HISTORIA DE UNA VIDA, de Appelfeld, (Segunda Parte). Por Julio González (Bilbao)

El autor tratará, entonces, de dar un significado al acontecimiento pasado, trata de restituir el sentido, de un modo que nos recuerda un punto de la conferencia que Éric Laurent dio en Madrid el 8 de mayo de 2004, (El psicoanálisis, núm. 7, Madrid: ELP.) y que dice así: “El tratamiento que se deduce de este modelo es el siguiente: en caso de trauma, hay que llegar a dar sentido a lo que no lo tiene. Es el tratamiento por el sentido. El psicoanálisis se inscribe entonces, con otras psicoterapias, en una voluntad de no limitar el trauma a un fuera-de-sentido cuantitativo [1]. Considera que, en el accidente más contingente, la restitución de la trama del sentido, de la inscripción del trauma en la particularidad inconsciente del sujeto, fantasma y síntoma, es curativa” (El psicoanálisis, op. cit., p. 42.) Entonces, podríamos hacer un cierto paralelismo: para Appelfeld las palabras encarnadas frente a los tópicos, frente a las palabras que ocultan y obturan el silencio, la masa oscura; para el psicoanálisis las palabras que rescatan la particularidad inconsciente del sujeto, síntoma y fantasma, frente al parloteo de las técnicas cognitivas de tratamiento del trauma.
Son dos las palabras que el autor evoca en primer lugar: erdbeeran, del alemán, “fresas”, pala-bra que evoca las palabras y los silencios de la lengua materna; mistame, del yidish, "probable-
mente" en boca de su abuela materna. Junto a ello su encuentro con el hebreo, la lengua con la que habla Dios, de mano del abuelo materno, lengua para él totalmente desconocida, encuentro que muestra una cierta torsión, un borde que da cuenta de la categoría de lo real y que le deja sin posibilidad de hablar: “la mudez crece en mí” (pág. 18).
La situación es la siguiente. De niño va con el abuelo a la sinagoga para celebrar el Shabbat. Él desco-noce el hebreo, la lengua de Dios, pues su madre no se la enseñó “algún tipo de malentendido la llevó a olvidarla”. Durante las oraciones ve a Dios venir y sentarse entre los leones que adornan el Arca. En el momento en el que se va a abrir el Arca para la lectura de los textos sagrados, la Torá, Dios desaparece y él se queda sin palabras. Ver a dos niños de su edad que ya se levantan como adultos para rezar le deja sin palabras, la mudez se apodera de él. Piensa que cuando acaben los murmullos él se quedará solo cara a cara con el Dios que habita en el Arca y que no llega. Cuando el Arca se cierra piensa que todo es un sueño y que al despertarse su padre le sacará del hechizo –cree en el padre-. Es el abuelo quien le invita a salir y una vez fuera, una vez que está consigo mismo experimenta un miedo atroz, incomprensible,
un miedo “palpable” en el que siente dedos extraños que se clavan así como arañazos profundos en su cuer-
po. Es una descripción en la que me parece que Appenfeld nos sitúa la dimensión traumática que para él tuvo la lengua en tanto acontecimiento en el cuerpo. La torsión de un real, la dimensión de un silencio, el enigma palpable al que responderá el síntoma con su sentido. Un elemento a destacar de esta escena, el silencio, su mudez, elemento que nos indica un exceso, un efecto traumatizante que atrapa al cuerpo y que reaparecerá en los años que estuvo escondido en el bosque durante la guerra y que da cuenta de su relación con el lenguaje.
Propongo considerar que para el autor buscar “un nuevo lenguaje” que incluya el silencio tiene el valor de síntoma.
No podemos olvidar que, tal y como nos cuenta, antes del estallido de la guerra hablaba cuatro idiomas (alemán, yidish, ruteno, rumano) lenguas que habían constituido para él una lengua única con “mucho espacio para las sensaciones, para las sutilezas de los sentimientos, para la imaginación y para la memoria. Hoy en día esas lenguas ya no viven en mí, pero siento sus raíces en mi interior. A veces basta una palabra para hacer resurgir escenas completas como por encanto” (pag.103). Appelfeld trata esta lengua materna al igual que el objeto perdido “cuando el idioma se extinguía en mi interior, sentí que mi mama había muerto otra vez...(/)...¿Qué haría sin un idioma?. (Pág. 105).
