“El discurso capitalista excluye al amor”. Silvia Ons (Buenos Aires)

La psicoanalista Silvia Ons acaba de publicar Comunismo sexual (Paidós), donde se aprovecha de esa conjunción para reflexionar desde su práctica sobre las relaciones sociales en un mundo esclavo de la imagen, el espectáculo y el consumo, y cómo impacta ese formato del ente en las mujeres, los hombres y el amor entendido en su más amplia acepción. Esta es la conversación que sostuvo con Ñ digital.

Pablo E. Chacón -El libro invita a pensar una época de cambio: promiscuidad generalizada a la vez que indiferencia y desconexión, desencuentros múltiples, encuentros virtuales, etc. Y si nos remitimos a la historia del comunismo, estas conductas también estarían ordenadas por un socialismo menos libertario que autoritario. ¿Esto es así?

Silvia Ons -El título es irónico. Así como Freud cuestionó las premisas psicológicas del comunismo como ideología, cabe realizar una operación similar respecto a las nuevas perspectivas que pregonan una suerte de “comunismo sexual”. Y recordar que (Freud) no emitió juicio sobre el comunismo desde el punto de vista económico sino sobre su concepción del hombre. Para él, la premisa psicológica del comunismo es “una vana ilusión”, ya que cancelando la propiedad privada no se eliminarían cuestiones relativas al goce, la agresión, el apetito de posesión, etc. Además, no cree en el nacimiento de un nuevo hombre, idea que le resulta afín con creencias religiosas de redención. Acuerdo con la idea de que el comunismo sexual pregonado en los albores de la Unión Soviética estaba anclado en una ideología que le daba sentido. Ahora, asistimos a una suerte de “comunismo secularizado”. Tomé el término de la manera en que los swingers bautizan a su práctica, pero más allá de ella; porque esa consigna está –de alguna manera– presente en las llamadas “comunidades de goce”. La transformación de prácticas sexuales en movimientos, consignas, modalidades, formas de vida, páginas en Internet, pretensiones de subcultura, no es algo típico de los swingers. Si en la época victoriana el psicoanálisis cuestionaba la pretensión de igualación de los ideales en sus ambiciones hegemónicas, hoy también le compete realizar esa operación respecto a las perspectivas que intentan homogeneizar los goces.

-Comunismo sexual está muy centrado en ciertas posiciones juveniles: el uso (y abuso) del viagra; el exhibicionismo de la “intimidad”. ¿Existe una nueva juvenilia que hace uso de los soportes digitales “ignorando” las “bondades” (y complicaciones) del amor? ¿Por qué pensás que los adultos, a la vez, hacen un culto de la juventud, casi como si fuera una mercancía?

-Jacques Lacan dice que el discurso capitalista excluye al amor. Los enamorados se bastan a sí mismos y en esto se alejan del consumo; de ahí que el amor sea enemigo del capitalismo. En el amor, el otro no es una moneda de cambio sino que se revela como insustituible. Y a la inversa, Marx descubrió que en el capitalismo el valor de uso, subjetivo, es sustituido por el valor de cambio: las cosas no valen por sí mismas sino por el valor de mercado. El detalle que se agrega en el capitalismo tardío es que lo mismo vale para los sujetos, y de ahí el drama de devenir obsoleto como los objetos. El culto por la juventud se basa, buena parte, en este principio. Hace tiempo, (Claude) Lévi-Strauss observó que el consumo estaba transformando a los estadounidenses en niños al acecho de novedades. Lacan se refirió a la figura del niño generalizado inspirándose en un texto de (André) Malraux: “No hay personas mayores”, respondió el confesor de las Antimemorias cuando se le preguntó qué había aprendido en sus largos años de sacerdocio.

-¿Entonces?

-Entonces, por un lado el mercado empuja a que los individuos se conviertan en consumidores responsables, gestores de su vida. Y por el otro funciona como un agente “infantilizador” del sujeto. Adultos que compran ositos infantiles y que llevan camisetas Barbie, que van en patineta tarareando melodías de los programas televisivos. Los perfumes con olores colegiales, el gel que simula chocolate. Los viejos quieren parecer jóvenes y los jóvenes adultos se niegan a envejecer. Y conforme se desarrolla el mercado del “consumo regresivo”, la negativa a envejecer comienza cada vez más rápido; los individuos parecen querer vivir en la prolongación eterna de la infancia o juventud. El propósito crucial del consumo no es satisfacer necesidades sino convertir al consumidor en producto, elevar su estatus al de “bien de cambio”. Eso explica la importancia de la depresión: no ser “bien de cambio” es no pertenecer a esa lógica. No sé si los jóvenes ignoran las bondades y complicaciones del amor; creo, más bien, que se topan con su dificultad y con lo que se ofrece (la “previa”, el viagra, las drogas) para taponar la posibilidad de un encuentro amoroso.

