Postfacio al libro de Donna Williams, “Alguien en algún lugar” -Diario de una victoria contra el autismo-. Enric Berenguer (Barcelona)

Hoy lunes, 2 de abril, se celebra el DIA MUNDIAL DEL AUTISMO. Para esta ocasión sale a la luz en castellano, el libro de Donna Williams, titulado “Alguien en algún lugar”, que va a ser publicado por la editorial Need. El primero de una nueva colección: “La palabra extrema”.

El postfacio, que podrán leer a continuación, ha sido escrito por Enric Berenguer, miembro de la ELP, que nos hace saber el interés de esta la publicación con estas palabras:

“En el contexto actual, me parece que es un libro importante, ya que Donna es una representante de un discurso respetuoso con el psicoanálisis, partidario de un abordaje multidisciplinario, basado en la libre elección, y que plantea toda una serie de cuestiones éticas muy pertinentes sobre el tema que nos ocupa”.

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A su vez, Donna Williams ha escrito a Enric Berenguer para agradecerle su postfacio:

Hola Enrique.

Disfruté leyendo su prefacio.

Me parece muy bien.

También fue esclarecedor para mi que alguien se alegre del valor de mi trabajo en todos los campos.

A menudo mi trabajo es combatido, sin que la gente se dé cuenta de que lucho porque la talla única para todos no le sirve a nadie y porque se me impuso que virtualmente no hay condición alguna que deje a una persona sin la posibilidad de elección.

Sí, vivo con problemas de inmunidad/autoinmunidad y agnosias que impactan sobre mis elecciones, elecciones ligadas o no al autismo, pero al menos tengo esas elecciones, siento que las tengo, pero veo, como consultora, familias en las que el niño tiene aun que sentir la experiencia de ser una persona separada o un ser humano, no un objeto, por lo que están bloqueados en el conocimiento de ser activos a la hora de tomar partido por su propia condición.

Y como consultora, busco alterar la dinámica familiar de forma que la persona con autismo pueda al menos experimentar cambios fuera de esta dinámica estancada.

Así que buena suerte con la publicación. Puede utilizar libremente el prefacio que ha escrito, tan bien reflexionado y considerado. Y gracias por dejármelo leer.

Calurosamente,

Donna

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POSTFACIO al LIBRO de DONNA WILLIAMS, “ALGUIEN en ALGÚN LUGAR”. Por ENRIC BERENGUER.

La cuestión del autismo es objeto en la actualidad de agrios debates sobre la idoneidad de los diferentes tratamientos propuestos hasta ahora para esta problemática que, por sus características, ha desafiado más que ninguna otra los esfuerzos para tratar de entenderla. Pero en el mundo actual, este tipo de discusiones no permanece en el ámbito de los especialistas. Desde hace un tiempo, los nuevos medios de comunicación, las redes sociales, el relieve que ha tomado en diversos ámbitos el punto de vista de las familias de los afectados, los distintos lobbies con intereses mercantiles que tratan de influir en las administraciones y las instituciones políticas, constituyen un panorama enormemente complejo y confuso.

Recientemente en Europa, corrientes comportamentalistas han tratado de erigirse en una referencia única para el tratamiento del autismo, descalificando otros enfoques, como el psicoanalítico, para lo cual aducen argumentos supuestamente científicos. Estos intentos vulneran la libertad de elección que debería regir en éste como en otros ámbitos, así como el necesario pluralismo y la multidisciplinariedad aconsejables en las intervenciones.

Pero, como se dice a menudo, la primera víctima en una guerra es la propia verdad. Y la realidad que está en juego es mucho más compleja de lo que a veces se quiere hacer ver. Una cosa es la ciencia, muy parca en sus afirmaciones, otra muy distinta es el cientificismo, una ideología que pretende hablar en su nombre.

Frente a todo esto, la pregunta es dónde encontrar una referencia más real. Y lo más real no siempre tiene la forma que muchos consideran la única posible. Los cariotipos, los tests, las estadísticas, acaban diciendo de una persona mucho menos de lo que se suele creer. Por el contrario, la escucha, o la lectura, de un verdadero testimonio, de un testimonio de verdad, el de alguien que habla en nombre propio, sin defender los intereses de nadie, sin justificar a nadie, manteniéndose fiel en su narración al detalle de una experiencia que consigue traspasar a palabras que podemos entender, es algo que nos acerca mucho más a lo real que nos interesa. La voz de Donna Williams no es la única entre las de personas concernidas en primera persona por lo que se llama autismo. Pero su voz es única, como son únicos otros testimonios valiosos que han llegado a la opinión pública, porque cada uno trasmite una experiencia singular, irrepetible.

