El salvaje éxtimo

Manuel Montalbán Peregrín

 

 

(…) Porque la noche cae y no llegan los bárbaros.

Y gente venida desde la frontera

afirma que ya no hay bárbaros.

¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?

Quizá ellos fueran una solución después de todo.

Extracto, parte final del poema “Esperando a los bárbaros”, K. Kavafis. Trad. J. Mª Alvárez.

 

 

El panarabismo tuvo su origen, en conexión al movimiento de países no alineados, a mediados de la década de 1960 como vector de ideología identitaria tras el logro de la independencia y el reto de la descolonización, en el contexto de la Guerra Fría. La desarticulación progresiva del Estado en países como Afganistán, Irak, Siria, Libia, etc., lo convierte en un término caduco aunque se haya intentado recuperar, con ocasión de la llamada “primavera árabe”, o en su vertiente panislámica, ante las reacciones que sacuden el mundo árabe cada vez que se activan las invasiones periódicas de Israel sobre los territorios palestinos, o en el caso de las protestas contra las caricaturas de Mahoma.

 

En la actualidad el paratodos de la realidad árabe parece abocado al horror cotidiano del yihadismo global. El para-Estado del terror aprovecha el vacío del Estado demolido, heredero de los juegos coloniales. Con las tragedias de París y Copenhage todavía frescas, esta semana la amenaza se ha concentrado en Túnez, donde han muerto 21 personas, la mayoría de ellos turistas, en un atentando en la capital, y en Yemen, en un doble atentado suicida contra la población de origen chií, con más de 150 muertos.

 

La mayoría de las recomendaciones de analistas políticos y expertos en relaciones internacionales puede ser categorizada en dos opciones: desde el ideario más conservador en Estados Unidos y Europa, la intervención militar de tropas de las potencias occidentales, más o menos directa, en puntos geopolíticos estratégicos,  y, desde cierta prudencia de instituciones como la U.E., el apoyo antiterrorista y económico a los regímenes aliados a los intereses occidentales, allí donde los haya.

 

Entre esos sucesos dramáticos se cuela también en las noticias de estos días las imágenes de un brutal linchamiento a una mujer en Kabul.  Es tal la brutalidad de la agresión que incluso Ismael Saadat, editor del servicio afgano de la BBC, ha declarado que es la primera vez que pasa algo así. Ni siquiera durante la etapa talibán sucedió algo similar. Se trataba, al parecer, de una mujer joven, que padecía problemas mentales desde hacía años, a la que acusaban de haber quemado supuestamente unas páginas del Corán, y que es apaleada hasta la muerte, quemada y arrojada a la ribera del río, por una turba de hombres.

 

La última muestra de esa barbarie, por ahora, se dice en algunos editoriales. El deslizamiento es evidente. La polaridad civilización-barbarie se activa de manera recurrente.

 

No se trata de excusar la barbarie, ni de relativizarla en un ejercicio de filantropía posmoderna, que ya Rousseau en el Emilio denunciaba como amar a los “tártaros” para quedar dispensado de tener que soportar a los vecinos de al lado. Recordar los factores históricos, estructurales, que han convertido al imperialismo europeo y norteamericano, de ayer y de hoy, en agente fundamental de los devenires políticos del norte de África y Oriente próximo y medio, tampoco conlleva automáticamente, como quieren hacer creer los desmemoriados, la redención del asesino, que no haría más que acabar el trabajo de la propia entropía de un sistema, el de las democracias occidentales, en estado terminal.

 

Aquí, como en otras cuestiones fundamentales referidas a los impases contemporáneos del malestar, merece la pena detenerse en lo que E. Laurent denomina “anticipaciones lacanianas de la función del psicoanálisis en la civilización” [1].

 

Ya Freud transciende la visión simplista de la masa como grupo irracional, recurriendo a la identificación al líder, o a una idea sustitutiva proporcionada por una tendencia, un deseo, el odio, etc., compartidos con fines unificantes. Como nos aclara Laurent, Lacan va más allá de la identificación segregativa al líder en su aproximación a la lógica colectiva, considerándola una lógica basada en la amenaza de un primer rechazo pulsional. Esto puede precipitar en la dimensión del uno por uno la voluntad de asesinato como expresión del fundamentalismo que remite a reafirmarse como creyente por temor a ser denunciado como no-creyente. Un creyente sabe lo que no es un creyente. Los creyentes se reconocen entre sí. Afirmo ser un creyente por temor a ser convencido por los creyentes de que no lo soy. El linchamiento, a lo largo de la historia, ha variado en frecuencia y modalidad, pero generalmente se produce en contextos propicios a la expresión radicalizada de hostilidad. En la expansión hacia el oeste y el sur de los Estados Unidos fue, en muchas ocasiones, sustituto de la justicia formal hasta bien entrado el siglo XX. El clima de violencia se convierte en patente de corso frente al heterós. No es ya un ser humano aquella a la que rechazo como teniendo un goce distinto, además doblemente diferenciada, mujer y enajenada. Mientras tanto, la escena es grabada con el rigor de un naturalista por decenas de móviles. El gobierno afgano responde como cualquier gobierno que se precie: se investigará, se castigará a los culpables, se valorará la diligencia de la policía, y se rectificará si fuera necesario.

 

Mas que de conflicto de civilizaciones hablamos de choque de goces, todo grupo humano se organiza en torno a un goce extraviado, un no-saber sobre el goce que corresponde a una identificación. Fernández Buey[2] lo llamó “guerra entre barbaries civilizadas”, en la que se superponen constantemente expresiones de lo premoderno, lo moderno y lo posmoderno. Desde tiempos míticos, y en sentido estricto, la barbarie es hija de la civilización, y lo humano se conforma como progreso regresivo, salvaje éxtimo.

 

 


[1] Laurent, E. (2014), “El racismo 2.0”, Lacan Quotidien, 371.

[2] Fernández Buey, F. (2004), “Tres notas sobre civilización y barbarie”, en AA.VV., Fronteras, Debat de Barcelona VII, CCCB - Fundació Collserola, Barcelona, pp. 33-44.