La evaluación constante: ¿pueden existir las servidumbres voluntarias?* Paula Vilella (Madrid)

¿Cabe el consentimiento a la dominación? Medio centenar de profesionales analizan en un foro celebrado en Madrid las consecuencias de que se evalúe al individuo desde la infancia y los mecanismos de sometimiento.

Ilustración: Emma Gasco

Con tan solo 18 años, Étienne de La Boétie lo vio claro. En El discurso de la servidumbre voluntaria o el Contrauno, publicado en 1857, el francés analiza las razones de la obediencia y la sumisión a las leyes y los poderes: “Si un tirano es un solo hombre y sus súbditos son muchos, ¿por qué consienten ellos su propia esclavitud?”. En su lúcida exposición, el joven La Boétie llega a la conclusión de que la tiranía es “derrotada de manera automática cuando los individuos rehúsan a consentir su propia esclavitud”.

A la luz de este texto, la Asociación Mundial de Psicoanálisis y la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis del Campo Freudiano reunieron el pasado 11 de junio en Madrid a medio centenar de profesionales de distintos ámbitos en la segunda edición del foro “Lo que la evaluación silencia”.

En esta jornada, que congregó a cerca de medio millar de personas, las servidumbres voluntarias se abordaron desde el psicoanálisis, la educación, la política, la economía, el feminismo e incluso el movimiento 15M, entre otras perspectivas.

ESTANDARIZACIÓN
Individuos equivalentes, que no iguales

“La evaluación se convierte hoy en día en un poder tiránico porque su objetivo no es tanto el de la valoración y clasificación del objeto evaluado cuanto la búsqueda del consentimiento de los sujetos a renunciar a aquello que en ellos mismos no puede ser evaluado porque es incomparable, no cifrable, in-descifrable”, señala Mercedes de Francisco, coordinadora del foro.

Es la justificación del poder a manos del conocimiento experto. El objetivo de la evaluación es, según lo planteado en el foro, que consintamos con los resultados de la evaluación, de ser clasificados, lo que acaba con nuestra condición única y plural, gestionándonos como números. Consentimos porque detrás de esa evaluación hay un método científico, un experto, una garantía de su palabra que justifica su función.

Al evaluar, se simplifica el sujeto evaluado a las meras características evaluadas, por lo que su subjetividad se desvanece. La evaluación nos nivelaría al exponernos a la misma prueba, como sucedáneo de objetividad y justicia, y nos establecería como equivalentes en lugar de como iguales. “Todo esto forma parte de la obsesión de la cultura occidental por la homogeneización, la regulación y la estandarización de los individuos”, asegura el psicoterapeuta y académico Gerardo Gutiérrez.

La escuela sería el primer ámbito donde aprendemos a obedecer, una fábrica de ciudadanos y ciudadanas en serie, la primera experiencia con la servidumbre voluntaria. Las formas tradicionales de gobierno y educación habrían tenido que metamorfosear su apariencia y cambiar los nombres que las identificaban, con el fin de justificar, chantajear y engañar, para que la población consienta con las nuevas formas de dominación, produciendo una subordinación voluntaria.

¿Cómo es posible que la institución educativa entendida como una conquista democrática, con una función liberadora a través del conocimiento, sea a su vez una institución de orden y control, de disciplina? ¿Qué predisposición existe en los sujetos a consentir, con una educación que muchas veces resulta ser más una domesticación? ¿Por qué consiente entonces el sujeto en ser evaluado?

Como dice la psicoanalista Anna Aromí, “en el premio, hay una gratificación de la evaluación para el evaluado y, en aquellos que no quieren pertenecer al sistema, el premio consiste en ser expulsado de él”. La evaluación nos pondría así entre la espada y la pared, con lo que la elección no puede ser libre, ya que siempre optaremos por lo menos malo: la sumisión como forma de ser libres, consentir en que la vía de la libertad es la del sacrificio, la de la acumulación de títulos y credenciales como forma de reconocimiento de nuestra identidad. Por eso la evaluación certifica nuestra inclusión en la sociedad. Desde esta perspectiva psicoanalítica, el premio (la meritocracia, el reconocimiento y la visibilidad social) tiene un precio muy alto, el de la libertad. Una interdependencia y servidumbre recíproca que a ambos, evaluador y evaluado, conviene y ata. La persona evaluada acepta serlo por la recompensa y los éxitos futuros que le reportará salir vencedora de la evaluación.

MERITOCRACIA
Reconocimiento a cambio de libertad

Obedecemos como forma de salir de la situación de servidumbre, es decir, como forma de mandar. La voluntad de poder y la voluntad de sumisión están interconectadas, pero nos ancla en una situación sin fin. Nunca es suficiente la acumulación, siempre tenemos que estar dando cuentas de quién somos, justificando nuestra identidad. Cuando entra en juego el cálculo de costes y beneficios, ya no hablamos de política sino de economía, y el sujeto se mercantiliza a sí mismo. Hablaríamos entonces de maximizar beneficios y minimizar costes en el campo de la identidad. Especular con nosotros mismos en unas reglas de juego feroces.

Pero no sólo el sujeto se está mercantilizando, también su conocimiento, materia del nuevo capitalismo, como critica el profesor de filosofía Wenceslao Galán. “La finalidad del profesorado ya no es inculcar en los alumnos la pasión por el aprendizaje y el conocimiento, sino publicar para sacar dinero aunque los artículos sean estúpidos para luego poder decir que tiene n publicaciones. Estamos metidos en un proceso de hiperproductividad sin reflexión”, asegura.

ESPACIOS DE “DOMESTICACIÓN”
Profesionalismo

Una de las ideas destacadas en el foro “Lo que la evaluación silencia” fue el discurso del profesionalismo como el nuevo amo: ser constantemente juzgado por otra persona, a la que damos la entidad de juez, y consentir vivir en un estado de justificación permanente. La lucha es por quién manda, por quién da nombre a las cosas, por quién establece las definiciones. Así, los amos siguen siéndolo porque les damos poder para ello. En este perverso juego, en esta trampa de la identidad, la profesión aparecería como un trono que conquistar. Definirnos por lo que hacemos se convierte en necesidad. Pero esa identidad tiene un precio, tenemos que tributar para ganárnosla, hasta entonces no somos nadie.

Siervas del hogar
La historiadora de arte Salomé Ramírez analizó en el foro el papel de la mujer como esclava y soberana del espacio de reclusión doméstico. Ramírez destaca la normalización de la servidumbre doméstica, que acaba “modelando el cuerpo y construyendo un imaginario”. Esta subjetividad femenina que afianza la maquinaria franquista debía “transformar el espacio doméstico en un lugar perfecto, limpio y placentero a la mirada del hombre. Para conseguirlo, en primera instancia, debía ejercer su propia autoridad hacia los hijos”, explica. Bajo el engaño, apunta, se acaba sintiendo más alivio, más comodidad, “en un espacio sin fisuras, más controlado que el exterior”.

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