A-FORO. BOLETÍN ON-LINE nº 7 II FORO: LO QUE LA EVALUACIÓN SILENCIA "Las Servidumbres Voluntarias". Ignacio Castro, Germán Cano, Juan Carlos Tazedjián, Ricardo Acevedo.
Madrid, Sábado 11 de junio de 2011. Círculo de Bellas Artes
PRESENTACIÓN
Paloma Blanco Díaz
En el libro XVI del Seminario de Lacan, éste toma una referencia de El Capital de Karl Marx, concretamente de su capítulo V, sobre la risa del capitalista. Afirma que esta frase que Marx deja caer como de pasada, es para él sumamente iluminadora, la risa del capitalista es la esencia de la plusvalía. El capitalista ríe, digamos, por el goce que puede usufructuar.
El goce, antes íntimo y singular en cada sujeto, es ahora usufructuado y ofrecido a la vez por los mecanismos del poder que hoy no es otro que el poder económico. El capital ofrece los medios de goce, que pasan a ser los más potentes medios de producción en una elevación del objeto a al cenit de lo social, como nos recuerda J.-A. Miller. La promoción de modelos y objetos de satisfacción homogéneos, la conversión del tiempo de ocio en consumo que redunda en una mayor plusvalía en beneficio del capital y el imperativo de la felicidad a través del consumo de objetos, han degradado a los sujetos a usuarios-consumidores.
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¡Buena lectura!
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SONRÍAN, LE SONREIRÁN
Ignacio Castro
Supongo que si La Boétie levantase hoy la cabeza vería confirmada la más divertida de sus previsiones, incluso se sentiría un poco confuso ante esta avalancha de obediencia eufórica. Lo llamativo de esta época no es que la humanidad se sienta segura marcando el paso -fenómeno que más o menos ha ocurrido siempre, pues una sociedad que se precie está para eso-, sino que ahora lo haga con una especie de entrega burbujeante donde cada uno se siente diferente, incluso por fin él mismo. Felices de ser un nudo en la red, individuales y al mismo tiempo agregados, cada uno se siente alguien participando con su granito de arena en este consenso multiforme, un poder acéfalo que es de todos y nadie gobierna.
Mejor caricatura de la Voluntad General de Rousseau resulta imposible, por eso hasta nuestros sosos líderes se pasan la vida pidiendo disculpas. No sólo la teoría de la conspiración es falsa y posiblemente ingenua, sino que los pocos rebeldes que consiguen entrar en la cabina de mando de nuestra nave social descubren enseguida que está vacía, que acaban de desactivar el dispositivo de vuelo automático y que entonces han de hacerse cargo del rumbo, y también de la política de entretenimiento. Ya ven, los radicales se convierten pronto en animadores culturales. En efecto, no importa quién mande con tal de que haya control, una oferta que permita la socialización interactiva.
Pocas veces, en suma, hemos tenido la oportunidad de contemplar un espectáculo como el de esta servidumbre radiante, tan uniforme en lo esencial como multicolor en los detalles. Cumples con Hacienda, con la Empresa y el Estado; con el Cambio Climático, la Información y las Minorías. Y además, durante el resto del día tienes la posibilidad de elegir cien veces en alternativas tipo: ¿azúcar o sacarina, homosexual o heterosexual, Segunda cadena o Sexta?
El menú de materias opcionales es tan amplio que casi tapa el hecho de que lo realmente obligatorio es atender en cada minuto a la carta social. Eres un empleado de la sociedad del conocimiento, de un programa incansable que te obliga a definirte, participar, ser feliz, tener salud y expresar además tu opinión.
Nativo digital, demócrata de toda la vida, ilustrado para siempre. Un poco laminado, el esencialismo sigue funcionando. De la puntuación sin texto para el régimen de la verdad hemos pasado al texto sin puntuación para el régimen del saber, un texto continuo y podado de puntos y comas para así ser más fluido. Lo importante es que haya cobertura, a ser posible pegada al cuerpo.
