La muerte de un animal de "compañía" | Luis-Salvador López Herrero

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Hay experiencias y fenómenos subjetivos, que sólo pueden comprender las personas que han convivido con animales, o bien, quienes conocen el psicoanálisis o la experiencia fructífera de la existencia.

La muerte de un animal de “compañía”, querido, sea perro, gato, caballo o cualquier otro que cumpla con esta función, hace despertar sentimientos humanos, tal vez demasiado humanos que, por otra parte, pueden ser considerados por muchas personas como excesivos o incluso anómalos.

En ocasiones he podido escuchar que la muerte de un animal puede remedar cualquier otra pérdida humana, e incluso alcanzar cotas de intensidad tan elevada que hace difícil poder diferenciar la pérdida de un ser humano y la del animal apreciado. Ahora bien, ¿cómo entender tal exceso para muchos? Además, ¿no será que, tal exuberancia de dolor, encubre algún tipo de anomalía o de alteración psicológica?

No, necesariamente, me atrevo a manifestar desde el principio. Lo cierto es, como indicó acertadamente Freud, en su trabajo Introducción al narcisismo, la libido —la energía psíquica humana, de carácter afectivo—, inviste objetos, no personas como tal. Es decir, la libido captura los objetos del entorno del mismo modo como una ameba emite pseudópodos para incorporar así, las cosas externas hasta hacerlas propias. En este punto cabe señalar, que la palabra objeto, en psicoanálisis, liquida la manera convencional de abordar los elementos externos en juego.

A partir de este razonamiento podemos comprender las diferentes matizaciones que pueden adquirir para la percepción subjetiva, tanto las personas o los animales como las cosas más variopintas e insospechadas. Todo depende del componente y valor libidinal previamente establecido, en función del avatar afectivo singular.

De ahí que la desaparición de un objeto con el que el sujeto había estado ligado afectivamente pueda despertar tantos fenómenos de calado sentimental. No es tan solo un animal el que se muere y se pierde, sino también la parte subjetiva que estaba enlazada con él y que, inevitablemente, se aleja en ese proceso de pérdida.

De ahí el dolor y el vacío que atenaza el corazón, y contra el que lucha la razón con diferentes justificaciones. Es, precisamente, ese mismo entendimiento lógico y formal, el que no puede entender de forma cabal el proceso por el que el sujeto se ve asediado, preso de un dolor con relación a una pérdida convertida en duelo. Da lo mismo que sea un perro o un gato, y no la pérdida de un ser humano significativo, para que el sujeto sienta la herida mientras se ve corroído por el dolor y el sufrimiento. No olvidemos que el lazo afectivo es siempre con un objeto y que, con matices individuales, cada elemento exterior sirve como depositario de la libido del sujeto, tanto de su amor como de su hostilidad. De ahí que sea toda esa carga afectiva la que retorna cuando el objeto desaparece, abriéndose así, en el sujeto, una herida que reclama de forma lacerante un punto de sutura.

“Algo se pierde con cada desaparición”, canta el poeta, aunque en verdad, sea de forma continua la misma pérdida, la originaria, la que no se puede cerrar, reactivándose con cualquier abandono o desaparición.

A partir de ese momento, para todos que lo sufren independientemente de la imagen del objeto, se abre un proceso de elaboración del que se espera una mayor comprensión hacia lo humano, así como un saber hacer con una experiencia que nos señala el límite de nuestra condición, pero también la esencia y el valor de nuestra propia existencia.

Fuente: diariodeleon.es