Orgullosa soledad (com) partida. Luis Seguí (Madrid)
Recuerda Lacan en Situación del psicoanálisis y formación del psicoanalista que Sigmund Freud siempre se mantuvo firme en la defensa del mito desplegado en Tótem y tabú, ese drama inaugural de la humanidad en el que se representa la paternidad más allá de los atributos que aglutina y de los que el lazo de la generación no constituye más que una parte. En efecto, la conexión padre verdadero-padre simbólico-padre muerto, la relación en suma de la paternidad con la muerte, son algo más que significantes que resuenan constantemente en el ámbito del trabajo psicoanalítico. Remiten -por así decirlo- a la función del psicoanalista en su relación con la soledad en la que desarrolla su tarea, que tiene, paradójicamente, la característica de ser una soledad compartida. Al Padre Freud le preocupaba el destino de su invento, como se interrogaba acerca de si los analistas en su conjunto satisfacen el estándar de normalidad que exigen de sus pacientes, aspecto por otra parte siempre bajo la amenaza del exceso de identificación. Lacan llama la atención sobre la perspicaz anticipación freudiana a la emergencia de los modelos totalitarios, al abordar los fenómenos de identificación vertical y horizontal en su Psicología de las masas tomando como ejemplo al Ejército y la Iglesia. Sin duda, intuía los riesgos de establecer un orden jerárquico consolidado mediante el investimiento de las Suficiencias y las Beatitudes cuando fundó la Asociación Internacional de Psicoanálisis, unos riesgos que Lacan vio plasmados y en acto desde antes incluso de su excomunión.
¿En qué momento un sujeto decide romper el orden establecido -nunca mejor dicho- que le condena al sometimiento burocrático al estilo del kominternismo? La referencia no es caprichosa: independientemente de la brutalidad criminal de Stalin, a quien no por casualidad se llamaba el padrecito, a él de debió la congelación de las ideas de Marx en un corpus oficialmente sancionado como ortodoxo de una vez y para siempre, excluyente de cualquier reflexión crítica. En palabras de Lacan, en referencia al estalinismo jerárquico construido por quienes se erigieron institucionalmente en albaceas de Freud, la comunión de grupo (...) a expensas de toda comunicación articulada, enalteciendo el yo autónomo ... identificado con su analista.
El que rompe elige la soledad, con la que paga tributo a la heterodoxia. Lacan aceptó el desafío, siendo plenamente consciente de que el psicoanálisis es una obra exquisitamente colectiva y, por lo tanto, aquella soledad debe ser necesariamente compartida. Tan consciente era, que desde la exclusión de la Iglesia hasta después de la disolución de su Escuela, estuvo ocupado en buscar el modo de combatir el significante amo y lograr que los analistas lo desterraran de sí para desplazarlo y depositarlo en una institución, cuyo funcionamiento fuera radicalmente diferente al de aquella de donde fuera excluido.
En un cuento titulado Historia de Tadeo Isidoro Cruz, escribe Jorge Luis Borges del personaje:
(Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin escuchó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia, mejor dicho un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo).
Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.
El personaje borgiano, que no había conocido a su padre y que en su azarosa existencia parecía destinado a no escuchar su nombre, a no poder identificar ese momento en el que le sería desvelado quién es, halló sin embargo esa lúcida noche fundamental en forma de un acto de rebelión que le apartó para siempre de aquellos que hasta entonces parecían ser los suyos, y que le abrió el camino (incierto) hacia el encuentro con el padre.
Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos II de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre (*).
Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro (...) Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él.
(*) El hombre era Martín Fierro, el personaje literario de José Hernández en su poemario del mismo nombre; y el entrevero, el episodio en el que Tadeo Isidoro Cruz ve en aquél la imagen de su padre.