Es normal que cada cual busque un árbol al que arrimarse. Los amos pueden proteger y amparar; a veces incluso tapan nuestra responsabilidad y cosas peores. Sin embargo, lo característico del poder social hoy triunfante es que es ventrílocuo, pues habla a través de ti. Puede incluso confundirse con tu deseo, ser fan de ti. No es casual que la flexibilidad sea el valor más preciado; tampoco lo es que la servidumbre se parezca cada vez más al surf y que los deportes asimismo se hagan más deslizantes, más aéreos. Hasta el fútbol debe fundir la geometría de la estrategia con la velocidad y el estilo personales de cada jugador.
En cierto modo, todos somos estrellas, aunque a veces en busca de equipo y de firmamento. Y no olvidemos que la popularidad es una de las formas más geniales de escapar del miedo a vivir. Mientras lideras a los otros, su admiración te aparta las sombras de tu existencia. Estamos en realidad protegidos por esta rivalidad interminable que se expresa en los concursos y las series televisivas más idiotas.
Si te deprimes en esta servidumbre algodonosa, siempre tienes las imágenes de Japón o Libia para volver a una relativa satisfacción. En el peor de los casos, África es el anti piso-muestra que nos permite a todos reconciliarnos otra vez con una crisis perpetua en la que todo puede ir a peor.
Así pues, se indigna uno como hay que indignarse, se ríe uno de lo que hay que reírse, se es tolerante y hasta solidario con lo que hay que serlo, toda esa cohorte de víctimas elegidas que están ahí para confirman que, después de todo, no nos va tan mal. El deseo de desaparecer, como atrasada existencia mortal que pesa, es posiblemente lo que está detrás de esta personificación de masa, de este narcisismo de masas.
Somos libres, pero todos vamos al mismo sitio y leemos las mismas novelas. Mientras cuatro calles de Toledo están atestadas de americanos y japoneses, basta que des cien pasos a un lado para que te encuentres más solo que la una. Es muy posible que la famosa rebelión de las masas, diagnosticada hace casi cien años, siempre haya sido esta protección masiva de la uniformidad, una equivalencia mundial retocada con alternativas en las elecciones secundarias del consumo, política incluida.
Se debe insistir en que el beneficio subjetivo, el resorte auténticamente biopolítico de este mecanismo complejo, que hace reciclable casi cualquier accidente de la máquina, es muy simple. Con el consenso de este feudalismo disperso la vida de cada uno transita y nadie -al menos teóricamente- se enfrenta en solitario a las sombras. De definición en definición, de marca en marca, de evaluación en evaluación, las luces cegadoras de la ciudad apartan casi todos los espectros. Los pocos momentos de silencio tienen música ambiental, imágenes de entretenimiento o medicación a la carta.
Cada sujeto deja de ser único en la relación con la muerte y se esfuma en la circulación acelerada de la equivalencia. En esta sociedad de servicios, la misma velocidad de la servidumbre impide hacerse preguntas. El movimiento continuo es el de la obediencia y ésta retroalimenta el movimiento, de tal manera que nadie se siente más víctima que otro. Juntos, apretados, no se nota el vacío. Es la ventaja de la moda y sus cien nichos zoológicos. Si no te conformas con Shakira tienes ídolos turbios de culto, de modo que siempre puedes respirar en grupo. Y puesto que entre Almodóvar y los hermanos Cohen median abismos, cada uno se siente protegido en la definición de sus logos.
El exceso del otro concentra mientras tanto la irregularidad que debemos eliminar todavía en nosotros mismos. El odio apenas disimulado hacia todo lo que queda fuera del panóptico de las normas -los musulmanes, los hispanos, los eslavos, los chinos- se atenúa en el estatuto hipócrita del mundo exótico que necesitan los derechos humanos, el turismo y el sexo, todos aquellos humanos que hay que tolerar como parte del atraso exterior a la democracia.
En esta superficie diáfana del público cautivo, a veces también cautivado, es casi obligado que la verdad advenga como un ladrón que entra de noche por la ventana. Pero el género de terror -en primer lugar, los telediarios- se encarga de reciclar el miedo, concentrándolo en los parias de la tierra. La información exorciza a diario el malestar, todo lo que tememos que ha quedado fuera y algún día podría volver.
