Goce evaluado vs. singularidad del síntoma*. Enric Berenguer (Barcelona)

Se trata de pensar si una variable del discurso contemporáneo, profundamente enraizada en la lógica del capitalismo avanzado, tiene o no alguna influencia en la forma de presentación de una diversidad de problemáticas que englobamos en la categoría de las adicciones.

No se trata de dar una teoría de la adicción, ni una interpretación general de las adicciones, sino de situar una dimensión que puede estar más o menos presente en una serie de casos. En principio no es lo mismo un adicto en un mundo ajustado al paradigma de la represión (en el que la adicción tiene una connotación transgresiva) que en un mundo regido por el plus de goce elevado al lugar de mando.(1) A lo que hay que añadir luego, como un factor específico y reciente, el auge del discurso de la evaluación, relacionado con una modalidad reciente del capitalismo neoliberal.

Evaluación
¿Cómo entender la evaluación? Se trata de un fenómeno complejo, abordado en el Campo Freudiano en trabajos que ya son una referencia(2). La evaluación no es sólo la medición supuesta del plus de goce, como la que opera en la producción de objetos de consumo. Porque a ese estado de cosas se añade, en primer lugar, el hecho de que todas las prácticas relacionadas con la vida personal o social (como la educación o la sanidad) se convierten en mercancías a través de las nociones de “servicio” o “bien”. En segundo lugar, los mecanismos de evaluación miden la supuesta idoneidad o eficacia de los procesos implicados en su producción, aplicando un cálculo de costes y beneficios, lo cual introduce una lógica propia de la empresa capitalista y el mercado en un terreno que hasta entonces se mantenía relativamente al margen de él. Finalmente, en tercer lugar, es el propio sujeto el que será evaluado en todos los aspectos de su vida. Y ello afecta tanto a los agentes implicados en el “proceso de producción”, como a sus usuarios finales y, en última instancia, al ciudadano en general.

Por otra parte, hay que insistir en que la práctica de la evaluación sólo se puede entender en un paradigma de competencia neoliberal generalizada. Ya nada escapa a esa violencia que apunta a destruir toda solidaridad posible, ataca todo vínculo. Como corolario, destacaremos que se pasa así, insensiblemente, de una evaluación de los objetos de goce a una evaluación del individuo, así como a cualquier colectivo.

Cantidad y cualidad
Se comprueba, en efecto, que en diversos campos existe una tendencia global a introducir parámetros cuantitativos que tienden a sustituir cualquier tipo de criterio cualitativo. Esto es muy sensible en ámbitos como el de la educación: por ejemplo, en EE.UU., las escuelas son evaluadas en función de las puntuaciones de sus alumnos para, por debajo de una determinada puntuación obtenida, recortar los fondos a ellas destinados(3). En esta práctica, toda referencia a factores sociales complejos que pueden determinar el rendimiento de una escuela son obviados en aras de una cuantificación “pura”. Dicha cuantificación se debe entender en el contexto de una competencia, pues los recursos van a parar a los más exitosos, al ser considerados los más “eficientes”. La dimensión de lo político se borra bajo un lenguaje de gestión, cuyos efectos políticos son devastadores.

Pero lo mismo ocurre en ámbitos diferentes. La ideología de la evaluación todo lo contamina. Por ejemplo, en salud mental, los manuales estadísticos de diagnóstico (DSM) establecen criterios cuantitativos para discriminar entre patología y normalidad. Esto hace que el diagnóstico tienda a ser de hecho una evaluación. Así, la diferencia entre un duelo normal y un duelo patológico se establece en una diferencia de su duración, estableciéndose la línea de corte en los seis meses. ¿Se llegará pronto a la medida “objetiva” de la felicidad exigible para acceder a la “normalidad”? En cuanto al número de coitos por semana que indican una sexualidad normal, parece que ya es objeto de discusión.

