Masotta, Lacan, Barcelona.* Nora Cattelli (Barcelona)

Cuando llegó a Barcelona, a finales de 1975, había cumplido cuarenta y cinco años y estaba volcado casi enteramente a la enseñanza del psicoanálisis, por lo que aquí se lo recuerda, sobre todo, en su papel de difusor de Jacques Lacan.

Venía de una breve estancia en Londres, donde había pensado instalarse al salir de Argentina, en 1974, durante el frágil gobierno de María Estela Martínez de Perón, que cayó el 24 de marzo de 1976 y dio lugar, hasta 1983, al gobierno de las Juntas Militares y al terror de Estado.

En los tres años de Barcelona, hasta su temprana muerte en septiembre de 1979, se dedicó, por tanto, a enseñar psicoanálisis. Elegir una vertiente específica del pensamiento, la literatura, el arte o la sociología no estaba en su naturaleza, pero las instituciones psicoanalíticas son voraces y lo convirtieron, paulatinamente, en un hombre con una misión.

Antes, Oscar Masotta había sido muchas cosas, cumplido muchos papeles, ensayado muchas posiciones, adoptado muchas máscaras. En 1999 salió en Buenos Aires, compilado por Marcelo Izaguirre, “Oscar Masotta, El revés de la trama”, un libro que reúne todas esas máscaras: sobre ellas escriben y hablan críticos, historiadores, artistas, psicoanalistas, lingüistas, semiólogos. Y se encuentran, hasta cierto punto, con una misma y sorprendente característica: salvo en su dedicación final al psicoanálisis, las máscaras no fueron sucesivas, sino simultáneas. En el prólogo a “Conciencia y estructura”, donde Masotta reunió muchos de sus escritos hasta 1967, se lee: “Pero quisiera avisar al lector, además, con respecto a las fechas de publicación de los ensayos -1955-1967– que no intente descubrir en ellas los hitos de una evolución intelectual. Yo no he evolucionado desde el marxismo al arte pop, ni ocupándome de las obras de los artistas pop traiciono, ni desdigo, ni abandono el marxismo de antaño”. Muchos y superpuestos Masottas. Estaba el joven sartreano de la revista Contorno, que en los años cincuenta postuló, desde la izquierda, el primer rescate ideológico del peronismo: “No se trata de discutir si Perón era un payaso (o no lo era). Se trata de describir las con diciones que hicieron posible que ese hombre nos gobernara durante diez años, que esa ‘ilusión comique’ pudiera convertirse en la esperanza del proletariado argentino”.

Estaba el crítico capaz de reordenar la tradición literaria argentina a través de fulgurantes lecturas de Roberto Arlt, incluido “Roberto Arlt, yo mismo”, uno de los mejores textos de la literatura autobiográfica en castellano del siglo XX.

Estaba el innovador interesado en el cómic, que recoge a Humberto Eco, parafrasea a Roman Jakobson y está atento al Roland Barthes del estudio sobre la fotografía.

Estaba el animador precoz de happenings (en 1966, “El helicóptero” y “Para inducir al espíritu de la imagen”) ya la vez su inmediato deconstructor: “Quiero decir que de la misma manera que no soy ni músico, ni pintor, ni escultor, ni actor, ni director: no he comprometido ni comprometo el grueso de mi actividad ni mi futuro a ninguna de esas actividades. Quiero decir, además, que no creo en los happenings”.

Estaba alguien capaz de unir en una nueva sensibilidad la mirada sobre la cultura alta y la baja, dice Beatriz Sarlo, quien lo llama “intelectual faro”.

Estaba alguien, dice con justeza Alberto Giordano, que usaba como nadie el registro de la polémica, un registro que, sin duda, había aprendido de las trincheras existencialistas.

Estaba, al mismo tiempo, un triturador de tendencias filosóficas: Sartre, Merleau-Ponty, el marxismo y, dentro de esa mezcla urgente, ansiosa y extraordinariamente dinámica, Jacques Lacan.

Si algo define la cultura argentina de aquella época es su carácter autoconsciente del lugar -americano, periférico, multiforme– desde el cual se lee y de los modos de apropiación que ese lugar supone.

En los años sesenta, antes incluso de la publicación de los Escritos (1966), Jacques Lacan es leído por Masotta desde ese lugar: como parte de una membrana inaprensible y amplia, no sólo psicoanalítica, una membrana que, por definición, estaba fuera y dentro de las instituciones académicas o profesionales. Como lo estaba el mismo Masotta, que no había acabado sus estudios universitarios, pero al que la Universidad de Buenos Aires le dio un cargo, cuando fundó, junto con el arquitecto César Janello, un Centro de Estudios Superiores de Arte. En 1966 el golpe de Onganía, que terminó con el gobierno constitucional de Arturo Illia, intervino las universidades y acabó con esa tarea. Hay que recordar que eso supuso el primer exilio masivo de intelectuales argentinos: físicos, matemáticos, historiadores, críticos, antropólogos, gramáticos, sociólogos. Entonces se inició, en las principales ciudades del país, un tipo singular y eficientísimo de transmisión académica sin academia: los grupos de estudio.

