La patologización generalizada del DSM

Texto publicado por el autor en Facebook el 3 de abril de 2022.

“Entonces Dios formó de la tierra a todos los animales salvajes y a todas las aves del cielo.
Los puso frente al hombre y el hombre escogió un nombre para cada uno de ellos”
Génesis 2:18-20.

 

Se cumplen 70 años de la primera edición del manual DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), considerado la Biblia de la psiquiatría. Durante estas siete décadas conoció reediciones y actualizaciones, la última de las cuales fue el DSM-5, hasta que el proyecto quedó definitivamente concluido. No obstante, y aún cuando la Organización Mundial de la Salud ya no recomienda su empleo, en la práctica el DSM-5 sigue siendo el método clasificatorio y diagnóstico más utilizado. Ni siquiera las críticas posteriores de algunos de los psiquiatras que participaron en su redacción (como el doctor Allen Frances) han impedido que sigan vendiéndose millones de ejemplares y que su sistema de “etiquetado” sea el más habitual en los informes psiquiátricos.

El proyecto tuvo la ambición de obtener una taxonomía tan completa y universal de la conducta humana, que ni una sola acción, estado de ánimo o actitud no fuese capturado por la poderosa omnivisión del manual. Al mismo tiempo, la patologización global de la existencia del ser hablante condujo al empleo de la sobremedicación y al complemento de la terapias cognitivo-conductuales, a las que la psiquiatría les ha dado el sello de calidad “científica”. Las consecuencias de esta gran empresa (financiada por las multinacionales farmacéuticas que con gran generosidad e interés humanitario aportan enormes fondos a las universidades) han sido, entre otras, el aumento exponencial de la medicalización, una suerte de toxicomanía generalizada. Solo en España el consumo de antidepresivos ha aumentado un 45 por ciento en los últimos diez años. Las razones son múltiples, pero entre ellas se encuentra el malestar social creado por las condiciones de precariedad social, laboral y económica. Sobremedicación y sobre explotación van siempre de la mano.

Posiblemente el Trastorno de Atención e Hiperactividad, enfocado en primer lugar a la infancia y extendido luego a los jóvenes y adultos, sea uno de los ejemplos más relevantes. El número de sujetos atrapados en la red clasificatoria e hipermedicados ha cobrado una extensión epidémica, con la perversa paradoja de que el abuso de la medicación es también considerado por el célebre manual como un trastorno. Todo el proyecto fue desde sus inicios no solo una batalla de mercado -la monetización de cualquier conducta con el aval pseudo-científico de estadísticas y supuestas evidencias neurológicas-, sino también epistémica. Se trataba de erradicar el psicoanálisis, de derrumbar su edificio teórico, clínico y ético, para sustituirlo por categorías que eliminasen la singularidad del sujeto del inconsciente tomado en lo más específico de su ser. Esa diferencia íntima que nos constituye, eso que le da a cada experiencia humana un valor irrepetible, fue el objetivo a combatir.

De acuerdo con el manual, el número de trastornos clasificados como patológicos es inconmensurable, y las sucesivas reediciones recibieron tantas críticas provenientes incluso de asociaciones de psiquiatría y psicología, que debieron llevarse a cabo cambios que se adaptasen a los nuevos tiempos. La homosexualidad dejó de ser considerada una aberración sexual, pero no se abandonó la idea de que un niño desobediente puede ser calificado de “trastorno negativista desafiante”, si cumple con una serie de criterios estadísticos cuya interpretación está totalmente librada al arbitrio del operador “psi”, quien define lo que es “perder los estribos con frecuencia” o “mostrarse habitualmente enojado o resentido”. La Biblia psiquiátrica rompe toda conexión entre la conducta y su contexto, entre la manifestación de un síntoma y el orden de causalidad vinculado al concepto de inconsciente.

Podría argumentarse que el psicoanálisis también es un discurso que se dirige a lo que no funciona, al extremo de que hace de la locura el paradigma de la condición humana. La locura entendida en el sentido de que habitamos una ficción que muchas veces se disimula en el flujo de la comprensión imaginaria que caracteriza al discurso corriente. Pero la diferencia es absoluta. La patologización generalizada del DSM se sostiene en el ideal mortífero de una normalidad formateada, esa normalidad deshumanizante al servicio de la ingeniería social. El DSM nombra al sujeto para un destino, lo fija a partir de un juicio externo, y lo emplaza en un proceso de trazabilidad vigilado por fármacos, reeducación conductual, curriculums vitae, aseguradoras, control de riesgos bancarios, y un largo etcétera.

El psicoanálisis, en cambio, es una oportunidad para el saber. Un “tú puedes saber aquello que tu síntoma dice de ti, y puedes saberlo si te encaminas a la posibilidad de descifrar su sentido y la función que cumple en la economía libidinal de tu vida”. Lo que está en juego no son solo abordajes terapéuticos diferentes, sino dos concepciones antagónicas del ser, una como ente neuronal, la otra como poética del inconsciente.