Al ser liberado quiso aprender a rezar en hebreo, pertenecer a la comunidad de los que rezan para encontrar el sosiego. Posteriormente fue a Israel donde encontró el olvido. Allá aprendió el hebreo, y cada vez más olvidaba su lengua materna. El aprendizaje de la nueva lengua le era totalmente impuesto, era un “idioma de soldados” (pág. 106), era un lenguaje mecánico, no encarnado. Intentó ser un escritor israelí hasta que finalmente “me esforcé por ser lo que realmente era: un inmigrante, un refugiado, un hombre que lleva en su interior al niño de la guerra, a quien le cuesta hablar y se esfuerza por narrar con el menor número posible de palabras”. (pág.116). Mantener abierto el silencio permite que la lengua tenga resonancias, permite un “conocimiento íntimo de la lengua” (pág. 110).
La manera que encuentra es la ficción, no el testimonio. “Sobre la Segunda Guerra Mundial se escribieron principalmente testimonios, que se consideraban una forma de expresión auténtica. En cambio, la litera-tura se percibía como una invención. Yo ni siquiera tenía testimonios. No recordaba nombres de personas ni de lugares, únicamente oscuridad, murmullos y movimientos. Sólo más tarde comprendí que aquella mate-ria prima era la sustancia vital de la literatura y que de ella se podía crear una historia interior.
Digo “interior” porque en aquel momento se consideraba que la crónica era depositaria de la verdad. La expresión interior todavía no había nacido...Mi poética se formó al comienzo de mi vida...todo lo que vi y absorbí en casa de mis padres y durante la larga guerra. En aquel entonces tomó forma mi relación con las personas, con el arte, con los sentimientos y con las palabras” (pág. 100).
Podría decirse que con esta noción de la historia interior lo que el autor apunta es al anudamiento del lenguaje con la pulsión, creación de un hueco, un nudo que otorgue un sentimiento íntimo del cuerpo, cómo él mismo dice “la memoria tiene raíces en el cuerpo” (pág. 52), es decir la historia interior trata de recuperar aquellas palabras, aquellas situaciones que marcaron el cuerpo.
En este comentario sobre el texto de Appelfeld, quisiera recordar otra escena que él narra y que tiene una especial relevancia. Se trata del momento en el que escapa del campo de concentración y se interna en el bosque. Previamente nos dice que no va a hablar del campo de concentración, de su estancia durante dos años allá, pues cada vez que lo ha intentado se encuentra con un revoltijo de palabras, imprecisas, con analogías débiles o exageradas… no quiere pues falsificar con palabras aquella experiencia.
Habla entonces de su huida, y en el libro el campo de concentración queda como un silencio, una ruptura en la historia, sabemos lo que ocurre antes y sabemos lo que ocurre después, pues el autor nos lo narra, no lo que ocurre durante el campo de concentración. Este carácter de ruptura se enfatiza con las propias palabras que utiliza para describir su huida: “No recuerdo la entrada en el bosque, pero lo que mi memo-ria conserva es…” (pág 52).
Lo que la memoria conserva es el encuentro con un árbol lleno de manzanas rojas “Me quedé tan atónito que incluso di unos pasos hacia atrás. Aquellos pasos los recuerda mi cuerpo mejor que yo…Hace días que no me llevo nada a la boca y, de repente, un árbol lleno de manzanas. Puedo extender la mano y cogerlas, pero me quedo de pie perplejo y, cuanto más tiempo pasa, más paralizado me quedo (/) Al final me senté y me comí una pequeña manzana medio podrida que yacía en la tierra. Después de comerla, me quedé dormido. Cuando me desperté, el cielo ya empezaba a oscurecerse; no sabía qué hacer y me quedé de rodillas. Esta postura también la siento hasta el día de hoy y, cada vez que me arrodillo, recuerdo aquella puesta de sol que se filtraba entre los árboles, y quiero alegrarme.” (pág. 52-53).
Es una escena que nos dice muy bien el horror pasado por Appelfeld en la guerra, la muerte de su madre al comienzo de la guerra, su deportación junto con el padre a lo largo de la meseta centroeuropea en una mar-cha de castigo, la reclusión en el campo de concentración, nos dice el efecto particular que para él tu-vo, su efecto paralizante, de silencio, de perplejidad, efecto que se inscribió en el cuerpo.

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[1] A este respecto ver artículo de EL PAÍS del 31 de mayo de 2005 donde dos investigadores del cerebro abordan las emociones desde la neuro-biología cerebral, reduciendo los efectos del 11 M a una cuestión cuantitativa.

Julio González (Bilbao)