¿Cómo resumir lo que hace del testimonio de Donna Williams algo especialmente valioso? Se podrían mencionar muchas cosas en este sentido. Voy a destacar las que a mí me han parecido más importantes.

El relato de Donna es la historia de una lucha sin cuartel, de una persona decidida, que se sumerge hasta las profundidades de la desesperación, y que, contra todo pronóstico, se alza con una victoria indiscutible. Que narra con honradez, no sólo sus éxitos, sino también sus fracasos. Que muestra que, a menudo, la posibilidad de avanzar pasa por renunciar a soluciones que hubieran podido ser cómodas, pero que eran parciales y limitadoras. Que lo que se llama “tratamiento” del autismo es algo en lo que diferentes aportaciones pueden resultar importantes en diferentes momentos de la vida de la persona; pero que, en el fondo, todo verdadero tratamiento es sobre todo un autotratamiento, ya que la parte más crucial le corresponde siempre a ella, a su voluntad de cambiar, a su decisión, a su valentía, a un deseo profundo de salir de su encierro.

Es particularmente interesante el hecho de que, a lo largo de su vida, Donna Williams se benefició de tratamientos de orientaciones diferentes, incluso, en apariencia, opuestas, ya que fue atendida por una psicoanalista y por un psicólogo cognitivista. Sin embargo, ella tomó de cada tratamiento lo que en aquel momento podía darle y también fue capaz de situar qué no podía darle. Y ello no basándose en ideas a priori sobre lo que eran dichos tratamientos, sino a partir de su propia experiencia concreta. Así, Donna pudo situar muy bien los límites con los que tropezó su tratamiento con una psicoanalista, que fue incapaz de franquear ciertos límites impuestos por el propio funcionamiento autístico. Pero también es interesante que, cuando describe su tratamiento con el psicólogo cognitivista que la ayudó a dar un paso crucial en su cura, hable de él en términos que demuestran la imposibilidad de reducir la intervención a una pura técnica, a un adiestramiento. En su relación con el Dr. Marek, en efecto, encontramos muchos elementos que no podrían describirse en los términos del “condicionamiento”, sino que implican toda la densidad de una relación, en la que se aprecian cosas que los psicoanalistas podríamos describir también en términos de “transferencia”.

Y es que el testimonio de Donna Williams debería dar que pensar a todos: psicoanalistas, psicólogos clínicos, psicólogos cognitivistas, psiquiatras, educadores, políticos, familiares.

Empecemos por los psicoanalistas. El psicoanálisis freudiano fue concebido originalmente para el tratamiento de las neurosis, y supone una relación entre los síntomas y una verdad histórica de la persona que los sufre. La interpretación está pensada para movilizar ese valor de verdad de los síntomas y permitir su elaboración. Posteriormente, las psicosis fueron objeto de intentos de tratamiento sistemáticos y específicos, que ya llevaron a poner en tela de juicio la utilidad en tales casos de una práctica de la interpretación y exigieron un cambio radical de perspectiva. Pero el autismo tardó en encontrar un lugar entre las preocupaciones de los psicoanalistas. El primer caso de niño que hoy sería llamado autista, fue tratado, al parecer con éxito, por Melanie Klein, quien lo consideraba una forma peculiar de esquizofrenia, sin que ella misma pareciera convencida del diagnóstico. Posteriormente, Frances Tustin describió particularidades importantes del funcionamiento autístico, entre las que se destaca la relación con cierto tipo de objetos que ella llamó autísticos, diferenciándolos de los objetos transicionales descritos por Winnicott. La misma autora habla de “autismo encapsulado” y se refiere a la producción por parte del niño de una especie de barrera o caparazón que lo separa del mundo.

