(Presentación y 3) Una manera diferente de tratar la clínica de lo mental*. Josep Moya (Barcelona)

En primer lugar, quiero expresar mi agradecimiento a las doctoras Clara Bardón y Montserrat Puig, compiladoras del libro, por solicitarme mi intervención para la presentación de este magnífico texto, cuya lectura debería formar parte de las recomendaciones bibliográficas de los futuros psiquiatras y psicólogos clínicos, así como de todos aquellos profesionales del campo de la llamada salud mental.

Se trata de un texto serio, riguroso y muy bien estructurado, que invita a la reflexión y al debate, ese elemento cada vez más ausente en los foros y encuentros de los profesionales “psi”.

No es posible, aparte de que ya lo han hecho las propias compiladoras, hacer una reseña de cada uno de los artículos, por tanto, he optado por señalar algunos puntos que me han parecido especialmente sugerentes.

El primer punto se refiere a lo desarrollado por el Sr. Jean-Pierre Klotz quien, en su texto “Clínica contemporánea de la autoridad”, plantea que en la actualidad asistimos a una eclosión de la autoridad de la ciencia, una autoridad que Jacques–Alain Miller ha denominado “bioteológica”. Se trata de una autoridad burocrática, que apunta a borrar toda subjetividad. Es una autoridad absoluta, que pretende imponer una sola verdad, la que se sostiene por la mal llamada “evidencia”, nefasto ejemplo de los efectos de una mala traducción –“prueba” sería el término adecuado– cuyo valor pretende equipararse a la verdad absoluta. Curiosamente, quienes se posicionan desde ese lugar saben perfectamente que las “verdades” en el campo de la ciencia son siempre provisionales, como la misma historia de ésta nos enseña; entonces, si se admite esta constatación, ¿cómo explicar ese pretendido carácter absoluto y universal?

Sin embargo, puede resultar útil un matiz, señalado por Humberto Eco: no se trataría tanto de ciencia como de tecnología. En efecto, el problema se enmarca más adecuadamente en las coordenadas de la tecnología, que supone el llevar a la práctica aquello que la ciencia va descubriendo y aportando. La distinción no es banal: los principios y las teorías científicos son diferentes de las aplicaciones –en ocasiones perversas– que se derivan de ellos.

Ahora bien, llegados a este punto conviene reflexionar sobre la particular estructura que presenta en la actualidad el mundo de la salud mental.

Se trata de una estructura que se define de la siguiente manera: En primer lugar, se admite la existencia de unos elementos denominados “trastornos mentales” desde el DSM III, publicado en 1980. Dominique Laurent, en su artículo “El fármaco desde la lógica de la técnica”, explica con mucha claridad y precisión que con el DSM se produjo un cambio de enfoque diagnóstico, a continuación de una época caracterizada por el impulso de una psiquiatría social y comunitaria, que tuvo como consecuencia una desmedicalización, tanto de los cuadros clínicos como de las intervenciones. Pero, cuidado, esta afirmación no debe ser interpretada en términos de una descalificación sistemática de los psicofármacos, cuyo valor y eficacia se demuestran día a día, sino en términos de una visión global y holística del sufrimiento mental, que no puede desligarse de las condiciones socio-familiares, económicas y culturales en las que se desarrolla.

El DSM III nació, como Dominique Laurent señala, después de una batalla tardíamente librada por las asociaciones de psicoanalistas norteamericanos, que intentaron sostener, en vano, la diferencia entre un manual de clasificación epidemiológica y un manual diagnóstico útil para el clínico. Los efectos fueron produciéndose progresivamente: paralelamente a la aparición de diferentes versiones de los manuales DSM y DSM IV (manual de uso, libro de casos, breviario, etc.) fueron desapareciendo de las librerías los manuales de psicopatología hasta el punto de que, para muchos estudiantes de las facultades de psicología y medicina, la psicopatología se redujo al estudio del glosario de términos de los DSM. Para establecer una comparación: es como si la semiología médica –el estudio de los signos y síntomas– dejara de enseñarse en las facultades de medicina.

