Sologamias, autosuficiencias y amores propios

Ponencia presentada por Pepa Freiría en la mesa: “Formas actuales de la discordia” en las XVIII Jornadas de la ELP “La discordia entre los sexos a la luz del psicoanálisis” celebradas en Valencia los días 23 y 24 de noviembre de 2019.

 

El movimiento de liberación de las mujeres, surgido en los años 60 en Occidente, ha transformado el mundo dando cobertura social, política, intelectual a cada cual en sus modos de gozar, en sus deseos, en aquello que ha venido a suplir la imposible relación entre los sexos. Los feminismos han defendido muy activamente los derechos de las mujeres, con la protesta y la crítica de una sociedad patriarcal machista, con la condena y la denuncia de los modos de uso y de abuso de los hombres sobre las mujeres, con la mofa hacia el complejo de masculinidad, con la lucha más aguerrida en los lugares más arriesgados por abrir campos de libertad.

Eso no se detiene, son nuestros tiempos modernos, no deja por ello de ser un fantasma.

Una de las vertientes liberacionistas, tal vez “la última moda”, permite desenfocar discretamente el fantasma para darnos otra visión. Me refiero a los mensajes de liberación individual, de la mujer liberada de los hombres, completa, autosuficiente, naranja entera, que se ama a sí misma.

Detrás de esa idea de la mujer como partenaire de sí misma, siguiendo a Miller en Un esfuerzo de poesía, podemos pensar que algo pasa inadvertido. “Una nueva harpía” que nos arrastra en nombre de la ley de hierro de los nuevos tiempos: eliminar todo aquello que pueda obstaculizar un ideal de homeostasis1.

El experimento social propulsado en Suecia por Olof Palme en los años 70, soñaba con frenar las fuerzas del mercado capitalista con “una política del bienestar constructiva”, una operación de “liberación individual” basada en la idea de despegarse de la antigua estructura familiar y buscar la independencia de uno mismo apoyándose en una red de seguridad social.

Se presentó al mundo como el futuro porque liberaba a las mujeres de los hombres, a los hijos de los padres, a los padres de los hijos, pero ha mostrado también sus límites de una forma siniestra.

Una agencia denominada “Muertos inadvertidos”, con miles de voluntarios, que se ocupa exclusivamente de encontrar personas desaparecidas en sus casas y en los bosques, da la medida de una epidemia de soledades, que no se ha quedado en los países nórdicos.

El mayor banco de esperma por internet, fruto del sueño de un científico: “Soñé que mi esperma flotaba en grandes masas de hielo”, nos muestra a un dios inseminador que grita: “mujeres, no necesitáis la presencia física de los hombres”.

El propio asesinato de Palme cuando salía del cine con su mujer, sin escolta para demostrar su confianza en el sistema, tal vez da cuenta de su lado más oscuro o de su ingenuidad, o simplemente de la ironía de la contingencia.

En un documental muy crítico al respecto, llamado “La teoría sueca del amor”, podemos escuchar a un Bauman que dibuja los bordes de esa experiencia: “Al final de la independencia…, el vacío de vida, la pérdida de sentido de la vida y un aburrimiento inimaginable”.

Puede que sea de esas aberturas de donde ha surgido una especie de metáfora del caracol: la sologamia (casarse con uno mismo). Una práctica no legalizada pero que empieza a tener cierto recorrido. En Japón, donde cada vez se practica menos sexo y al mismo tiempo se consume más pornografía, donde se pueden adquirir por internet acompañantes por horas para no sentirse solo, ya se ha convertido en algo habitual.

La sologamia tiene dos particularidades: la practican sobre todo mujeres y está en juego el contrato del matrimonio. Se prescinde del marido pero no de la ceremonia, el juramento, la celebración con los otros y la firma contractual. ¿Para qué casarse con una misma?

Dos testimonios de sológamas que encontré entre lo poco que circula en internet, muestran cómo puede presentarse el lado voraz de ese ideal homeostático: “me soy infiel a mi misma cuando tengo un bajón”; y también lo que para algunas mujeres pueden ser intentos -respaldados por el ideal imperante del amor propio- de reasegurarse frente a su propia fascinación de entrega a la difamación: “Me he casado conmigo misma para que nunca nadie más me haga sentir pequeña”.

No se apunta a prescindir del encuentro con los hombres, más bien se desvela una voluntad de armarse una imagen de sí misma a respetar, una idea de atender al cuerpo propio femenino, que se siente en riesgo en la discordia de los sexos, para poder atender de otra manera el cuerpo del otro.

Las nuevas derivas misóginas, -la violencia de género, las manadas, los incels (célibes involuntarios que culpan y aleccionan violentamente a ciertas mujeres)-, y también los límites que empiezan a vislumbrarse del movimiento #MeToo, dan cuenta de la permanencia de un rechazo fundamental a la feminidad, que puede tomar nuevos rostros, pero que se mantiene vivo en las relaciones entre los sexos.

Para el psicoanálisis, que en cierto modo ha tenido participación en los movimientos de liberación individual, el goce del cuerpo propio está aferrado inevitablemente a fantasmas y a lo social, y no es posible un estado de imperturbabilidad que no linde con la pulsión de muerte. Es en el espacio minúsculo del Uno solo donde ocurre todo y, sin embargo, jugar la partida de la discordia de los sexos es una elección forzada, para mantenerse del lado de la vida.

La experiencia analítica ofrece la posibilidad de tomar la medida de ese lazo indisociable y del modo en que opera para cada uno en su síntoma, algo que como diría Freud es tarea harto difícil y para lo que la voluntad, el quererlo, es una pieza necesaria pero no suficiente.

Notas:

  1. Miller, Jacques-Alain. Un esfuerzo de poesía. Paidós, Buenos Aires, 2016, pp. 41-48.