Coloquio: “Jorge Semprún. El devenir de una voz testimonial”. Amalia Rodríguez (Barcelona)

El viernes 30 de septiembre, la Biblioteca del Campo Freudiano de Barcelona -BCFB- celebró el primero de un ciclo de coloquios dedicado al psicoanálisis en conversación con otros discursos. Diálogo pensado como encuentro con los saberes y enigmas del arte, la literatura, la poesía, el pensamiento, con el fin de poner de relieve las afinidades y encuentros, la deuda que, desde Freud, tiene el psicoanálisis con estos predecesores. Transferencia bidireccional de saber, que creemos antídoto contra la repetición.

En este primer Coloquio, nuestra invitada fue Marta Marín-Dòmine, profesora de la Laurier University de Canadá. Ha trabajado en el campo de la traducción desde una perspectiva psicoanalítica; actualmente centra su investigación en el tema de la literatura testimonial surgida de la experiencia de los campos de concentración.

En diálogo con Enric Berenguer y Antoni Vicens, Marta Marín hizo un interesante análisis crítico de la figura y la obra del recientemente fallecido Jorge Semprún (1923-2011). El último gran representante de la generación republicana que nuestra guerra “incivil” expulsó del territorio peninsular, pero no de la historia. Fue testigo directo y muy activo de sus trágicas convulsiones. Su pertenencia a la resistencia francesa, motivó su encierro en Buchenwald a los diecinueve años. Ese encuentro con el límite fue también un encuentro con la palabra del Otro en su dimensión salvadora: el Sonderkomand que puso en su ficha la palabra “estucador” sabía que como ‘estudiante’ -inútil en el régimen de trabajo del campo- su destino era la cámara de gas. Tuvo también a su favor su conocimiento del alemán. Tras la liberación por los aliados, siguió su activismo; formó parte de la dirección del Partido Comunista español. Tras años de lucha clandestina, su disidencia del stalinismo imperante le valió la expulsión del partido y un viraje ideológico desde el que puede concebir la escritura de otro modo.

Marín definió a Semprún como “francés”. De hecho, escribió primero en esa lengua, que habitó desde que el exilio familiar le lleva, no sin un largo rodeo, a París. Su empeño era dominar el francés, porque “se negaba a sentirse un extranjero”. Sólo años más tarde recuperó su lengua materna para su escritura. En español relata su experiencia en la clandestinidad de la lucha antifranquista en La autobiografía de Federico Sánchez.

Sería largo resumir aquí las ocho décadas de una vida marcada por las guerras, el exilio, el nomadismo, siempre desde el compromiso político -ético- e intelectual con su convulso tiempo. Tres años antes de su muerte en 2011, Juan Cruz acuñó, en una emocionante entrevista para El País, la expresión militante de la memoria que resume muy bien el quehacer de este internacionalista.

“Sin memoria, yo no existiría”, afirma Semprún. Marta Marín introdujo en su exposición un interesante matiz que permite releer ese enunciado en su duplicidad. Si la memoria se sitúa en el registro de lo “oficial” y supone un sujeto pasivo, el recuerdo es producto de un sujeto activo. Semprún remite a ambos registros, y hace uso de sus recuerdos, de la evocación de su experiencia con el límite, para contribuir en la construcción de una memoria que sería la de todos, la compartida. Sabía que esa memoria era el suelo mismo que le permitía “ex-istir”. Si su escritura más memorialista tiene la muerte como epicentro, a menudo está ausente, elidida. Marín se refirió a la estrategia narrativa de sus textos como metonímica, desplazada; y eso permite al autor, y al lector, salir del campo visual del horror. También su uso de la mirada, y, sobre todo, la presencia de un marco, un borde en que contener la Cosa, el horror de la indiferenciación, la insoportable promiscuidad que impone el campo, lugar donde la muerte está en la vida y la vida en la muerte.

Surge ahí otra dimensión de la memoria, la que lleva a Semprún a decir: “Se escribe para no olvidar”. La escritura o la vida (1994) título de la obra en la que, cincuenta años después, relata frontalmente su experiencia en Buchenwald, despliega esa disyuntiva que para Marín es un sofisma, por aunar planos distintos, ya que la escritura es artificio, reelaboración del bios.

Se abre ahí otra pregunta: ¿qué es un testimonio? De nuevo algo se aclara si oponemos “el nada es indecible” del testimonio, a la “experiencia” capturable a partir del “se escribe para poder velar”. ¿No es esa la función de la ficción, también la que se dice testimonial?

Enric Berenguer hizo un interesante comentario sobre el saber hacer del autor con lo real en juego en su escritura. Elaboración que supone pasar por el Otro. Ante el temor a no ser creído, ante la imposibilidad de transmitir lo real (la dimensión de la verdad), cuando lo esencial es conseguir superar el mal radical, la decisión ética de Semprún hace pasar su escritura por el límite de lo que va a relatar del horror. A diferencia, dice Berenguer, del relato inadecuado, “el que cae en creer que el horror es enumerable.”

La experiencia en Buchenwald le confronta a “vivir la muerte”. Ese indecible se le impone como un real que desmiente que la vida es real. La palabra escrita le permite reintroducir en la vida una ficción, un velo que le separe de ese real absoluto. “Despertar para seguir durmiendo”, como en el sueño del padre que ve arder al hijo muerto. Para Berenguer, la ética de no decir todo permite a Semprún darle a la muerte el lugar que le corresponde en la vida. Opción que convierte el título no en sofisma, sino en juego de alternancias que no se excluyen. Se trataría, entonces, de “la escritura y la vida”. Da, así, su lugar a la muerte y eso le permite resistirse a la culpabilidad del superviviente, que hace sucumbir a Primo Lévi, autor de los testimonios más sólidos y valiosos de la pasión exterminadora nazi, como afirmó Toni Vicens en su intervención. Y sin embargo, donde los rodeos de Semprún le permiten incorporarse a la vida, el esfuerzo de contar lo indecible, lleva a Lévi a la culpa y al suicidio.

El interrogante sobre la dialéctica en juego en uno y otro caso es revelador. En la obra anterior, El largo viaje, Semprún había narrado el inhumano viaje hacia el terror, pero no nos abre las puertas del campo. Elige mostrarnos, en cambio, cómo hacer con la vida cuando se ha de vivir con la muerte. El dilema que sus textos nos plantean -ser superviviente ¿para rememorar la muerte?- recorre su compromiso vital desde una ética en que el Otro todavía existe.

Antoni Vicens se refirió a la imposibilidad de abordar el tema de los campos desde una doctrina que tome como referencia al mal radical, al modo kantiano. Se necesita del recurso a la poesía, al modo de Paul Celan; palabra poética en que todo es fuga, proceso en que borrar tiene una función que sostiene el acto mismo de inscribir.

El “saber hacer” de Semprún implica jugar con habilidad la partida entre la escritura y la vida. Lo explica con humor en sus entrevistas*. Si La escritura o la vida nos remite a la elección forzada entre “la bolsa o la vida”, que tanto gusta evocar a Lacan en alusión a lo inevitable de la pérdida, la cuestión es cómo manejar ese imponderable.
Semprún consiente a elaborar la experiencia en una escritura que sustrae lo más insoportable, para así poder vivir con intensidad que, más allá del valor “literario” de su obra, es ejemplar para el lector.

* En la web puede encontrarse amplia información e importantes testimonios vivos. Es de especial interés la dirección www.resources-audiovisuelles.memorialdelashoah.org, así como las entrevistas realizadas en El País, en 1994, 1998, y los artículos aparecidos en la prensa internacional a raíz de su muerte.