Serán Rosine y Robert Lefort, alumnos del psicoanalista francés Jacques Lacan, que se mantuvo muy atento a sus trabajos, quienes plantearán la hipótesis de un funcionamiento autístico que consideran netamente diferenciado de las psicosis, como una estructura diferente. Y describen un elemento nuevo de dicho funcionamiento, que hasta entonces había pasado desapercibido: el valor que tienen cierto tipo de identificaciones con figuras que para los autistas funcionan como dobles, por así decir, “en espejo”. Los Lefort, por otra parte, basándose en la teoría de Lacan, plantearon hipótesis novedosas para explicar los trastornos del lenguaje específicos de los autistas. Con ellas, tratan de dar cuenta de por qué para los llamados autistas el lenguaje parece estar cargado de un potencial destructivo, que evitan mediante un silencio obstinado, o bien mediante peculiares formas de hablar con las que eluden hacer un uso verdaderamente expresivo de la palabra.

Más recientemente, Éric Laurent añadirá una noción fundamental que permite entender mejor algunas intuiciones de Tustin antes mencionadas, corrigiéndolas. Se trata del concepto de “borde autístico”, un concepto que permite introducir, en la serie de construcciones con las que el autista se separa del mundo, una variedad mucho mayor, formas mucho más sutiles. Y esta nueva complejidad incluye también un gran potencial de cambio, de desplazamiento. Al no tratarse ya de una “segunda piel” (Tustin), ese borde es una frontera móvil, ampliable, en la que interviene también el lenguaje, así como construcciones con las que poco a poco el autista puede ir abarcando el mundo exterior, abriéndose a él a su manera, que es la única posible(1).

Pero, por encima de todo, lo que el psicoanálisis dice es que el autismo es un funcionamiento mediante el cual el sujeto trata de defenderse de una profunda angustia. Y lo hace con medios peculiares, que desafían la lógica del sentido común, pero que tienen su propia lógica que es preciso tener en cuenta.

Para los psicoanalistas, el testimonio de Donna Williams es de un valor excepcional, en la medida que contiene la expresión más detallada de la angustia de la que se trata, que no es cualquiera, así como de los mecanismos con los que la persona que la sufre trata de combatirla. Y, sobre todo, porque permite un nuevo desarrollo de una inspiración de Freud: todo síntoma, de los que se suelen considerar patológicos, no es sólo la expresión de una enfermedad, sino que incluye modos específicos de combatirla, es ya parte de la solución, que espera ser tenida en cuenta para una curación verdadera. En efecto, Donna demuestra que la necesidad de encerrarse en su mundo para evitar la angustia no excluye posibilidades de interacción, que no por ser sutiles son menos genuinas. Demuestra que las mismas construcciones con las que el autista lleva a cabo su muro tienen puertas y ventanas, que esperan a alguien que sepa verlas y entenderlas, para ayudar a que la propia persona afectada las abra desde dentro. Proporciona ejemplos impresionantes del funcionamiento de los dobles o espejos, vinculados también a una serie de objetos que ella fue construyendo, en cuya serie se aprecia una progresión hacia el sentimiento de pertenencia de un cuerpo propio, habitado por la vida y capaz de sentir emociones y afectos –capaz, en la misma medida, de entrar en relación con el cuerpo de los otros.

Ahora bien, esto implica –y ahí los psicoanalistas debemos estar particularmente atentos– que no se pueden aplicar al tratamiento del autismo muchas de las cosas que resultan útiles en otros casos. Por eso los psicoanalistas deben estar dispuestos a poner en tela de juicio lo que saben, con toda humildad, para volver a aprender, caso por caso, la lógica de un funcionamiento que más allá de ciertas tendencias generalizables siempre es único. Deben estar preparados para seguir los pasos de su paciente, aunque éstos describan recorridos aparentemente erráticos, porque en ellos están las claves.

No se accede a la palabra de una única forma, no se accede ni siquiera a asumir un cuerpo como propio de la misma manera. Y allí el psicoanalista no puede forzar nada, no debe inyectar ningún sentido, edípico u otro, ya que su paciente no lo espera ni está dispuesto a recibirlo. Ni siquiera puede saber de antemano cuál será la solución por la que, desde lo insondable de su ser, aquel niño o aquella niña, aquel joven o adulto, se decantará.

