Permisividad y prohibición. Por Manuel Fernández Blanco (A Coruña).

LOS SÍNTOMAS DE LA CIVILIZACIÓN

La permisividad parece ser uno de los rasgos más definitorios de la sociedad contemporánea. El derecho al goce particular, y a su exhibición pública, se impone. En el orden de las costumbres, casi nada escandaliza. Se respetan, y legalizan, casi todas las opciones sexuales y de vida. La ley deja de ser un factor de discriminación y se pone al servicio de las políticas de igualdad.
Pero, en la época en la que todo parece estar permitido, asistimos al auge paradójico de las normativas prohibicionistas. Así, en el momento de mayor afirmación y reconocimiento de la libertad individual, eclosiona una nebulosa de normas pequeñas, chatas, estúpidas, inconexas y deslabazadas. Cuando el gobernante o el legislador se enfrenta a este mundo sin ley, y no sabe qué hacer, recurre a la norma y a la prohibición como resultado de su impotencia. Por eso se prohíbe fumar en el monte, en el trabajo o en presencia de niños. Se prohíbe también escupir o dar de comer a un animal en la calle. Se prohíben los foguetes y el Globo de Betanzos. Se prohíbe darle un cachete al niño o dirigirle cualquier frase degradante (ojalá se pudiera prohibir pensarla). Se prohíbe y se prohíbe, hasta llegar a generar un clima social coactivo y persecutorio. Lo que convendría saber es que, si proliferan las normas, es porque el lugar de la ley, en la subjetividad contemporánea, está vacío. Por eso, la permisividad va de la mano con la prohibición, del mismo modo que el desarrollo de la ciencia obliga a constituir comités de Ética. Si antaño estábamos con frecuencia fuera de la ley, hoy podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que incumplimos a diario alguna norma.
La ley es necesaria para vivir, sin ella no se puede vivir, pero con tanta norma tampoco. Las normas son tantas que podríamos hablar de un anti-ecologismo normativo, doblemente inútil, porque, si por una parte, el aire se vuelve irrespirable para el sujeto que ha interiorizado la ley, por otra parte, para aquél al que la ley “no le dice nada”, ninguna norma le funcionará como límite. La pregunta pertinente es: ¿a qué obedece este normativismo asfixiante? La respuesta es que va con los tiempos, con los tiempos que comenzamos a llamar evaluadores. Se trata de evaluarlo todo y, para evaluarlo todo, hay que normativizarlo todo -este empuje a la evaluación es la forma moderna en la que se presenta la burocracia, ese saber que no lleva a nada. ¿Por qué? Porque es un saber de repetición, que sólo produce gastos, para gestionarlo administrativamente, y da empleo a los burócratas -no necesitamos aclarar que burócrata no es el que trabaja en una oficina, sino el que genera un saber que da la espalda a lo real. Las cifras que se dan en los informes sobre seguridad, enseñanza, sanidad, justicia son de una minucia y de una pequeñez que, después de tanta y tanta cifra, nos preguntamos: y con toda esta estadística de menudencias, ¿qué se hace? Pues, generalmente, se hacen normas. Y a la transgresión de esas normas, se responde con nuevas normas.
Si como dice el libro sagrado, “La ley os hará libres”, no podemos concluir sino diciendo que el hipernormativismo actual no hace más que esclavizarnos a unas normas, con frecuencia tan tontas como ineficaces.

MANUEL FERNÁNDEZ BLANCO (A Coruña)
Artículo publicado en LA VOZ DE GALICIA.
Ver URL: http://www.lavozdegalicia.es/
(Foto: Globo de Betanzos, a que se refiere el autor en su texto)