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EL IMPERITIVO DE LA FELICIDAD
Germán Cano
(Desde http://www.elpais.com/articulo/opinion/imperativo/felicidad/elpepiopi/20100813elpepiopi_12/Tes)
En esa piedra angular de la reflexión de la modernidad crepuscular que es Dialéctica de la Ilustración, Theodor W. Adorno y Max Horkheimer no dudaron en retroceder hasta las fuentes míticas del mundo antiguo para rastrear el origen ascético de una racionalidad instrumental orientada al trabajo y al sacrificio del goce. En 1947, año de sombríos balances en el que se publicó la obra, la arriesgada comparación entre Ulises y el buen burgués sonaba tan intempestiva como en la actualidad, pero tuvo gran eco. Para escuchar el canto seductor de las sirenas, pero sin ceder a su destructora invitación a la felicidad, el héroe se hacía atar al palo mayor después de haber tapado con cera los oídos de sus subordinados. Del mismo modo que Ulises se sustraía a la fatal seducción del canto de las sirenas atándose a este rígido mástil, el ascetismo burgués alejaba de sí tanto más obstinadamente su dicha cuanto más cerca sentía su inquietante presencia.
¿Se caracteriza nuestro sistema cultural por su afán ascético, por su austeridad respecto a todo goce? Parece más bien lo contrario: Ulises se ha soltado del mástil. Bajo la intimidatoria tiranía del imperativo de felicidad nuestras sociedades no solo habrían renunciado a todo horizonte trágico de sentido; también han criminalizado como patología toda humana e ineludible desgracia. Habríamos pasado, en suma, de habitar los insondables abismos religiosos de la culpa carnal a un mundo kitsch donde nuestra única vergüenza sería no conquistar el sueño de la felicidad.
Muchas veces considerados como "las páginas en blanco de la historia", los días felices nunca fueron vistos con buenos ojos por los grandes clásicos. Entendámonos: no se trata de echar mano de moralina ni de volver a los buenos tiempos del sacrificio, destruyendo este nuevo becerro de oro de las sociedades tardocapitalistas. No, la felicidad es demasiado importante como para que domine como valor exclusivo. El problema radica en la ausencia de límites de un cuerpo feliz a secas. Cuando las sociedades modernas persiguen con tanto fervor ese sueño inalcanzable y abstracto llamado "felicidad individual" -incluso por encima de la libertad, la justicia o incluso la alegría-, la búsqueda compulsiva de esa sombra esquiva no tiene más remedio que culpabilizar toda desdicha.
En este contexto de sospecha la óptica del psicoanálisis es indispensable. Desde el momento en el que se nos exhorta a ser felices, ¿no se vuelve el sexo, por ejemplo, un deber incluso más insidioso que cualquier orden moral? Con Slavojiek podríamos decir que el mejor símbolo del imperativo de felicidad actual es la viagra. Una vez que esta se ocupa de modo automático de tu erección, ya no hay excusa: ¡tienes que disfrutar del sexo! ¡Y si no eres sexualmente feliz, es por tu culpa!
Alguna responsabilidad ha tenido también cierto optimismo tecnológico, ilusoriamente convencido de poder construir a golpe de voluntad cielos sobre la tierra. Máxime cuando el paso siguiente de este proyecto prometeico fue identificar toda aflicción como "anomalía". ¿La consecuencia? Una sociedad frágil, excesivamente preocupada por la amenaza del dolor, siempre "en riesgo", desvalida, infantilizada por la necesidad de protección.
En calidad de maestro de la paradoja, el pensador Odo Marquard nos ayuda a perfilar nuestra febril hipersensibilidad hacia la desdicha, un singular malestar que tal vez se explique a la luz de esta ambivalencia: puesto que los avances de la era moderna en derechos, reivindicaciones y la democratización del reconocimiento han despertado unas expectativas casi infinitas, la decepción de los seres humanos parece aumentar paulatinamente también con cada progreso. Una vez que se reconoce al hombre la capacidad de fundamentar su propia felicidad y se desploma toda teodicea; cuando la insatisfacción respecto al mundo, dirigida antaño hacia lo trascendente, se orienta hacia la contingencia histórica, no se tarda mucho en descubrir siempre a algún chivo expiatorio como mancha que obstaculiza el curso necesario hacia el paraíso terreno. "En el mundo de la vida de los hombres", concluye Marquard, "la felicidad siempre está junto a la infelicidad, a pesar de la infelicidad o directamente por la infelicidad". Dicho de otro modo: cuando los progresos culturales son un éxito y eliminan el mal, raramente despiertan entusiasmo. Más bien se dan por supuestos, centrándose la atención exclusivamente en los males que perduran. Cuanta más infelicidad desaparece de la realidad, más nos ofende la infelicidad que aún persiste como resto. No habría felicidad, pues, sin sus correspondientes sombras.
