Decir NO. Fernando Martín Aduriz (Palencia)

Un grave escollo éste de aprender a decir que no. Es una queja muy extendida. Lo que cuesta decir que no. Hasta el punto de que puede llegar a causar estragos. ¿Qué está en juego?

Por un lado, no haber aprendido a decir no, representa cargarse con una infinita serie de tareas de lo más variopinto, pues el demandante acaba siendo toda la humanidad, que sufre porque no tiene. De ese lado el sumatorio de todas las peticiones recarga la agenda del tenaz conseguidor que marcha feliz por la vida alimentando a diestro y siniestro a unos y a otros. Feliz hasta que el agotamiento acude para avisar de que no es posible satisfacer todas las demandas, feliz hasta que emerge una nueva solicitud, a veces, un imposible.

Entonces el eficaz conseguidor se enfrenta a la cruda realidad: no dispone de lo que le piden, y una especial congoja le llega en forma de aceptar finalmente que no puede dar infinitamente. Hasta ahí incluso puede negarse a decir no, y entona un ‘quizá más adelante’.

Por otro lado, decir no es uno de los nombres de lo imposible. La humildad de reconocer los propios límites es aceptar que existe lo imposible. Si lo pedido siempre es lo máximo, hay que aceptar que nunca se satisface por completo al otro que nos viene a pedir, y que a su vez por mucho que demandemos, nunca lo pedido llegará. Aceptemos pues esa tara, que es consustancial al hecho de que el lenguaje nos constituye.

Dejando al lado a quienes disfrutan diciendo no, y centrándonos en todos aquellos que sufren cuando tienen que enarbolar un no, vemos asimismo que éste su sufrimiento se hace más intenso cuando corresponde a un adulto frente a un niño. Nuestra época ha alumbrado con intensidad este par: el adulto que quiere conseguir lo que no tuvo, que no ha aceptado sus propias frustraciones o que sencillamente siente pena ante un pequeño que pide, y el niño pedigüeño que no acepta el no. Esta pareja consigue a la larga un éxito sorprendente, el del niño malcriado, el del niño perpetuo buscando un límite, que muchas veces llega en la sala del juez.

Llega también la figura, conocida, de aquel a quien “no se le puede decir que no”. Incapaz de aceptar un no por respuesta es temible para su entorno, que ve cómo su furia disuade a todo el mundo de negarse a sus pedidos.

Y qué decir del gorrón, tan cercano siempre, que pulula revoloteando en torno al sujeto que jamás dice no para obtener algo, lo que sea. Quien no sabe decir no, suele tener una lista de gorrones. Listos y pillos, esperan su momento. Todo un arte éste de encontrar el momento propicio para acosar, sugerir, insinuar, maneras que de por sí suelen ser más sutiles y menos zafias que efectuar lisa y llanamente el pedido. Quien no sabe decir no, no puede negarse cuando el artista sabe hallar el camino, el día, el instante oportuno.

Y pensar que todo esto comienza un buen día. En plena infancia hay una primera vez. Una primera respuesta ante el primer pedido que todo niño recibe. Ante ese pedido inaugural solemnizado con un si o con un no, y sus variantes, se comienza una serie. Una serie muy larga de momentos en que no se sabe decir que no. Cuando se ve después, que tantas y tantas veces en la vida, mejor hubiera sido poder haber dicho muy alto: NO.

Con lo sencillo que parece: ene o.

*Publicado en el Diario Palentino. Con la amable autorización del autor.