La autoridad perdida*. Antonio di Ciaccia (Roma)

En relación a la cuestión de la autoridad en nuestras sociedades se ha desarrollado una actitud doble y contradictoria: por una parte, se manifiesta con respecto a eso una profunda desconfianza, con el intento de desembarazarse de ello; por otra parte, se denuncia su carencia cada vez más dramática. Esto se observa en los ámbitos más diversos: dentro de la familia, en la política y en el mundo social.

Franco Marcoaldi ha realizado una investigación para el diario La República sobre esta “autoridad perdida”. Le hemos entrevistado para Lacan Cotidiano: “Esencial en toda vida humana, la autoridad es, de lejos, la figura social más evasiva” nos dice. “Se puede deslizar hacia un autoritarismo completamente nefasto o, por el contrario, hacia una saludable autoridad, que tiene lazos con el poder sin yuxtaponerse a él”.

La autoridad es algo más que un consejo y menos que una orden” decía Mommsen. Y Hannah Arendt concluía: “Si queremos definir la autoridad, es necesario distinguirla de la coerción y de la persuasión”. Así tenemos el laberinto que contiene la tríada auctoritas-traditio-religio que, siempre según Hannah Arendt, caracterizaba a la Antigüedad, especialmente al mundo romano, y que desde entonces se ha ido disolviendo hasta la época moderna.

Para avanzar en su investigación, Franco Marcoaldi se apoya en las posiciones avanzadas por cinco interlocutores. El primero es Alain Touraine. Según el sociólogo, no es la autoridad en tanto que tal lo que ha desaparecido, sino sólo la que se funda sobre una ley absoluta, que sería de naturaleza religiosa.

Nuestro mundo está secularizado, regido por los principios de la ciencia y de la técnica, y los fundamentos de esta nueva autoridad son los derechos fundamentales del hombre.

Al respecto, Touraine reprende a Hannah Arendt, que afirmaba “que lo que define al ser humano es el derecho a tener derechos. Lo que corresponde a la interiorización de la autoridad más absoluta”.

A estas declaraciones relativamente optimistas, el italiano Vittorio Sermonti, que es el segundo interlocutor de Franco Marcoaldi, va a objetar: Vivimos “en un campo de tensión entre el deseo de autoridad y el terror del autoritarismo. O, más exactamente, al contrario, entre el deseo de autoritarismo y el terror de la autoridad”. Lo que es cierto, es que esta aspiración tan difusa como confusa que reclama la restauración de la autoridad, poco importa cuál, choca con una dificultad suplementaria, a saber que su demolición ha sido al mismo tiempo reemplazada por el culto al poder. “El valor-poder ha invadido el espacio valor-autoridad, y lo ha colmado a la vez que lo ha vaciado”.

Su tercera interlocutora, Elisabeth Badinter, comparte con Sermonti la preocupación por los efectos de la gran ola de anti-autoritarismo de mayo 68 “que ha llevado un formidable ataque a las ideas que se apoyan sobre la autoridad y la ley, en provecho de la satisfacción del deseo y la pulsión, declinados de diferentes maneras”. Ella considera que hemos llegado ahora al fin de esta revolución, de la que no hay que subestimar los efectos positivos. Pero si se han abierto puertas y ventanas, también es evidente que “el progresivo triunfo del deseo ha alcanzado actualmente un umbral peligroso. Ha llegado el momento de poner límites, de volver al respeto a la ley. Estamos ahora en los márgenes de la barbarie”.

Existe también sin embargo otra Ley, la Ley divina. En este terreno, su cuarta interlocutora, la teóloga Gabriella Caramore, después de haber subrayado la cara todavía demasiado autoritaria de la Iglesia, habla de la necesidad, por parte de muchos creyentes, de regresar a la fuente original de la cristiandad: la Biblia, el Evangelio. Experimentan la necesidad de descubrir de nuevo la autoridad del Cristo del que hablan las Escrituras, reconocida como tal porque propone “palabras y acciones fundadas sobre la convicción, la coherencia, la verdad y el riesgo”.

El quinto interlocutor es Richard Sennett, de la London School of Economics, que había escrito en 1981 un volumen importante sobre la autoridad que él define como una “relación temporal”, de “unión entre desiguales”, de “voluntaria sumisión”. Si se le sigue, es solamente si reconocemos en nosotros la necesidad de autoridad, como podremos quitar la espina de la omnipotencia; y desde entonces ponerla a distancia y relativizarla. Para él, el factor que va a relativizar la autoridad es el tiempo, porque “nadie es fuerte ad vitam aeternam”. En efecto, “la autoridad no es más que un proceso, un flujo, una relación, una práctica”. Es por esta razón por la que Sennett, como ejemplo de una buena autoridad, utiliza la del director de orquesta o, de manera más general, la del artista, que se aleja de toda idea estática, rígida y fija -como pretende el poder político autoritario- volviendo a ponerse constantemente en discusión.

Conviene, recuerda Sennett, recentrar la reflexión sobre el homo faber, porque son los objetos y las obras de arte las que representan el lazo sólido entre generaciones. “La relación con la autoridad -dice- puede revelarse como aprovechable si la pensamos a modo de ritmo cardíaco, como una sucesión continua de sístoles y diástoles.

En esta panoplia, otro autor tendría su lugar, nuestro amigo Franco Marcoaldi me lo ha recordado: se trata de Alexandre Kojève y de su libro La noción de autoridad, publicado justo en 2004 en Gallimard. Pero le he recordado que Lacan también tiene su lugar, con su “evaporación del padre”, cuya “la huella, la cicatriz” es “la segregación” que es “lo que caracteriza nuestra era”(1).

El psicoanálisis ha desvelado lo que ha llamado “la economía del goce”. El texto de Jacques-Alain Miller, Una fantasía, nos abre en ese ámbito, perspectivas inéditas.

Nota:

(1) Pasajes extraídos de una brevísima intervención sin título de Lacan, durante las Jornadas de la EFP, celebradas en Estrasburgo en octubre de 1968, publicada en las Lettres de l´École freudienne, nº 7, marzo de 1970, pág. 84

* From: Lacan Cotidiano -Selección de textos- nº 135. www.lacanquotidien.fr