Babel. Un balcón sobre lo imposible. (Segunda Parte). Por Anna Aromí (Barcelona).

Un hombre camina, lleva un fardo

Un hombre camina, avanza de perfil por el desierto, lleva un fardo. Su rostro tiene una belleza mineral, de las que usaba Pasolini. Como el mensajero antiguo desconoce el mensaje que transporta y que sin embargo va a desencadenar la tragedia.

El fusil que contiene ese fardo va a entrar en la vida de unos pastores del Atlas, como un meteorito. Asuntos de virilidad. Asuntos de supervivencia. La infancia, tal como la hemos conocido, solamente es posible cuando entre ambos registros queda un espacio protegido para el como si, para el juego.

Justamente ese fusil —quién dispara mejor— sustituye al juego infantil de ver quien orina más lejos. Los lobos del cuento también se vuelven adultos prematuramente, cuando el padre encarga a los dos hijos pastores acabar con ellos.

Por esto se podría decir que Babel es una película sin “malos” —aunque también esto sea discutible, algunos le encuentran un ofensivo maniqueísmo antioccidental—, sin malos en el sentido que toman las palabras de la cuidadora mejicana, cuando responde al niño angustiado que busca culpables: “no soy mala. He hecho una gran estupidez, pero no soy mala”.

De otra manera, se trata de lo mismo que vemos transformarse bajo nuestros ojos. Cómo, para hacer de un accidente un conflicto bélico, basta un solo significante: “terrorista”.

Hay que creerse dueño del mundo para organizar un delirio como el que pone en riesgo la vida de la turista americana. Es tomar el significante como cosa, es pretenderse propietario del sentido, no dejando nada al otro, ni al azar. Arrogarse así el poder de anular el malentendido puede ser una maldad, una estupidez o ambas cosas, pero en todo caso plantea una pregunta sobre la responsabilidad. La de cada uno.

Un balcón sobre lo imposible

Podrían decirse muchas más cosas de esta película, no la agotaríamos. En cambio, porque no queremos quedar encerrados, seguiremos conversando sobre arte, sobre cine, sobre películas que nos miran y con las que podemos aprender.

Babel se cierra sobre un balcón, abierto sobre el abismo. Es el abismo que la película ha trazado para nosotros, espectadores. La joven japonesa ya no es sorda —ya no es eso lo que cuenta—, de repente lo que importa es su cuerpo de plata protegido al fin por el abrazo del padre.

De hecho, ese abrazo llega después de una interpretación, en el sentido psicoanalítico del término, es decir que produce cambios en la posición del sujeto. Las palabras del policía “todavía eres una niña”, cubren el ofrecimiento desesperado de la joven y tienen efectos de interpretación. Esa niña tiende su mano al padre, que ahora puede tomarla.

En la escena del balcón, el cuerpo de plata brilla como una luz. La película nos ha acercado lo suficiente para leer, en ese cuerpo y en algunos otros, la eterna historia del amor, que siempre parece uno, y de sus múltiples malentendidos.

El plano final hace del espectador un ojo en suspensión sobre el vacío. La luz de la joven no se confunde, todavía, con los millones de otras luces de la ciudad.

Como un neón, el mensaje del film aparece entonces con la dedicatoria del director: “A mis hijos, las luces más brillantes en la más oscura noche”.

Al final, retroactivamente, se abrocha un mensaje: no descuiden a los niños, ocúpense de ellos. Porque en ellos hay, si sabemos encontrarlo y protegerlo, algo que nos devuelve un pedazo de la vida que les fue entregada. Una verdad imperecedera: la de nuestra propia fragilidad de plata asomada al balcón de lo real.

Anna Aromí (Barcelona)