Abundando en el terreno de la sexualidad: las pastillas que al principio se introdujeron para tratar la impotencia adquieren un nuevo sentido en el interior de esta lógica de la evaluación. La píldora azul hace más factible un control del número de erecciones que se pueden tener, y también favorece que se establezcan parámetros para valorar grados de erección: no se trataría ya sólo propiamente de la impotencia, sino de si una erección es lo “suficientemente buena” como para procurar un grado óptimo de placer. Esto no es ninguna anticipación sobre un futuro incierto: una reciente campaña publicitaria de Viagra valora cinco grados de erección, de los cuales sólo a partir del cuarto se consideran adecuados para proporcionar placer (propio y ajeno, naturalmente, y en esto la ambigüedad de la publicidad es deliberada). Que los grados de erección puedan ser “cuantificados” puede parecer un detalle secundario, pero supone un avance en la introducción de variables numéricas en aspectos que antes permanecían a salvo de este tipo de operación, y esto no permanece en el dominio de los especialistas, sino que se difunde al público general.

Borramiento de lo Otro y de lo singular
¿De qué se trata en el fondo? La desaparición de lo cualitativo y su sustitución en una escala cuantitativa están parecen relacionadas –en lo que a la subjetivación del goce se refiere– con un borramiento de lo Otro, por un lado, y con un borramiento de lo singular, por otro lado. El “todo medible”, en el contexto de un discurso de competencia generalizada, excluye cualquier posibilidad de pensar la diferencia, tanto en su alteridad radical como en aquello que, en el extremo aparentemente opuesto, sería la máxima singularidad del sujeto.

La operación es doble: por un lado, situar lo Otro del goce y reducirlo “traduciéndolo” (falsamente: traducción traidora como ninguna) a una escala cuantitativa, aspecto se relaciona con una tendencia a evaluar en términos de más o menos una experiencia de goce dada, pero que en este caso adquiere el semblante de lo “mejor”, “de más calidad”, etc. Por otro lado, lo Otro es igualmente sustituido por “la otra vez”, o sea, una forma de repetición, cuando se valora el “número de veces” (por ejemplo, respecto a la frecuencia de relaciones sexuales, etc.

Esto se refleja en toda una serie de prácticas contemporáneas. Podemos preguntarnos si esta variable de época se puede poner en correlación con el uso de substancias específicas, como la anfetamina y la cocaína, particularmente afines a cierto acompañamiento ideológico del discurso capitalista. Habría que ver si esto se ajusta, en una serie de casos, a pautas de consumo características de estas substancias.

Pero en otro orden de cosas constituye un discurso que favorece la relación adictiva con toda una serie de objetos. Entre ellos, ocupan un lugar particularmente importante las drogas promovidas por el discurso médico, como los ansiolíticos, los antidepresivos, ciertos estimulantes. En efecto, es en estas drogas donde la perspectiva del sujeto (auto)evaluado añade algo más a lo que pudiera ser la pura búsqueda de una satisfacción. Porque en este tipo de substancias están en juego otros parámetros, como la apreciación evaluativa de estados de ánimo (la ansiedad o la tristeza, el abatimiento, el aburrimiento...). Cierta entidad ficticia, la normalidad delirante que tiende a imponerse a través de la ecuación felicidad = salud, promueve una autovigilancia, propiamente una autoevaluación de ciertos estados afectivos, fácilmente tildados de anormales o insuficientes, lo cual justifica el uso de un fármaco.

Si el grado “normal” de erección es el “4”, se puede pensar en el grado de ansiedad que se podría considerar intolerable o la cantidad de tristeza que el individuo considera que debería soportar. La tendencia se ha visto claramente, en los últimos años, en medicina: en efecto, el grado de hipertensión que ahora se considera patológico es mucho menor que antes, igual que la cantidad de colesterol. La evaluación sistemática conduce invariablemente a bajar los umbrales de tolerancia y a plantear metas más exigentes.