Esta substitución posibilita graves errores diagnósticos, como el de etiquetar de fobia social un delirio persecutorio, o de anorexia mental un delirio de envenenamiento.

Pero hay otro problema, el DSM III substituyó el término de “enfermedad mental” por el de “trastorno mental” y el DSM IV señaló que “a pesar de que este manual proporciona una clasificación de los trastornos mentales debe admitirse que no existe una definición que especifique adecuadamente los límites del concepto de trastorno mental”. Esto significaba que se construía una sistema de clasificación pero no quedaba muy claro qué era lo que se clasificaba. Además, se tuvo la pretensión de hacer creer que se trabajaba con entidades naturales, como en el campo de la botánica o de la zoología; pero se trata de constructor teóricos elaborados por consenso de “expertos”. Es decir, sobre la existencia de síntomas y malestares se construyó el edificio de los trastornos mentales, sometidos a las más diversas presiones, como sucedió con la no consideración de la homosexualidad como hipotético trastorno mental, efecto de las presiones que ejercieron las comunidades de homosexuales de los Estados Unidos sobre los expertos redactores del DSM III.

Con el DSM IV, el diagnóstico determina una terapia estandarizada del síntoma o del síndrome. El hombre y la mujer del DSM IV son seres humanos a los que no se les reconoce su subjetividad. De ello dan fe la proliferación de rígidos protocolos y de pruebas “objetivas” que, a partir de la complicidad de los números asignados –por otros seres humanos– se pretende obtener diagnósticos rigurosos. Con ello se hace tábula rasa de la clínica psiquiátrica clásica y de las aportaciones del psicoanálisis.

Se constituye así un nuevo paradigma basado en la eliminación de la subjetividad y en una definición arbitraria de lo normal y lo patológico. No ha de sorprender, en este contexto, que la campana de Gauss de los individuos diagnosticados de trastornos mentales sea cada más aplanada, es decir, cada vez más sujetos trastornados.

En este nuevo paradigma desaparece la transferencia o, mejor dicho, su consideración por parte del profesional. Pero, además, se libera al clínico de la angustia que genera el encuentro con el paciente. Finalmente, se constituye una dinámica cuyo ideal es la localización sistemática del correlato neurorradiológico del trastorno mental.

Todo ha de cuadrar, el cuadro clínico, la neuroimagen, las pruebas objetivas, el tratamiento estandarizado y, finalmente, el resultado terapéutico. Y si la cosa falla es porque el sujeto-paciente es “resistente”.

Pero el libro que se presenta, aporta una manera diferente de tratar la clínica de lo mental. Se trata de una clínica que rescata todo aquello que la gran psiquiatría clásica, fundamentada en las aportaciones del método fenomenológico y del existencialismo, aportó en su día, una clínica que escuchaba el decir del paciente, su sufrimiento, su queja.

Pero también se trata de lo que la clínica psicoanalítica viene aportando desde su nacimiento con Freud. Los artículos de Pierre-Gilles Guéguen (“Principios del poder del psicoanálisis frente al suicidio”), de José Ramón Ubieto (“Los golpes de la vida. Tentativas suicidas en un caso de melancolía”) o de Francesc Vilà (“Un payaso con el cuerpo roto. Sobre el humor de matarse en la juventud”), por citar algunos de los excelentes artículos, nos presentan una clínica basada en la escucha de la palabra del sujeto, de sus avatares, de sus aventuras y desventuras, de sus malestares, de sus fracasos y de sus éxitos. Una clínica, en suma, que rescata lo específicamente humano y lo reivindica como su objeto de atención.

* Intervención del autor en el acto de presentación del “Suicidio, medicamentos y orden público” (Gredos-ELP, 2010) en el Colegio Oficial de Psicólogos de Catalunya, lunes 24 de enero de 2011.