El insulto y sus delicias

Este texto fue presentado por G. Dessal como coordinador de la mesa: “Formas actuales de la discordia” en las XVIII Jornadas de la ELP “La discordia entre los sexos a la luz del psicoanálisis” celebradas en Valencia los días 23 y 24 de noviembre de 2019.

 

El insulto no es una táctica política recientemente inventada. Cinco siglos antes de Cristo la retórica clásica había acuñado el término “argumento ad hominem” para referirse al uso del argumento personal, el ataque verbal a un individuo como expresión de un vacío argumentativo en el pensamiento. Cicerón cuestionó frontalmente este uso de la retórica, porque los arrebatos pasionales eran inadmisibles en la discusión política, que debía sostenerse exclusivamente en construcciones lógicas y no falaces, aunque llegó a admitir que en determinadas ocasiones esa regla ética podía tener excepciones. Fue el caso de sus célebres “Filípicas” contra Marco Antonio, fundamentadas en el deber de denunciar la corrupción del tirano, y no ahorró los adjetivos más descalificadores y humillantes contra su figura. Lo que alguna vez tuvo carácter de excepción obligada por las circunstancias extremas, se ha convertido en la norma. La discordia es inherente a la condición del ser hablante, como lo hemos vertido de mil maneras distintas a lo largo de estas jornadas. En primer lugar, la discordia que supone la división del sujeto. En segundo lugar, la discordia que implica la pulsión de muerte, la batalla del ser hablante contra sí mismo. En tercer lugar, la discordia que viene al lugar de la relación sexual imposible, produciendo en esa ausencia una tensión irradicable. En cuarto lugar (todo este ordenamiento es completamente arbitrario) la discordia del lenguaje, al hacer del malentendido la regla que gobierna el lazo social. Por lo tanto, no existe ni en el plano subjetivo ni en el desenvolvimiento de la historia una armonía que podríamos contraponer al imperio estructural de la discordia. No obstante, nos interesa señalar algunas de las nuevas formas sintomáticas que asumen los corazones separados, expresión que remite a la etimología del término “discordia”. Escojo el insulto como manifestación contemporánea sobresaliente de la degradación de la vida, por la sencilla razón de que su empleo ha invadido la vida política a extremos que carecen de antecedentes. Por supuesto, la degradación conoció etapas infinitamente más extremas y espantosas. Pero precisamente no es a ellas a las que quiero referirme, sino a las que han convertido el lenguaje que forma parte de la contienda cotidiana, corriente, y el aprovechamiento de la disolución entre lo íntimo y lo público, en un instrumento de descalificación que recorre todo el espectro social: líderes políticos, influencers, opinólogos, comentaristas anónimos en las redes sociales. El insulto integra lo que denominamos “la nueva normalidad”, es decir, la siniestra comprobación de que solo se requiere tiempo para que una aberración cobre carta de ciudadanía y se integre al paisaje, y que pasemos de largo, indiferentes o anestesiados frente al rebajamiento moral de la civilización. En el programa de la ingeniería social contemporánea, cuyo sistema operativo es la alianza entre neoliberalismo y tecno-ciencia, la normativización es un elemento clave que se fabrica siguiendo diversos procedimientos. El vaciamiento ético de los contenidos (todas las opiniones son legítimas según un concepto de la libertad que ha sido secuestrado por el imperativo del mercado), la impunidad de las palabras, la inconsecuencia de los actos, pero fundamentalmente la exaltación del odio como base para la creación de una ontología renovada: “Odio, luego existo”. Fue inicialmente Wilhelm Stekel quien afirmó que el odio es anterior al amor y Freud introdujo esto en su ensayo “Las pulsiones y sus destinos” de 1915. “El mundo externo, el objeto y lo odiado habrían sido al principio idénticos. Cuando luego demuestra el objeto ser una fuente de placer, es amado, pero también incorporado al yo, de manera que para el yo de placer purificado coincide de nuevo el objeto con lo ajeno y lo odiado”1. Es decir, la presencia real del objeto cae dentro del campo del odio. Esto es algo completamente distinto a lo que Freud califica como la prueba de realidad, que se produce en el terreno del fantasma. Lacan lo señala con absoluta precisión en su Seminario del 19 de abril de 19612: “De lo que se trata en la prueba de realidad es sin duda de controlar una presencia real, pero una presencia de signos.(…) En la prueba de realidad no se trata en absoluto de controlar si nuestras representaciones se corresponden con un real (…).Se trata de saber si los signos están de verdad ahí, pero en cuanto signos -puesto que son signos- de una relación con otra cosa. Esto es lo que significa la articulación freudiana de acuerdo con la cual la gravitación de nuestro inconsciente se relaciona con un objeto perdido que no es sino un objeto vuelto a encontrar, es decir, que nunca se encuentra de verdad”. Es, por el contrario, mediante el odio como el objeto puede ser encontrado de verdad, de allí el triunfo que supone su manipulación en aquellas condiciones en las que el sentimiento colectivo de pérdida se pone al servicio del utilitarismo. La degradación del semblante obtiene su rédito en la medida en que hace surgir una verdad: la incertidumbre de lo que se encuentra más allá de las figuras del otro, es decir, la sospecha. En otras palabras: frente a la sospecha del amor, el odio en cambio no se pregunta nada. El odio afirma, trabaja a favor del cierre del inconsciente, promueve la exaltación del yo. En el odio puede haber también la lucidez de la distancia, la destitución del sujeto supuesto saber, la virtud desalienante. Pero no es esa dimensión la que se alimenta, se promueve, se alienta y se normaliza en la estructura reticular del discurso contemporáneo. Aún en su corto alcance, el psicoanálisis tiene allí una labor, un compromiso, una función en la que debe implicarse con los instrumentos que le son propios, aquellos que pueden aportar al pensamiento político categorías de análisis que revitalicen los conceptos que han quedado definitivamente caducos para descifrar las vicisitudes del tiempo al que nos enfrentamos

 

Notas:

  • Freud, Sigmund. “Las pulsiones y sus destinos”. Obras completas. Edición Biblioteca Nueva, Madrid 1975, p.2050.
  • Lacan, Jacques. El Seminario, libro 8, La transferencia. Paidós, Buenos Aires, 2003, p. 277.