A veces, con relación al uso de tóxicos, o respecto de otras formas contemporáneas de gozar, de naturaleza adictiva, se dice que se trataría de un sujeto que goza autísticamente. Se trata de una metáfora. Eso puede estar en el horizonte como tentativa, como fantasma. Pero más bien se trata de un intento de domesticar, de reducir, lo que en el goce es de una alteridad ineliminable. De ahí lo destructivo de este tipo de tentativas de reducción. Tal intento desencadena un retorno en modalidades del síntoma particularmente destructivas.

De hecho, eso Otro que se intenta reducir reaparece a menudo bajo la forma de la destrucción: el límite de la muerte surge como algo radicalmente ajeno a todo dominio, como un absoluto irreductible. La dualidad pulsional planteada por Freud en términos de eros y pulsión de muerte nombra la cara destructiva de la alteridad inherente al goce cuando no encuentra su lugar en una subjetivación adecuada, que permita un “apañárselas con él” verdaderamente fundado.

Mujeres tragaperras
Un caso puede ilustrarnos a este respecto. Se trata de un hombre que se presenta como un adicto a las máquinas tragaperras. Éstas lo han conducido a una situación tan desesperada, que duda entre la tentativa de una cura o el suicidio. Pero esta adicción final es el resultado de un recorrido.

Parte de escenas infantiles de particular preocupación por el tamaño de su pene y la fascinación por cierta mujer que se exhibe ante él o se deja ver con complacencia. Surge la preocupación por la desmesura entre su miembro pequeño y el cuerpo. La iniciación sexual, a iniciativa de una mujer mayor, se salda con una elación narcisista, una ola de entusiasmo ante la comprobación de que su miembro, a pesar de su tamaño, puede proporcionar “tanto” placer a una mujer.

Su vida desde cierto momento se desarrolla como una comprobación repetida de ese primer coito, pero rápidamente surge en él la exigencia de una mejora. Tiene que hacerlo mejor, superarse, tanto en la intensidad de placer proporcionado a la mujer como en la repetición del número de coitos,... hasta que finalmente de se trata de engrosar la lista interminable de mujeres con las que tiene encuentros regulares.

Ha consultado por la adicción a las máquinas, pero, si bien reconoce el carácter adictivo de su sexualidad, se muestra orgulloso de sus proezas, pues considera que es capaz de hacer gozar a una mujer mejor que nadie y a más mujeres que nadie. Se presenta, en broma, como “el mejor amante del mundo”, pero es obvio que cree en este fantasma.

El trabajo analítico empieza a partir de una interpretación que va de las máquinas tragaperras a las mujeres tragaperras. A partir de ahí puede subjetivar algo de la figura de un Otro insaciable habitado por un deseo de gozar sin límite. Clave de un trabajo prolongado que le permite distinguir que allí donde él creía gozar, más bien se consagra al goce inconmensurable de la mujer.

El resultado es la conclusión de que no hay medida común posible. Cae entonces su autoevaluación permanente y la aspiración a ser el mejor amante. Sus dos adicciones desaparecen conjuntamente.

Lo hetero
La relativa insistencia del ser humano en tratar de situar lo hetero en el marco de lo sexual puede relacionarse con este problema: es una forma de tratar lo inconmensurable. Desde luego, la diferencia de los sexos y los dos campos definidos por las fórmulas de la sexuación no constituyen la única forma de situar y subjetivar lo que está en juego. Se trata de semblantes, sí, aunque tienen la virtud de ser un intento. Y sus muy diversas formas de fallar dejan algún tipo de rédito, al menos cuando alcanzan la dignidad de un síntoma.

El goce es radicalmente Otro, y toda una serie de operaciones fundamentales a lo largo de la vida del sujeto se relacionan con formas de subjetivación de esa alteridad. Hay algunas que la traicionan menos, es lo mínimo que se puede decir. Otras lo hacen gravemente. La vía de la evaluación del goce se opone en este sentido a la vía de la sexuación y el encuentro sintomático entre los sexos. Se opone igualmente de modo frontal a la singularidad del síntoma, otro modo electivo de tratamiento del goce por parte del sujeto, que toma el relevo a partir de la constatación del fracaso de la proporción sexual, tomando en cuenta los desfiladeros de la sexuación. Hay ahí una afinidad, paradójica, entre lo Otro del goce y su tratamiento por la vía de la singularidad, vinculada a cierto uso del síntoma que llamamos sinthome. Porque, ¿de qué se trata en el sinthome, sino de tomar aquello más opaco del goce e integrarlo precisamente en una modalidad de identificación?

