Los sublimes | Marta Serra Frediani
Bella del Señor (1) es un texto que desmenuza la verdad de ficción que el amor comporta, como bálsamo sobre lo real del sexo y de la muerte.
El forzamiento que marca la particularidad del encuentro de dos amantes fuera de lo común, Solal y Ariane, que sellará sus destinos y determinará el camino que, de una aspiración común a la pureza, los conducirá de la cumbre de la pasión a la devastación absoluta.
Él, el atractivo y gran seductor Solal de Solal, inteligente, carismático, rico y poderoso funcionario de la Sociedad de Naciones en Ginebra. Se presenta identificado a un Don Juan que aspira a un amor puro.
Ella, la bella, dulce y también rica Ariane de Auble, huérfana precoz, miembro de la alta sociedad calvinista ginebrina; casada con un hombre mediocre al que no ama, subordinado de Solal. Amante de la música y la lectura, escritora siempre en devenir, vive en un mundo de sueños y fantasías. Se identifica a Diana, la diosa virgen y libre, a la espera de un Dios humano al que entregar su adoración pura.
Solal cree que si logra un amor provocado únicamente por su espíritu, escapará a la impostura que surge de la ilusión efímera del deseo sexual. Se trata de hacer perdurar lo que él llama la “maternidad divina de las mujeres cuando aman” (2), más allá del amor pasión. Apunta a seducir Ariane enunciando la verdad de la mentira del amor, en la que él incluye la muerte como destino.
Como efecto de su discurso, Ariane sale del silencio... ¡seducida! Asume ese personaje y se nombra “Bella de su Señor ”.
A partir de ahí, en la exaltación de los primeros tiempos de la relación, en el “delirio sublime de los principios”, Ariane está enteramente centrada en Solal y en el deseo de alimentar su amor. Ninguna mascarada de la feminidad le parece suficiente para presentarse frente a su amado.
Ariane se sumerge en la pasión amorosa mientra Solal se cree a resguardo, gracias a su pretendida lucidez.
Escapan juntos y a partir de entonces, están siempre bellos, elegantes, felices y deseantes.
Pero también siempre solos, fuera del tiempo.
Poco a poco, la erosión del tiempo toca inexorablemente el ideal de la pasión que, progresivamente, debe ser puesto en escena instalando un ritual amoroso forzado hasta lo extremo. Atados por lo insensato del hacer pareja “sublime”, sólo se permiten mirarse cuando están perfectamente bellos y bien vestidos para compartir cenas magníficas; solo hablan de música y libros y dan paseos por la naturaleza comentando los distintos tonos del mar y la variedad de flores...
Toda la relación ha devenido una exaltación de los semblantes, llevados al límite de hacer desaparecer lo real del cuerpo. La única manera mutuamente consentida de darle consistencia al cuerpo es el encuentro sexual, inmediatamente buscado al menor rastro de fisura. Hacer existir la relación sexual que no existe.
No se trata ya de la soledad buscada en el enamoramiento sino de la culminación inexorable de lo que Solal, como Ariane, han puesto en juego en una relación en la que el vértigo de la destrucción los ha invadido.
La aceleración es fulgurante cuando, de manera inesperada, Ariane confiesa que tuvo un amante antes de conocerle. Es entonces que Solal pierde totalmente el control: la tortura con las palabras, exige más detalles, la degrada cuando los obtiene, la insulta, la desprecia.
La farsa que vivían para mantener el amor ideal de su “inocente”, de su Bella del Señor, se desmorona con la confesión que la desvela como Otra de la que él creía. Objeto caído, odiado, ella es ahora una otra.
La degradación se apodera rápidamente de los actos y de los cuerpos. Hay brotes de ternura pero se queman. Imposible separarse, imposible seguir.
Atrapados en una lógica inexorable, como todos los amantes malditos, se queman en las últimas llamas de la pasión que les ha devorado y los precipita hacía el final que realizan juntos.
1.- Cohen, A., Bella del Señor, Barcelona, Anagrama, 2003, 782 p.
2.- Pág. 291.
Fuente: Blog de las Jornadas de la ECF (05/11/2015)