Hubo grupos de estudio de El capital, de lectura de Hegel, de Freud, de lingüística, de literatura y peronismo, de literatura latinoamericana, de crítica y teoría literaria, del presidente Mao, e incluso de griego y de latín, porque hasta los profesores de estas disciplinas -al menos, los que entre ellos no venían del catolicismo de derecha– habían renunciado a la universidad. Los que no emigraron a Estados Unidos, Francia, Suiza o Venezuela reunían los grupos en sus casas, o en incipientes instituciones paralelas.

En 1973 hubo otra vez elecciones libres, pero la vuelta a la universidad, en medio de la efervescencia política y la creciente violencia, no liquidó ese modo paralelo de enseñanza, que se mantuvo más tarde, durante la terrible dictadura del '76, en medio de grandes dificultades y peligros. Porque pertenecía a esta tradición, el Oscar Masotta que llegó a Barcelona era ya, desde 1969, una figura principal de los grupos de estudio y un personaje influyente y absorbente de las instituciones psicoanalíticas: había fundado en 1974 la Escuela Freudiana de Buenos Aires, había viajado a París, había visto a Jacques Lacan.

Hay que decir “instituciones psicoanalíticas” y no “institución psicoanalítica”, porque en la Argentina incluso la pétrea delegación de la IPA (siglas en inglés para la Asociación Psicoanalítica Internacional fundada por Sigmund Freud) había sufrido diversas rupturas y cuestionamientos, y desde finales de los años setenta había incorporado la lectura de Jacques Lacan (no sus técnicas), mientras que la Barcelona a la que llegó Masotta poseía su propia –y aún más pétrea– delegación de la IPA, seguidora hasta hoy de la escuela inglesa (sobre todo de Melanie Klein y W.R. Bion) y en cuyos textos, programas y bibliografías el nombre de Jacques Lacan no suele aparecer.

Pero Masotta se instaló en otro orbe. Daba sus cursos en el estudio de Josep Guinovart, e inmediatamente se contactó con la mucho más esponjosa intelligentsia de Barcelona.

Era pausado, brillante, paciente, sistemático, ordenado, infatigable. Quien esto escribe puede atestiguarlo, porque asistió a unas pocas clases de uno de sus grupos de introducción a Freud y debió abandonarlas porque se desempeñaba como secretaria de dirección de una absorbente empresa multinacional de sulfato de aluminio.

Ese Masotta que llegó a Barcelona íntegramente dedicado al psicoanálisis ¿era el mismo que había salido de Buenos Aires? Puede conjeturarse que hay tres generaciones que sufren el destierro y lo sufren de muy distinta manera. Los niños y adolescentes son capaces, episódicamente, de mimetizarse con el país de llegada, los jóvenes son lo suficiente dúctiles como para volver a construirse una identidad o a transmitir la ya habida sin demasiado menoscabo narcisista. Mientras que los mayores de cuarenta años sufren una devastación mayor: ¿cómo soportar la invisibilidad que, a partir del exilio, los define? Imposible saber si entre los cuarenta y cinco y cincuenta años Masotta experimentó alguna vez la amenaza de esa mirada que atraviesa al extranjero sin verlo. Al parecer, no fue así, porque siguió sus tareas fundacionales, legó una importantísima biblioteca de psicoanálisis, viajó por toda España y se rodeó de discípulos. En ese brevísimo tiempo publicó algunos de sus más importantes textos sobre Freud y Lacan.

Hubo, en realidad, dos círculos de Masotta en Barcelona. Uno fue el psicoanalítico, con sus rupturas, alianzas, escuelas, nomenclaturas y cartas. Otro fue el de los letrados barceloneses atravesados por la urgencia de esos años singulares. Entre ellos estaba Alberto Cardín, muerto en 1992, a los cuarenta y cuatro años, poeta, narrador, traductor, antropólogo, crítico, fundador o animador de revistas –Diwan, Sinthoma, El Viejo Topo, Revista de Literatura o La Bañera– polemista, satírico clásico.

En 1993 se publicó Un cierto psicoanálisis, donde se reunieron sus acerados textos sobre los efectos de la llegada de esa peculiar flexión argentina en la trama intelectual de Barcelona. Todavía está por estudiarse ese cruce diverso, pero existió y he aquí una prueba: en la revista digital Virtualia (EOL) se encuentra una mesa redonda de 1977 sobre erotismo y pornografía hecha –siguiendo el modelo argentino– en casa de Masotta en Barcelona.

Hay que leerla. Allí discuten el mismo Masotta, Germán Garcia, escritor y psicoanalista argentino que también vivió esos años barceloneses, Alberto Cardín y, último pero no menos importante, Federico Jiménez Losantos.
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*Publicado en el periódico La Vanguardia-Culturas