El Otro, el Otro goce, lo Otro del goce
La última enseñanza de Lacan, claramente delineada en Encore, tiene en las fórmulas de la sexuación una de sus referencias fundamentales. Éstas constituyen un avance en la formalización de la naturaleza desdoblada de la experiencia del goce con respecto a las fórmulas freudianas de la pulsión. En dicho seminario, Lacan plantea polémicamente que, sin bien el Otro como tal no existe, la forma más resistente de hacerlo existir pasa por el hecho de atribuirle un goce a su cuerpo en el encuentro sexual.

Ahora bien, hay un antecedente a esto, una primera incursión en el problema en la enseñanza de Lacan. La encontramos en el Seminario XVI, De un Otro al otro. Allí vemos una elaboración relevante para el problema que nos interesa: el origen de esa construcción que es el Otro es en realidad la alteridad misma del goce, a la que el sujeto se enfrenta. Finalmente, el objeto a es la “horma del Otro”. Más tarde, en Encore, Lacan distinguirá entre el semblante del objeto y un goce definido como suplementario y vinculado a S(A tachado). Es dicho goce el que, encarnado en el sujeto femenino, sostiene la creencia en el Otro, incluso en Dios. En todo caso, se trata de una misma línea de investigación en la perspectiva que aquí nos interesa.

Si es Otro, ¿cuál es el problema?
Si el goce está marcado por una alteridad fundamental, si es tan Otro para el sujeto, ¿por qué habría de ser un problema para él, al fin y al cabo? Considerado desde este punto de vista, quizás la subjetivación más “natural” del goce pasaría por el encuentro con el goce suplementario, como en el encuentro entre un sujeto en posición masculina y femenina. Eso haría a los semblantes ligados a la diferencia de los sexos incluso más poderosos de lo que ya son. Habría en ellos una fidelidad a la estructura,… que quizás haría a muchos hombres más fieles... Habría relación sexual.

Pero para que ese montaje se sostenga, es necesaria cierta creencia en el Otro. Y en esto, la denuncia del cínico (el Otro sólo es un semblante) es comprensible, aunque no aceptable. Denuncia que, por otra parte, más de un adicto podría asumir.

Por otra parte, el goce tampoco se puede reducir al esquema simple de una alteridad. En efecto, se trata de algo sintetizado en la frase de Freud retomada por Lacan y a la que vuelve una y otra vez a lo largo de su enseñanza: Wo Es war, soll Ich werden (donde ello era, yo debo advenir). Cuestión que, muy significativamente, retoma en su último seminario, el XXIV, L’insu que sait de l’une bévue s’aile à mourre.

¿De qué se trata? De que, por radical que sea la alteridad del goce, concierne al sujeto en lo más íntimo. Debe asumirlo, ya que su ser parlêtre se lo impone (de ahí la fórmula, con su matiz imperativo). La vida del sujeto se puede describir como una sucesión de intentos de hacer algo con ello. Intentos en los que siempre se pueden situar los dos lados del problema: la dimensión del goce como Otro y aquello del goce que el sujeto debe asumir como propio para estar vivo.

La primera respuesta al problema, la primera vía de solución, es muy temprana: se trata, ni más ni menos, del estadio del espejo. En ese momento la cuestión para el sujeto es cómo integrar algo del goce en la imagen con la que el yo se identifica, pero sobre la base de lo que Jacques-Alain Miller destaca como la “reserva libidinal”: o sea, la libido como tal no puede pasar al plano imaginario especular. Pero hay que hacer algo con ella, ya que está en exceso respecto de la falta significante, el agujero de lo simbólico.