Para los comportamentalistas y/o cognitivistas, este testimonio es igualmente importante. La voz de Donna se alza con toda autoridad contra la idea de que alguien pueda ser sometido a un entrenamiento aversivo o, más en general, de condicionamiento, sin tener en cuenta su subjetividad, su sufrimiento, su consentimiento. Ni sin tener en cuenta, por qué no decirlo, su deseo, ya que la necesidad del autista de protegerse de un mundo que vive como hostil no es menos digna de respetar que las necesidades llamadas de socialización de una persona supuestamente normal. Por otra parte, como ella misma nos muestra de un modo particularmente lúcido, el éxito de cualquier programa que busque influir sobre una persona, sea ésta autista o no, debe de contar con su conformidad, su participación activa. Como Donna concluye: conseguir que un autista se comporte exteriormente como otros desean no implica haber modificado nada sustancial en su funcionamiento, ya que adoptar una posición pasiva o de aparente conformidad ante un entrenamiento (o ante cualquier intrusión, incluso agresión), puede ser la forma más sofisticada de defensa autística, una verdadera astucia capaz de engañar al entrenador más listo.

Los psicólogos cognitivistas deberían leer atentamente la descripción que hace Donna de un tratamiento como el que ella sigue, en el que el terapeuta mismo, su persona, está muy lejos de ser un factor secundario de la ecuación. Un tratamiento no será nunca la aplicación automática de una serie de reglas y algoritmos. Implica factores personales que de algún modo deben de ser tenidos en cuenta. Como Donna nos enseña, en el diálogo con el Dr. Marek ella pudo entender aspectos sutiles de su forma de pensar y de funcionar, y pudo usar los puntos de referencia que obtuvo para orientarse en su esfuerzo titánico por abandonar lo que había sido su mundo. Pero nada de ello hubiera sido posible sin su determinación, sin su propia decisión. Donna usa, en el mejor sentido, su tratamiento con el Dr. Marek. Y este uso que ella hace es algo que ningún condicionamiento podría lograr, porque depende de una elección que nadie, tampoco su psicólogo, podía hacer por ella. En este sentido, el tratamiento es una herramienta más, que al fin y al cabo quien la maneja es la propia Donna, aunque en ello cuenta con el apoyo inestimable de Marek. En cuando a este último, es interesante destacar que gran parte del éxito de su intervención reside, para Donna, en características personales y actitudes muy precisas: una posición respetuosa, no intrusiva, cierta implicación, pero no demasiada, saber esperar, incluso retroceder alguna vez, una gran paciencia, sensibilidad ante la angustia y también algo que, tal como ella lo describe, va más allá de la aplicación de un saber puramente técnico y entra en el terreno de cierta sabiduría. De este modo, con toda naturalidad, Donna limita la ambición del discurso de la ciencia, que pretende erradicar toda manifestación del sujeto como un estorbo, como una variable molesta –y esto tanto en lo referente al terapeuta como en lo referente a su paciente.

En cuanto a las familias de personas afectadas, este testimonio es igualmente de obligada lectura. Pone de manifiesto hasta qué punto algunas de las cosas que el entorno del autista llegaría a hacer, movido por la desesperación, no sólo pueden ser completamente inútiles, sino incluso perjudiciales. Donna describe cómo cierto tipo de presiones, que pueden llegar al maltrato, se convierten para el autista en el mejor aliado de su rechazo del mundo. En el polo apuesto, ella nos muestra que lo que más útil resulta a la larga, aquello que puede tender puentes hacia el mundo de los demás (¡hasta donde éste exista realmente!) es el detalle más discreto, el objeto más humilde, el dispositivo más extraño, los montajes más bizarros, que por su “anormalidad” suelen suscitar el rechazo. El autista, aunque no lo parezca, está siempre trabajando, no hace fiesta ni vacaciones, y nada de lo que hace puede descartarse como inútil: como mínimo, es un intento legítimo, que debemos poder acoger para ofrecerle vías de elaboración.