Puede que esta sea nuestra "venganza de lo reprimido": cuanto más buscamos el lecho de Procusto de la felicidad, más atrapados e inermes nos sentimos frente al dolor. Ironía de las buenas intenciones: ¿no somos nosotros los primeros seres humanos de la historia que empezamos a ser infelices por no ser felices? Para unas sociedades que buscan ante todo asegurar una vida feliz frente a los posibles excesos, el dolor no puede ser más que una presencia obscena, un desagradable tabú.
Pero bajo la bandera de la salud y de la protección avanza por medio de esta eliminación de "riesgos" un poder biopolítico que blanquea el lenguaje jurídico o político en médico. Se explica desde este punto de vista nuestra necesidad heterónoma de expertos. Terapeutas y charlatanes mediáticos de la felicidad llenan este hueco a la vez que nos reconfortan de nuestras cobardías cotidianas. El actual mercado cultural de la espiritualidad que está transformando silenciosamente las secciones de filosofía de las librerías en apartados de autoayuda es un buen síntoma de ello.
No terminan aquí las paradojas. Es curioso que la obsesión individual por ser felices en el ámbito doméstico coincida con la necesidad de aparecer a los ojos de los demás como incurables quejosos. Peter Sloterdijk ha bautizado esta ideología como la "comedia de la desdicha": la pantomima de seguir un guión victimista en sociedad a fin de blindarnos de las virtudes contaminantes del don de la felicidad genuina, por definición extática, intersubjetiva. Nos quejamos por vicio, en verdad, pero, sobre todo, porque mostrarnos como felices ante los demás nos obligaría -noblesse oblige- a ser más generosos.
Si en la ideología clásica el subyugado por el mundo de la necesidad se refugiaba en el opio de la ilusión, ahora ocurre justo lo contrario: muchos que viven cómodamente miran de reojo simulado sus desgracias. Si un Molière redivivo tuviera que escribir su sátira, sería la del obseso de la felicidad que quiere parecer más infeliz de lo que es. Con malicia Sloterdijk subraya que lo único que cabe hacer "cuando uno es feliz, rico y libre es suicidarte o hacerte corredor de maratón". Interesante reflexión para comprender cómo el culto vigoréxico al cuerpo se convierte en la coartada para no compartir la dicha. Cuando la cultura de la queja huye del dolor lo trivializa presentándolo como absolutamente ajeno a nuestro presunto derecho a la felicidad.
¿Recetas contra esta abusiva "feliz dependencia"? Lejos de esa automática búsqueda de intensidad de los nuevos sacerdotes del goce, quizá se trataría de conquistar los tonos grises, de limitar el avasallador derecho a la felicidad con un cierto sentimiento de gratitud por los regalos de la existencia. "Toda la felicidad", escribía Chesterton evocando las arbitrarias exigencias de los cuentos de hadas, "depende de abstenerse de hacer algo que en cualquier momento podría hacerse y que con frecuencia no es evidente por qué razón no ha de hacerse". Esta función del límite, por gratuito que sea, nos recuerda que la felicidad es un milagro, un regalo. No suena mal para concluir esta proclama infantil como principio de oposición a una sociedad cada vez más normalizada en torno a este estresante imperativo. Parafraseando el célebre inicio de Ana Karenina: todos los felices son felices de la misma manera, pero cada uno es desgraciado de modo singular.
