Nader y Simin, una separación. Irene Domínguez (Barcelona)

Asghar Farghadi, merecido ganador del “Oso de Oro” a la mejor película en el Festival de Berlín de este año por “Nader y Simin, una separación”, vuelve a mostrarnos su sello ineludible en la manera de hacer cine y de acercarnos a la condición humana. Lo dice en alguna entrevista: le encantan las preguntas. En sus producciones éstas toman la escena, se convierten en las auténticas protagonistas, para llevarnos de su mano hasta el mismísimo borde de algo imposible de decir. Si en “A propósito de Elly” todo giraba alrededor de una desaparición, en “Nader y Simin” lo hace entorno a una separación. La muerte y la relación entre los sexos: dos núcleos cruciales a partir de los cuáles se levantan los cimientos de la condición humana.

Esta película cargada de contrastes y sutilezas, logra cautivar al espectador, haciendo de la trama-drama de sus protagonistas, un instrumento para penetrar en nuestra propia condición ética y llevarnos, en una tensión in crescendo, hasta su impactante escena final, deliberadamente velada. Y es que, quizás, la pregunta lanzada por el juez a una niña de 11 años ¿con quién quieres irte, con tu padre o con tu madre?, formula, no sólo el peor de los temores infantiles, sino también algo sobre lo que constituyen las consecuencias incalculables de nuestros actos.

Simin pide el divorcio a su marido porque quiere irse a otro país donde piensa que su hija tendrá mejores oportunidades y él no quiere acompañarlo; o al menos eso es lo que le dice al juez. En Irán no son razones suficientes para que la ley otorgue el divorcio: ni le pega, ni bebe, ni incumple sus obligaciones paternales, entonces, tendrán que arreglarlo entre ellos. Por el momento, ella se muda y él se queda a cargo de su padre, enfermo de Alzhéimer, y la hija de ambos.

Otra mujer, de diferente estrato social, acepta el trabajo de cuidar al anciano padre de Nader, para tratar de ingresar algo de dinero a la trastocada economía familiar. Su marido no trabaja y tiene muchas deudas, razón por la cual entra y sale a menudo de la cárcel. Ambas mujeres toman resoluciones referentes a sus familias, aún sin tener muy claro estar haciendo lo que deben o quieren. Sus maridos, por el contrario, permanecen quietos: ambos se quedan en sus casas.

Un desafortunado hecho centra el punto de partida que desencadena una serie de actos hacia donde se ven avocados los cuatro personajes de esta historia. El aborto repentino de la cuidadora -que deviene acusación de asesinato- va a enfrentar a cada uno con la ley y con su propia verdad, que por supuesto, es de muy diferentes naturalezas. Para el juez, representante de la ley, hay una denuncia y su misión es determinar la culpabilidad o inocencia del acusado. Para esclarecer la veracidad sólo dispone de testigos, es decir, de las enunciaciones individuales de cada una de las personas a los que decide tomar declaración. La ley no admite matices: algo se sabe o no se sabe y eso se traduce en más o menos pena de cárcel. La ley no puede admitir, por ejemplo, que Nader supiera que la mujer que cuidaba a su padre estaba embarazada, pero que, en el momento de echarla bruscamente de su casa -preso de la angustia y con un enfado descomunal por haber dejado solo y atado a su padre- se le olvidara por completo: eso no es de la incumbencia de la ley. La ley coránica, por su parte, pone a disposición de sus secuaces un teléfono que informa de lo que constituye un pecado en cada situación determinada. Lo es para una mujer desnudar a un hombre, pero, en caso de que se encuentre sola, el señor sea senil y se haya meado encima, entonces, puede hacerlo usando guantes de látex.

Las mentiras y secretos se van sucediendo, ciñendo lo que constituye el núcleo de la verdad inconsciente de cada cual. Si la verdad -como suele decir Lacan- sólo puede ser dicha a medias, es gracias a las mentiras. Éstas, siempre puestas al servicio de la verdad singular, van a ir articulándose a las relaciones con la ley y con los otros. Simin desearía que su marido le pidiera que se quedara, se lo confiesa a su suegro mudo y senil. El amor, la demanda de amor, tiene que ver con su verdad. Quiere irse, pero quiere más que su marido le pida que se quede. Nader también ama a su mujer, pero no va a pedirle nada: no puede correr ese riesgo, una negativa heriría todavía más su robusto orgullo. Sin embargo, su verdad, más que la del hombre, es la del padre: no abandonar al suyo y ser uno íntegro ante los ojos de su hija.

En la otra pareja las mentiras se ubican en otros planos. La cuidadora, mujer religiosa, no sólo miente sino que acusa falsamente a Nader. Tiene sus razones: necesita dinero y sus actos sólo contabilizan ante Alá. Por eso puede desplegar, no sólo una sino varias mentiras -quizás, también, por haber sido falsamente acusada-, que solamente cobrarán una dimensión subjetiva distinta, cuando se vea instada a jurar ante el Corán. Su verdad se vincula al temor de Dios, y por eso lleva al límite su fe, mucho más allá de lo que lo hace su propio marido, creyente también, pero capaz de saltársela si de dinero se trata.

En todo caso, la película plantea la cuestión de la responsabilidad frente a los actos de cada uno de sus personajes, ninguno es ni víctima ni inocente y la culpabilidad inconsciente también juega en ellos su papel. Durante el trayecto del argumento, a menudo hay cosas que pasan pero no se ven, cosas que no sabemos y que no nos dicen, entonces nuestros prejuicios trabajan a rienda suelta para completar los agujeros: sobre el hombre violento, la mujer desvalida… y es entonces cuando recibimos una lección: más allá de nuestros condicionantes externos, elegimos siempre.

Llegados a un cierto punto, el marco de la historia desaparece, puesto que, las coyunturas éticas a donde son llevados sus protagonistas y los suficientes enigmas que las acompañan, convierten el drama del otro en una interrogación sobre la propia dificultad intrínseca a la que nos enfrentamos en materia de ética: para mi, esa es la genialidad que consigue su director. De paso, logra agujerear de una forma sutil y muy inteligente, algunos maniqueísmos y prejuicios sobre los países musulmanes y sus habitantes.

Los niños y la mudez senil del anciano, son los testigos silenciosos pero no ciegos, de los movimientos y decisiones de los adultos del mundo que los rodea. Todavía ajenos al mundo de las decisiones, sufren el sufrimiento de sus otros, miran, acompañan y empiezan a ser enfrentados a lo incomprensible de lo que mueve a los seres humanos… complejo por naturaleza.

Esta película me hizo pensar en Rafah Nached, nuestra colega que ha estado presa en Siria por dedicarse a la práctica subversiva del psicoanálisis. En Irán hacer cine bueno también es subversivo. Jafar Panahi está condenado a 6 años de prisión y a 20 sin poder volver hacer cine, por su película “El círculo”. Muchos directores iraníes se ponen en juego al proponer sus producciones, y es que, lograr penetrar en las cuestiones éticas alumbrando resortes fundamentales de nuestra naturaleza, ha sido siempre un peligro de primera magnitud para el autoritarismo de cualquier color.