estar en la lógica femenina desde un cuerpo femenino que desde un cuerpo masculino, ya que la pregnancia de la experiencia de la tumescencia/ detumescencia y de la dependencia de un objeto que la despierta o no más allá de la voluntad del sujeto conllevan mayor ceguera respecto al goce que queda por fuera de la función fálica.

Por otro lado, para todo ser hablante es más fácil situarse en la modalidad masculina en tanto que el orden del lenguaje y la cultura se construyen dentro de la lógica fálica. De manera que ubicarse en la lógica masculina es una salida primera o espontánea para muchas mujeres ante el encuentro con ese goce refractario al orden. Así Freud localizó la identificación masculina como una de las respuestas de las mujeres ante la dificultad de lo femenino y Lacan explicó la lógica que relacionaba esta respuesta con la estructura histérica, dando incluso a esta respuesta el estatuto de discurso, el discurso de la histeria.

Entendemos entonces que la apuesta del lenguaje inclusivo se da desde la lógica masculina, ya que es un intento de ordenar bajo el orden fálico este goce que lo femenino representa, aspirando a que las mujeres como encarnaciones de lo femenino puedan llegar a ser como el otro imaginado de la excepción, en este caso, ese hombre supuestamente todopoderoso con el que a menudo dialoga el discurso feminista. Pero, entendemos además que esta respuesta se da desde un cuerpo femenino o masculino que no logra condensar el goce en el funcionamiento fálico del pene (de ahí que el lenguaje inclusivo se extienda a alternativas de identificación sexual, como la no binaria, o la transexualidad).

Cuando se responde a este goce indomable con la modalidad masculina desde un cuerpo masculino, es más fácil poder identificarse imaginariamente con el Otro de la excepción, y que esta identificación sirva de sostén para orientar la vida en intentar ser uno mismo ese Otro de la excepción. Pero cuando se responde con la modalidad masculina a este goce desde un cuerpo femenino o asimilado, este Otro de la excepción no es tan fácilmente utilizable como medio de identificación. Así se produce un viraje que caracteriza al discurso de la histeria, el Otro imaginado como no afectado por la castración se convierte en un Otro al que el sujeto dividido reclama, en su supuesta omnipotencia, un “arreglo” para eso que no se logra domesticar. Pero el hecho es que la estructura no perdona, ese goce es refractario a ser tratado por el lenguaje y por la lógica fálica. Por lo tanto, esta posición se encontrará con la imposibilidad implacable de que su demanda se vea satisfecha. Así la ferocidad de la reivindicación hacia ese Otro no encuentra otro camino más que crecer, mientras esta imposibilidad sea leída como impotencia.

Desde esta impotencia no reconocida como imposibilidad las políticas de lenguaje inclusivo, transforman su reivindicación al Otro en un forzamiento, en un “ejercicio de poder”2 sobre el lenguaje y su uso. Los detractores de la apuesta por el lenguaje inclusivo, por su parte, no dejan de situarse asimismo en “el ejercicio de un poder”, ya que ambos fracasan en el intento de “sostener auténticamente una praxis”. En este caso, la praxis que implica hacer algo con ese goce fuera de orden que se impone (y que es representado por lo femenino u otras alternativas de identificación sexual), la praxis del “saber hacer” con el no-todo bajo la ley del falo que hace vivible ese goce.

Sin embargo, no podemos olvidarnos del valor que Lacan reconocía al discurso de la histeria de hacer avanzar el saber. ¿Cómo podemos entender este avance en el saber en lo que respecta a la apuesta por el lenguaje inclusivo?. Esta apuesta hace saber al discurso del Amo acerca del impasse del dit-femme/diffâme lacaniano. Hace saber que el Otro del lenguaje no es un Otro neutro únicamente marcado por la singularidad de los seres hablantes implicados, sino que es un Otro marcado por su modo peculiar de tratar lo femenino. El Otro del lenguaje que encarnaron nuestros Otros primordiales se acercaba a lo femenino desde la invisibilización, la desvalorización, el recubrimiento por lo imaginario y la referencia a su relación al otro y es muy distinto del Otro del lenguaje que encarnan los Otros primordiales hoy en el que se criminaliza cualquier acercamiento al antiguo modo de tratar lo femenino y en el que lo masculino está en el banquillo de los acusados.

Desde esta hipótesis quizás se podría entender que el cuestionamiento que hoy viven los sujetos respecto a las identificaciones sexuales y a la multiplicación de las formas de goce, sería hijo de que sus marcas singulares vienen de un Otro del lenguaje afectado por las revueltas que supusieron los movimientos de “liberación” que prosperaron en la segunda mitad del siglo XX. En ese caso, estaría por ver qué efectos tendrá este forzamiento del Otro del lenguaje que implica el lenguaje inclusivo en las marcas singulares de los seres hablantes que ahora llegan a él.

*Este texto fue presentado en la Comunidad de Madrid en el espacio Tercer encuentro hacia PIPOL 11.

 

Notas:

  1. Lacan, J. El Seminario, libro 20, Aún, Buenos Aires, Paidós, 2008, p. 103.
  2. Lacan, J. “La dirección de la cura y los principios de su poder”, Escritos 2, México, Siglo XXI editores, 2003, p. 566.