TU Y YO de BERNARDO BERTOLUCCI. Irene Domínguez (Barcelona)

Tú y yo, la última película del consagrado Bernardo Bertolucci, es como una de esas semillas minúsculas que en la boca dejan un aroma que perdura y se saborea en el transcurso de los días. Y es que, lo que a mi parecer logra esta película, no se consigue solamente aplicando técnica cinematográfica,… puesto que toda ella acaba deviniendo una línea delgada y frágil que, a la vez que muestra la inmundicia del mundo, la soledad radical en la que los cuerpos se debaten, torpes y atrapados en un pálpito que los excede, alumbra la potencia de un encuentro. El Otro, en el momento de entrar en tu órbita, lo puede poner todo patas arriba, conteniendo la fuerza que hace que un destino pueda cambiar de rumbo…; pero atención, porque la belleza del encuentro radica en su textura, profundamente frágil, delicada, sutil e instantánea… su eficacia, su perfume, su prolongación, jamás está asegurada de antemano.

Un chico de 14 años decide pasar las vacaciones de la semana blanca en el sótano del edificio familiar, sin que nadie lo sepa. Se provisiona con los víveres necesarios para sobrevivir: coca-cola, música y un terrario de hormigas –quizás piense que ese animal minúsculo guarda el secreto de la vida en comunidad…-. Pero la felicidad de la huida dura poco, pues repentinamente será interrumpida por la irrupción de su hermanastra que busca un lugar en donde pasar el mono. El chico no le da la bienvenida. La antipatía es el signo del recibimiento. Pero como ni ella ni él tienen ninguna intención de abandonar el bunker, van a tener que compartir, por un tiempo, ese cuadrilátero polvoriento y soterrado que pareciera no estar en este mundo.

Y de alguna manera el uno para el otro van a ser ese elemento que irrumpe sin pedir permiso en la esfera del mundo propio. Pareciera que son dos desconocidos, pero comparten el padre como esa madriguera, y un hermano no es cualquier otro. Así que, sin quererlo, van a ir acerando sus soledades de cuerpos maltrechos y sufrientes, con el dolor y el sueño, y con algunos relatos, más bien troceados, sueltos, amorfos…

Él con su presencia adolescente de simio atrapado en una jaula demasiado pequeña, que no sabe todavía casi nada del mundo exterior a la madre y la escuela, pero que, sin embargo, es capaz de moverse para aliviar los dolores inaguantables de la ausencia de caballo en el cuerpo de la hermana. Ella, con esos movimientos torpes, que chocan con todo, que rompen cosas, que desordenan el campamento absurdo de la aventura inerte del hermanito. Paulatinamente, la música a todo volumen y el planeta de las hormigas van a ser sustituidos por el proceso de desintoxicación de la hermana, ahí, frente a él: temblando, gimiendo, fumando, riendo también, y relatando sus avatares amorosos y vitales. No se trata de encontrar una fórmula mágica en el otro, no se trata del saber, ni de consejos, ni siquiera de aliviar la existencia que aún siendo muy joven, ya trae su pesadumbre. Pero de alguna manera, cuando alguien comparte contigo su propia soledad, la tuya se transforma. Por eso el baile, las canciones y la música, participan mucho mejor que cualquier discurso articulado en la génesis de un encuentro. Quizás porque bailar, arrimar el cuerpo traumatizado por la lengua al cuerpo del otro y dejarlo mecer por las canciones, nos vuelve vehículos de nuestra propia lalengua…

Seguramente la maestría de Bertolucci en el manejo de la luz, de los espacios y los planos contribuyen a hacer surgir la chispa de la película, pero creo que lo esencial está en otra parte, está por fuera de su saber…; quizás me equivoque pero pienso que lo que está en juego tiene mucho más que ver con su propia juventud, con la forma en que se deja atrapar por la vida, por una mirada apasionada dispuesta a dejarse sorprender. Por eso los personajes que nos presenta no caen en clichés facilones… no muestra una yonqui de veintitantos años ni un adolescente incomprendido por el mundo. Nos muestra los sujetos que soportan esos trajes, pero como si fueran vestimentas ocasionales, que no hacen ni dicen todo de quienes son. Igual que los demás: una abuela en los últimos días de su vida que pese al dolor que soportan sus huesos y el deseo de morir, puede seguir recibiendo con los ojos abiertos a su nieto, o una madre que quisiera que la vida fuera más fácil, o los zapatos de un camello en un ventana.

Nada asegura que, una vez salidos del auto-secuestro al que se someten esa semana blanca, ella va a dejar de consumir heroína y él va hallar la solución de cómo seguir soportando la vida familiar y escolar… pero algo en sus gestos ha cambiado: una sonrisa fugaz del chico ilumina y transforma ese rostro plagado de granos. El futuro está por escribir.