Elogio del acto político | Fernando Martín Aduriz

Fernando Martín AdurizActo no es acción. Ni actividad. Se puede desarrollar mucha acción sin que exista un sólo acto. Es a lo que nos tienen acostumbrados los adolescentes: son activistas inquietos, pero no pasan al acto. De hecho se suele decir que cuando alguien se hace mayor es porque ha tomado una decisión de la cual no puede dar marcha atrás.

Así, el acto político puede ser entendido como algo que transforma al sujeto que lo toma, y que las consecuencias de un acto señalan a un único responsable, al político que lo decidió. Esa transformación en demasiadas ocasiones es imperceptible incluso para el propio actor.

Tomar decisiones a riesgo propio supone no esconderse detrás de una caterva de asesores, de informes y dictámenes técnicos: un acto tiene autor. Por eso se dice sotto voce que alguien se quema si toma decisiones. Ese ir quemándose en las cosas de la ciudad lo prueban bien quienes ya llevan mucho tiempo en la cosa política, y tarde o temprano no han tenido más remedio que “mojarse”, o quienes, ya desde el primer momento entienden la función pública como Julio César al cruzar el Rubicón, como un alea jacta est. Plutarco dirá mejor ¡que empiece el juego! Se sabe lo que atenaza a tantos y tantos políticos a no empezar nunca el juego, a desplegar mucha actividad política sin ningún acto político de autor.

Y de entre los actos que me parecen más valientes de nuestra actualidad están aquellos que suponen ir contra ese tirano llamado opinión pública. Sabemos las ocasiones en que la opinión pública se equivoca: demasiadas. Cuando un político se sale de la rutina de la gestión política y se enfrenta a lo que opina el público, a la vox populi, a la opinión publicada en los medios, a las corrientes de opinión que se crean intencionadamente desde los distintos poderes, se topa con una opinión pública que le suele obligar a rectificar, pues gusta de anular la diferencia tanto como la excepción. Bertrand Russell ya dejó escrito en La conquista de la felicidad lo opresivo de la opinión pública en las pequeñas ciudades y comunidades. (“El miedo a la opinión pública, como cualquier otra modalidad de miedo, es opresivo”).

Por eso cuando un gobernante sabe ir a la contra de las opiniones públicas, y acto tras acto, con altura de miras, seduciendo, rectifica el rumbo de las sociedades, entonces no hay otra sino afirmar la virtud y el elogio del acto político.

Fuente: DIARIO PALENTINO del jueves 12 de noviembre de 2015.