La fama, pecado mortal*. Manuel Fernández Blanco. (La Coruña)

Hasta no hace mucho tiempo la fama se unía al prestigio, por eso se podía tener buena o mala fama. Actualmente, la fama se ha independizado del prestigio y ha pasado a ser un valor en sí misma. Escuchamos a menudo decir de alguien que “es un famoso”, como signo de identidad, en ausencia de cualquier mérito o atributo especial. A estos personajes, al contrario de lo que podría parecer, también les pesa la fama y, en muchos casos, su deterioro físico o anímico, o su muerte prematura, dan prueba de ello. La fama inconsistente sólo puede realizarse a costa de la degradación del sujeto, que acaba con frecuencia convertido en un desecho de si mismo.

En general la fama en su dimensión más mediática está ligada a la sociedad del espectáculo. Es más fácil ser famoso como actor, cantante o deportista de elite, que como científico o escritor. Muchos de estos famosos se quejan del peso de la fama, pero los psicoanalistas sabemos bien que aquello de lo que alguien se queja puede ser, al mismo tiempo, lo más buscado. De nuestra posición en la vida somos siempre responsables. Nadie sufre las penalidades de la fama si no quiere ser famoso.

A menor consistencia personal, más dependencia de la fama. La identificación narcisista a una imagen exitosa constituye una trampa mortal ya que, cuando esa imagen se rompe, cuando el espejo refleja otra realidad, el famoso ya no tiene nada en que sostenerse. Recordemos cómo Greta Garbo se retiró del mundo del cine a los 36 años, y se recluyó en su domicilio hasta su muerte a los 84 años, para impedir que la fotografiaran cuando ya no podía presentar al mundo el rostro más perfecto.

Hace unos días, Michael Jackson se entregó a la muerte. Lo hizo cuando el mundo entero estaba a la expectativa de su regreso a los escenarios. Tal vez este artista genial temía no estar a la altura de su pasado, de su propia imagen ideal, determinada por el imperativo paterno de éxito y de perfección.

Jackson es un buen ejemplo de cómo la esclavitud narcisista a la imagen y a la fama puede esconder en anamorfosis, como en el cuadro Los embajadores de Holbein, la calavera que representa a la muerte escondida como vanidad. La fama puede ser un pecado mortal.

* Artículo publicado en La Voz de Galicia. Con la amable autorización del autor.