Existen dos respuestas extremas frente a esta necesidad/imposibilidad. La primera, maníaca, consiste en la creencia (delirante) de que todo de la libido pasa a la imagen. La segunda, melancólica, es la certeza de que nada de la libido puede pasar allí, con lo que la imagen del yo queda desinvestida. Entremedio, existen las soluciones consistentes en la construcción de una investidura de la imagen narcisista, pero de tal modo que ésta encuentra un límite en el objeto como no especular (o sea, la reserva libidinal encuentra su marco en la producción del objeto y su extracción).

Por supuesto, en lo que esta tentativa tiene de parcial, reclama otras operaciones posteriores. Cómo mínimo podemos describir fácilmente otros dos tratamientos del problema. Uno, el que corresponde al fantasma, promete la integración del goce por la vía de un uso placentero. El sujeto se identifica, no con el goce, sino con aquel que goza de un objeto. Otra vía es la que corresponde al síntoma, y consagra la repetición como forma de tratamiento del goce vivido como ajeno, como pérdida, como dolorosa alteridad de la que el sujeto no puede zafarse pero que rechaza.

Ahora bien, con la noción de sinthome, Lacan promueve una suerte de tercera vía, y por eso Jacques-Alain Miller ha podido describirlo como cierto tipo de síntesis entre fantasma y síntoma. Lo que está en juego es, finalmente, una integración de ese goce, mediante una forma de identificación que tiene la forma de un asumir lo más Otro como más propio, integrándolo en un savoir y faire, algo que en sus últimas intervenciones Lacan define como “identificarse son su síntoma manteniendo una suerte de distancia”. En esto el sinthome corresponde a una formalización y a una reinterpretación del dictum freudiano: wo Es war, soll Ich werden.

¿La razón del adicto?
Pongo esta frase entre signos de interrogación, pues en efecto, no vamos a darle la razón. Pero, al menos, podremos reconocer en su vía algunas razones. En efecto, demasiado a menudo se responde al toxicómano en la dirección de una represión, se le aconseja una dosis de castración. El psicoanálisis se asocia en gran parte con una promoción de la represión, de la castración,… o sea, se nos atribuye una recomendación del menos frente a los peligros del exceso.

Es como si frente a los abusos del toxicómano, o del perverso, recomendáramos las virtudes de la neurosis. Pero no es éste el rumbo que Lacan le da al psicoanálisis, mucho menos con la promoción de la noción de sinthome en su ultimísima enseñanza. En efecto, no se trata de la prohibición del goce, sino de un hacer con él asumiéndolo como tal. No de rechazarlo ni mortificarlo, sino de asumirlo. Asumir como propio el goce del síntoma, aquel que se presenta de entrada bajo la forma de su alteridad más dolorosa, más rechazada. Sólo así el sujeto puede acceder a un modo de satisfacción que lo concierne más verdaderamente, de un modo más acorde con lo real que está en juego para él.

Podemos ver, por ejemplo, que en distintos momentos de la enseñanza de Lacan, cuando se plantea la cuestión de la perversión, nunca le reprocha un “exceso de goce”. Lo que él denuncia en todo caso es algo que, de un modo demasiado sumario, caracterizaremos como un falso goce. Se trata de una impostura. Algo del tipo de razonamiento que Lacan aplica a la perversión podemos pensarlo para lo que tratamos de decir, al menos, de cierto tipo de adicción.

Como el hombre de las máquinas tragaperras: cree haber podido hacer con ello. Su recorrido vital es una suerte de cortocircuito entre los dos extremos de un Wo Es war, soll Ich werden mal leído. Engañando, se engaña –y paga un alto precio. Que su adicción final sea a las máquinas tragaperras tiene algo de un pago infinito.

Él nos enseña que ahí donde el sujeto entra en la trampa de la evaluación, o sea, la asume autoevaluándose en toda una serie de aspectos de su vida, sacrifica sin saberlo a un dios oscuro, aunque se revista de la apariencia razonable de un discurso que dice buscar el máximo de felicidad para un máximo de personas.