El testimonio de Donna enseña también a los familiares que, de un modo adaptado a las posibilidades de cada persona y de cada edad, el interesado siempre debe poder elegir, siempre debe contar al menos con cierto margen. No es que no se le trate de persuadir en algunos momentos: a veces incluso se puede requerir cierta presión para que aprendan (un forzamiento suave, para decirlo con Antonio di Ciaccia). En lo esencial, hay que respetar las resistencias a los tratamientos y durante los tratamientos. Y ni siquiera la aparente indiferencia, el sometimiento sin resistencia, son índices suficientes en los que podamos confiar. Hace falta una reflexión permanente, una sensibilidad atenta, para evitar forzamientos, coacciones casi invisibles. Jamás un ser humano debe ser sometido a una domesticación, por mucho que ésta se vista con el lenguaje y los modos de la ciencia. El fin no justifica los medios. Mucho menos cuando los fines son en sí mismos discutibles, ya que “enseñar” a alguien a hablar como un loro (o, dicho de otro modo, conseguir que pronuncie una serie de palabras adecuadas a ciertas situaciones y contextos) no tiene nada que ver con lo que de verdad es hablar, como Donna sabe mejor que nadie. Palabras, frases sofisticadas sintácticamente, correctas gramaticalmente, no por fuerza comunican, puede ser que no digan nada. Y palabras que no cumplen con ninguno de los cánones de lo establecido, a veces son portadoras del mensaje más fundamental de un ser humano.

¿Y los políticos, los administradores, aquellos de quienes dependen las políticas y los recursos públicos, también las leyes, las que se hacen y también las que no se deberían hacer? ¿Qué pueden aprender? Para ellos la lección de Donna es fundamental: no se puede simplificar lo que se llama “el tratamiento” que conviene a una persona que padece lo que ahora se llama autismo. La cura es un recorrido largo, en el que hay etapas muy diferentes, a lo largo de las cuales las necesidades de la persona van cambiando. A veces pueden se pueden requerir medios específicos, otras veces, los medios al alcance de cualquier niño o persona, usados quizás de un modo singular. No se trata de crear ghettos, sí territorios variados y permeables.

Pero ni siquiera dentro de una etapa determinada hay un único “tratamiento”, un único “programa”, que pueda pretender responder a todas las necesidades. Donna se benefició de cosas diversas, de un modo creativo. Unos vecinos bien dispuestos, en la campiña australiana, fueron para ella un recurso esencial. ¡Qué lección para toda la ideología subyacente en la idea tan en boga de “dispositivos específicos”! La conclusión es inequívoca: la oferta de tratamientos debe ser amplia, diversa, para que cada persona, con la ayuda de su familia si es una persona dependiente, pueda elegir lo que más le conviene, que quizás no sea lo mismo para todos, ni en todo momento. La libertad de elección, como comprobamos en la historia de Donna, no es un factor secundario sino esencial, porque lo fundamental de la cura pasa siempre por la decisión del propio interesado, y esto se opone a cualquier intento de definir un camino único para todos y en todo momento, dentro de una lógica que acaba siendo totalitaria a pesar de las buenas intenciones.

Más allá de todo esto. ¿Qué nos enseña a todos este testimonio único, con independencia de nuestra implicación o de nuestra profesión? Muchas cosas. Pero vamos a limitarnos a destacar una, que constituye una gran lección humana. Se trata de la cuestión de la responsabilidad subjetiva. Gran cuestión, en un mundo en el que muchos se amparan tras supuestas condiciones objetivas que, según dicen, hacen imposible una elección.

Donna, que sufrió lo que podría llamarse un maltrato infantil, y que no duda en describirlos, aunque siempre con una contención notable, no culpa a sus padres de su enfermedad. Plantea de un modo simple y conciso que no sitúa nada de aquello, por otra parte tan triste y terrible, como causa de lo que le ocurrió. Lo más sorprendente es hasta qué punto asume una responsabilidad subjetiva por sus síntomas. En efecto, reconoce sin ambages el peso que en ellos tenía una decisión íntima: el rechazo del mundo y la negativa a abandonar el suyo propio, cederlo a los demás. Sitúa claramente una decisión del sujeto que tiene un papel decisivo en la perpetuación de la enfermedad. Por eso, como ella misma pone de manifiesto, lo esencial de la cura pasa por una decisión, por un acto al mismo tiempo de deseo y de responsabilidad.

Es cierto que esta responsabilidad subjetiva es matizada, en la medida que, gracias a esta decisión de abandonar “su mundo” Donna se puede separar lo suficiente de su autismo como para diferenciarse de él de un modo claro. Y desde esta nueva posición puede decir algo al mismo tiempo enigmático y cargado de sentido. Dice, en efecto, que antes ella creía que quería ciertas cosas, cuando en realidad eran las cosas que quería el autismo. Que ahora ya sabe que en eso ella no podía elegir, aunque creyera que lo estaba haciendo, porque era el autismo el que decidía por ella. Y entonces, cuando puede decir, con toda firmeza, que ella no es su autismo, es cuando puede separarse de él de un modo efectivo. Y descubre que lo que había vivido como una libertad vertiginosa era una esclavitud, el sometimiento a una forma de funcionamiento.

