Hacia una cultura del miedo*. María Navarro. (Málaga)

«Promover la sociedad de la felicidad absoluta es fabricar una cultura del miedo». Así termina el ensayo de Eric Wilson, Contra la felicidad. En defensa de la melancolía aparecido recientemente en español. Reivindica el texto la melancolía como musa inspiradora frente a la acuciante obligación de ser feliz que impera en el discurso contemporáneo cada vez con más fuerza.

Estoy de acuerdo, como lo estarán aquellos que desde hace muchos años insistimos en el peligro de este nuevo imperativo de la época. Además, casi institucionalizado ya que ha pasado a convertirse en un factor de la política, desde el momento en que ésta reconoce en la demanda de los votantes, el derecho a la felicidad que su discurso promete; tratando de colmarlos a toda costa. Hasta llegar incluso -y esta es la nueva amenaza- a la evaluación de lo que se logra o no, respecto a un ideal normativo y cuantitativo, de aquello que el discurso imperante considera debe ser un individuo normal, adaptado y libre. Un sujeto feliz.

¿Cómo pensar que esto no siempre es factible, que la vida tiene límites estructurales imposibles de colmar, y que el sujeto tiene una responsabilidad en relación a su posición en la vida, a su deseo y a sus elecciones? Cómo pensar este derecho a la tristeza si el discurso generalizado, al pretenderla felicidad a toda costa, lo censura. Esta proscrito. Es casi una lacra.

De ahí que, a pesar de considerar el texto de Wilson de superficial, estoy de acuerdo con su propuesta -aunque diferenciando el alcance del significante melancolía que este profesor estadounidense reivindica ya que tendremos que recordar que no siempre la manifestación de la tristeza es patológica. Hay una diferencia entre el duelo y la melancolía: el estado de ánimo doloroso, la falta de interés por el mundo exterior, la dificultad para manifestar a veces la capacidad de amar, la inhibición de las actividades, son elementos comunes a ambos. Estos estados se han desencadenado a partir de una pérdida que puede ser la de una persona, un lugar, o la de un ideal. Sólo un ingrediente atañe de forma exclusiva en la melancolía: la enorme disminución del amor propio y el autoreproche hasta límites que llegan al delirio moral de empequeñecimiento. Pero el dolor, la pena y el eventual retraimiento que implica el duelo o la tristeza, tenemos que considerarlos como manifestaciones naturales que dan testimonio, en última instancia, deque los objetos no se pueden sustituir por otros tan fácilmente, como el llamado estado del bienestar pretende con sus constantes ofertas; que los seres humanos no son descartables. Que lleva tiempo y elaboración, y cada sujeto tiene su manera de enfrentarse al proceso de desasimiento que, de hecho, comienza con el advenimiento a la vida.

Y más allá de la idea romántica que vincula a la melancolía como necesaria para dar luz al proceso creativo de muchos escritores o artistas. Desde luego hay escritores melancólicos pero no por ello es una condición. Borges, por ejemplo reivindicaba este derecho a la tristeza del sujeto como motor de la vida y sin embargo no era un melancólico. Además, y en esto estaremos todos de acuerdo, hace falta talento. No todo sujeto melancólico hace una obra. La condición -para todos, creadores o no- es darle un lugar a la subjetividad, a la particularidad y al modo que tiene cada uno de hacer con ella.

En relación a la gravedad de esta la política de la felicidad hay oíros pensadores y escritores más cercanos -Jacques Lacan ya se pronunció en relación a este devenir de la época y actualmente hay muchos autores que han seguido detenidamente las articulaciones del pensamiento contemporáneo y el lugar que en este discurso ocupa el sujeto, les recomiendo La política de las cosas de J .Claude Milner o el Porvenir del inconsciente de Jorge Alemán- que denuncian con seriedad el efecto y el peligro que encierra esta vertiente del discurso social, político y científico contemporáneos, que avalando sus métodos en técnicas propias de la psicología cognitiva. desembocan en el despropósito que introduce la creencia de que el individuo, con el rigor necesario, en este caso con un semblante científico de control, pudiera manejar el pensamiento y alcanzar o modificar aquello que le resulta molesto o le causa malestar. Es una lógica del estado contemporáneo que arranca desde hace años en aras del bien y la igualdad, y que desemboca en última instancia en lo que resuena como una nueva forma de campo de concentración. No hay que dar concesiones a la ingenuidad.

Un nuevo mercado con el sufrimiento en el que si no se cumple el objetivo de felicidad que el estado y el discurso científico considera «normal», podemos constatar que escenas cotidianas como que el sujeto aparece triste porque perdió recientemente a un ser querido; o que el niño esté inquieto porque acaba de nacer un hermano, o la joven que tiene interrogantes acerca del cuerpo, por ejemplo, se convierten en un: están deprimidos, o son hiperactivos, o anoréxicos, o fracasados escolares, o inadaptados sociales y como resultado: señalados y medicados para así volver al camino en el que el corredor de fondo de la felicidad se aplicará en el deber de sentirse contento, guapo, tranquilo, eficiente, positivo y, además, con un recomendable nivel de ese término que siempre me ha inspirado desconfianza que es la autoestima. Así creerá verdaderamente estar llegando a la cima de la felicidad. Con la consiguiente repetición de exigencia que desemboca en muchas ocasiones en la extenuación y el miedo por tratar de responder aun deber cada vez más despiadado. Y que alcanza a la enfermedad y a la tristeza o al duelo particular de cada individuo como una forma de rechazo social para sostener «la felicidad que nos viene».

* Artículo publicado en el periódico El Mundo.