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EL IMPERITIVO DE LA FELICIDAD
Juan Carlos Tazedjián
(Comentario de una noticia de http://www.lavanguardia.es/vida/20110324/54132307418/la-crisis-condena-a-mas-de-50-000-familias-en-catalunya-a-quedarse-sin-casa-al-no-poder-pagar-la.html)
Según el secretario general de la Associació d'Usuaris de Bancs i Caixes de Catalunya, Jofre Farrés, la situación en la que están estas familias las conduce a la exclusión social. Se convierten en morosos de por vida y se les puede embargar el suelo. No podrán ir a vivir a un piso de alquiler por la deuda contraída, advierte. Ada Colau, de Afectados por la Hipoteca, aclara que no son personas que no quieran pagar, es que no pueden. Colau reclama la dación en pago y que los afectados por esta situación puedan continuar en la vivienda pagando un alquiler al banco.
El artículo describe una serie de casos dramáticos de personas que están a punto de quedarse sin casa.
Negar la realidad de la crisis financiera de Europa -y de España en particular- sería, al menos, de ingenuos. Pero es de dominio público que muchos de los que no pueden pagar la hipoteca, son quienes han decidido voluntariamente- en tiempos de las vacas gordas- especular comprando 3 y 4 propiedades (hablo de trabajadores, no de especuladores profesionales). Ahora no es que se queden sin casa sino sin casas, sin las ganancias que esperaban obtener.
¿Reflejan -tanto la estadística como los comentarios humanitarios- esta situación? ¿No silencia la famosa crisis económica otras crisis que la potencian? La sociedad de consumo no es una sociedad de malos que venden y buenos que consumen. La hipoteca no es la única deuda a pagar, sino también el sometimiento superyoico a las leyes neoliberales del mercado.
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BIBLIOGRAFÍA RAZONADA
La emancipación, como oferta a las servidumbres voluntarias
(A propósito de una cita de Jorge Alemán. Intervención en el congreso Inconsciente y filosofía. Una nueva manera de pensar lo político, Colegio de España en París, mayo de 2010)
Ricardo Acevedo
- Las resonancias de nuestro próximo Forum, serán sin duda más extensas con la oferta de un significante, del cual podrían valerse aquellos, en cuyos testimonios constataremos seguramente los efectos sintomáticos de este modo específico de sufrimiento.
-La Emancipación como posibilidad subjetiva, nos orienta a un quehacer, del cual el psicoanálisis puede proponer las coordenadas adecuadas para su cometido.
-En este sentido, la interrogación del sujeto sobre su malestar, no deja de orientarse en los avatares de la propia singularidad.
-El Forum toma su denominación del texto de Étienne de la Boétie, cuyo título completo es "Discurso de la servidumbre voluntaria o el contra uno" (Discours de la servitude volontaire ou contr´un). Es precisamente sobre este giro que apela a una ética, donde subrayamos el propósito.
-Tal como lo dilucida Jorge Alemán en el párrafo citado a continuación, la Emancipación, que se intenta promover, excluiría una realidad exterior como causa, y volvería la mirada a la condición de un imperativo de goce, intrínseco al propio sujeto.
La emancipación ya no puede venir acompañada de la idea de que hay un poder exterior que nos somete. La emancipación tiene que ver siempre con el propio sujeto y con su propia relación con el superyó. Como explica muy bien Freud, lo que hace que civilizaciones absolutamente injustas perduren muchísimos años hay que investigarlo más en el fantasma Pegan a un niño, en el fantasma masoquista, que en los aparatos ideológicos del Estado o en los mecanismos de las sociedades disciplinarias o de control. Hay que investigarlo en las que clásicamente se llamaron servidumbres voluntarias, en el papel que cumple el goce en la fijación a determinadas estructuras. Por ejemplo, el capitalismo es un movimiento que todo el tiempo cambia, pero que está fijado libidinalmente al relanzamiento de la falta y el exceso.
Entonces no veo posible no transitar por el riesgo de la ley del corazón, y la única manera que, pienso, puede advertirnos del contragolpe inevitable de la hostilidad de la ley que nosotros mismos hemos fundado es aceptar, tal y como Lacan propuso en su lectura de Antígona de Sófocles, que una experiencia ética requiere siempre, por lo menos en su matriz, responder a una instancia que nos demanda algo excesivo; algo que nos supera.