Lo más enigmático, y al mismo tiempo lo más profundo, es que esto no anula cierta dimensión de responsabilidad que ella había aislado tan bien. ¿Cómo hacer compatibles estas dos afirmaciones aparentemente contradictorias? Donna nos conduce así a la raíz misma de la cuestión ética, a la que tanto esfuerzo han dedicado los filósofos.

Se trata de algo que puede ser pensado desde perspectivas muy distintas, y cada cual lo hará, sin lugar a dudas, a partir de su formación o del lugar que ocupa. Pero para extraer algo, lo más generalizable posible, diré lo siguiente. No hay ninguna enfermedad ni condición que sufra el ser humano que, aunque por un lado lo condicione, de modos a veces decisivos, incluso abrumadores, lo deje sin algún margen de elección posible, por mínimo que sea. Y, dentro de ese margen, el sujeto es responsable, aunque no sea responsable de su enfermedad en el sentido corriente. Del mismo modo que el sordo se puede amparar en su sordera al servicio de su no querer oír, o sea, puede desear no oír aunque esto parezca un hecho obligado, el autista puede desear autísticamente, puede aliarse con su condición. El síntoma, sea cual sea (ya sea su causalidad psíquica o física), tiende a imponerse al sujeto que lo padece, pero, al menos en una parte significativa, lo hace mediante cierta forma enigmática de persuasión –y de este efecto de persuasión, el sujeto es en parte responsable. La identificación con el síntoma es algo que responde a una lógica muy profunda, y tiene modalidades muy diversas. La experiencia del autismo nos demuestra que actúa desde momentos muy precoces de la vida del ser humano, en los que la diferencia, el margen, entre una condición objetiva (ya sea por efecto de una enfermedad o por cualquier otro factor) y una elección del sujeto es muy estrecho.

Esto está cargado de consecuencias y es una cuestión fundamental a añadir en un apartado de este debate, muchas veces planteado en términos simplistas: el referente a “la causa del autismo”.

Por ejemplo en el caso de la propia Donna, algunas enfermedades afectaron a la niña que ella era. Y ninguna dolencia del cuerpo deja de producir su impacto en la primera infancia. Por otra parte, ciertas formas de autismo se suelen asociar con enfermedades neurológicas graves, como el síndrome de Rett. Aunque sería más justo decir que en personas con síndrome de Rett se desarrolla con cierta frecuencia una sintomatología autística. Sin embargo, el caso de Annick Deshays demuestra que incluso alguien que sufre de dicho síndrome, y que desarrolló una sintomatología autística grave, ha podido luchar de un modo muy efectivo contra algo que parecía un destino ineludible.

Finalmente, lo que Donna aporta a esta cuestión de la responsabilidad y la causa añade un elemento fundamental a todo lo que se dice, con poco conocimiento de causa, sobre la supuesta culpabilización de los padres por parte del psicoanálisis u otras corrientes, y la supuesta desculpabilización que aportaría la ciencia al ofrecer una causa orgánica. Nada de eso. La misma complejidad de la cuestión de la responsabilidad (que no culpa) que Donna describe en su propia relación con el autismo, es la que describe con toda precisión en lo referente a sus padres. Es esa posibilidad de situar, de delimitar y por lo tanto limitar, la responsabilidad de cada uno lo que en realidad desculpabiliza. Que haya un trastorno o una enfermedad no te hace irresponsable, cambia los términos en los que esa responsabilidad se plantea.

En resumen: los llamados autistas tienen muchas cosas que decir y poseen sobre su condición un saber precioso, que todos debemos escuchar muy atentamente. La aportación de Donna Williams es enormemente valiosa y su voz, como la de otros, debe ser tenida en cuenta en un momento en que tantas decisiones están en juego. Entre otras cosas, para no olvidar la dimensión ética de lo que se discute.

Nota:
1-. Para profundizar estos temas: Jean-Claude Maleval, El autista y su voz, Ed. Gredos, Barcelona, 2011.