Singularidad frente a evaluación
¿En qué consistiría la impostura? En cuanto a la perversión, podemos decir: en erigirse como amo de un goce que se absolutiza a partir de una tesis fantasmática: se posee la clave del goce del Otro. Desde este punto de vista es un creyente, pues para empezar cree que hay Otro y que él posee la clave de su goce. Con Lacan, denunciamos esto en la medida en que se basa en el sostenimiento de la mentira del fantasma, que hace existir al Otro como garante y al mismo tiempo partícipe.

¿Podemos hablar de un engaño del adicto? En este caso, se trata de otro tipo de apuesta sobre el goce, que ya no pasa por hacer existir al Otro, precisamente, sino por hacer existir algo del goce en el propio cuerpo y someterlo a la ley de la evaluación, la cuantificación. El cuerpo del propio sujeto ocupa aquí el lugar del Otro y se convierte en el escenario y en el medio para una reducción, para una introducción de la tiranía de la medida.

Así, el engaño del adicto es en parte un burlarse del Otro, pensar que se puede prescindir de él, incluso a su costa, para gozar. El hombre de nuestro ejemplo engañaba a sus mujeres, a todas, se burlaba de lo fácil que era conseguirlas, mantenerlas haciéndolas gozar sexualmente más que nadie.

Pero la otra cara de la cuestión es en qué se engaña él mismo. Éste es el verdadero engaño, el más grave en consecuencias: haber creído que encontró una solución que elude la castración.

Es interesante destacar que la carrera adictiva de ese hombre se inicia por algo que hubiera podido dar lugar a un síntoma, como una dificultad para acceder a las mujeres por el temor asociado al tamaño de su pene.

Trayectos, retornos posibles
¿Tendría sentido al menos en algunos casos de adicciones, acompañar al sujeto hasta el momento de su historia en que rechazó violentamente la pérdida de goce asociada a la instauración de un síntoma fundamental? Es quizás como respuesta a esa pérdida inasumible que el sujeto se inicia en el consumo o la práctica en cuestión? En ese mismo punto de es donde hubiera podido empezar un trayecto más complejo, por el que quizás le hubiera permitido reconocer algo distinto en aquello que, como el síntoma, se presenta bajo su faz de pérdida, de ajenidad, de rechazo.

Reducir violentamente esa otredad tratando de hacerse el amo de un goce medible, comparable, regulable, repetible, previsible, es algo que el sujeto puede vivir, equivocadamente, como un saber hacer con ello. Pero como veíamos, se trata de un cortocircuito. La vía del sinthome es más larga, más laboriosa. Aunque, por supuesto, tampoco acaba en la asunción mortificante de una pérdida de goce, aquella con la que el neurótico trata de conformarse, sin conseguirlo.

El inicio de su vida de adicto, algunos sujetos quizás renunciaron a asumir la vía, más difícil, de su propia singularidad, y optaron por un goce estandarizable, que se puede comprar, medir, evaluar. Que lo Otro del goce no se reduce tan fácilmente, lo constatamos en el saldo mortífero que a menudo tiene, a la larga, esta operación.

Notas:
1-. Cf. Intervención de Jacques-Alain Miller en Comandatuba.

2-. Jacques-Alain Miller, Jean-Claude Milner, ¿Desea usted ser evaluado?, Miguel Gómez Editores, 2004.

3-. En un blog de defensa de la escuela pública en EE.UU se denuncia su desmantelamiento mediante una operación cuya “punta de lanza es una Blitzkrieg psicométrica mediante una 'metástasis de evaluaciones' que apuntan a desmantelar un sistema de educación pública […] Cf. http://www.schoolsmatter.info La expresión “metastasizing testing” es the Anna Quindlen, en Newsweek, febrero de 2006. Como ella dice: “¿Qué hace esta metástasis de evaluaciones […] Tiene que significar que la medida de una persona es un número”.

* Conferencia pronunciada en el Espacio del Grupo de Investigación en Toxicomanías y Alcoholismo -TyA. Barcelona-. Curso 2010-2011.