-La “intimidad” en las redes sociales, ¿no supone un cortocircuito entre los sujetos, un déficit de encuentros cara a cara, el goce de una soledad culposa? ¿Esta es la intimidad que propone el mundo contemporáneo? ¿O eso no es intimidad?

-De acuerdo. Creo que hay una abolición de la intimidad. El mercado da para todo y los fantasmas se ofrecen cual mercancías. Lo que era clásicamente íntimo se brinda a consumir sin pudor. A medida que se debilita el espacio público, lo privado se hace obscenamente público. Internet favorece que los fantasmas privados adquieran consistencia, espesor, y que se realicen sin mediación, pruritos, vergüenza, multitud de escenificaciones sexuales encuentran por ese camino la manera más fácil de concretarse. Considero que la realización automática de los fantasmas tiene relación con la ausencia del rostro; el rostro está omitido en ese tipo de contactos, pese a las fotos, pese a las cámaras en las que se ven las imágenes de las personas en juego, pese a que luego, en un encuentro se vean la cara. Es necesario detenerse en la significación de la presencia del rostro ya que –es mi hipótesis– esa presencia tiene función de límite en las consumaciones fantasmáticas. Basta pensar en la forma en que el impulso fantaseado se antepone a la historicidad del sujeto, a su rasgo singular. Ese impulso va primero, es idéntico al sujeto que está en juego, y se le adelanta. Alguien enuncia sus preferencias sexuales por Internet y esas preferencias toman un valor que antes no tenían: transformadas en mercancía, adquieren un valor agregado. Es el valor de cambio descrito por Marx, en la medida en que ingresa al mercado lo que antes era sólo valor de uso. Aquí hay que entender el mercado no sólo como dispositivo financiero sino como una vitrina en la que algo se da a ver para ser elegido según “el gusto”. Y de la misma manera que cualquier experto en economía sabe que la oferta genera demanda, habría que preguntarse si el gran abanico de perversiones en la actualidad no está favorecido por las mismas ofertas.

-¿Podría decirse que René Descartes es el primer teórico del “macho alfa”, según podría deducirse del texto; y que el fracaso de esa figura no implica al autor del “Discurso del método” más que de forma anecdótica?

-En todo caso, Descartes fue un “macho alfa” interpelado por una mujer. Posterior al Discurso del Método están Las pasiones del alma. El escrito está basado en la correspondencia que el filósofo mantuvo con Elisabeth de Bohême. Frente a las dolencias que padece, él le propone un uso de las pasiones. Con sus síntomas, la princesa pondrá el acento sobre el límite interno del sistema cartesiano. Ella leyó las Meditaciones y se interesó particularmente sobre la relación entre el alma y el cuerpo: si se parte de la distinción entre res cogitans, donde el atributo principal es el pensamiento, y res extensa, donde el atributo principal es la materia, ¿cómo es que uno afecta al otro? La pregunta de la princesa excede el marco epistémico, concierne a sus más profundas dolencias: problemas estomacales, respiratorios, estados depresivos, fiebres a repetición. Descartes capta que esos síntomas no se resuelven desde la medicina; provienen de las enfermedades del alma, anticipando así, al menos en un punto, el descubrimiento freudiano. Pero Descartes no es Freud, aunque Elisabeth tenga semejanzas con nuestras conocidas histéricas. Entonces, intenta hacer de la princesa una heroína corneliana. Es suficiente –le dice– que por la fuerza de la virtud tranquilice a su alma, a pesar de las desgracias de la suerte. Son interesantes las réplicas de la princesa; marcan una hiancia entre la teoría cartesiana y la práctica, sus síntomas no obedecen al imperio de la razón e inspiran la escritura del Tratado de las pasiones. En la correspondencia entre el filósofo y la princesa encontramos la eficacia de la transferencia amorosa. En Los principios, Descartes afirma la importancia de la voluntad. Sin embargo, en las cartas a Elisabeth, no cree en las exaltadas declaraciones de los hombres de Corneille, que sometían la pasión a una razón soberana. Vemos allí el resultado fructífero de un ‘macho alfa’ en su encuentro con una dama.

-¿Cuál es su opinión sobre Guy Debord y su sociedad del espectáculo? ¿De qué espectáculo se trataría en esta época?

-Debord pensó algo que es fundamental en esta época: ubicó un nuevo valor que ya no es el “ser” ni el “tener” sino el “aparecer”. De ahí la importancia mediática y el afán por aparecer a cualquier precio y de cualquier manera. Vivimos en el colmo de la sociedad del espectáculo y creo que habría que pensar a (Martin) Heidegger cuando habló del mundo como imagen y escribió La época de la imagen del mundo, donde afirma, luego de explicar cómo cada época se basa en una interpretación diferente del ente, que lo que caracteriza a la modernidad es el mundo como imagen.

-La cultura de la imagen cruzada con la velocidad, ¿favorece la anulación del silencio, la calma, el trabajo sobre uno mismo?

-Habría que escribir un tratado acerca del valor del silencio para la reflexión. Los espacios antes reservados al silencio hoy están ocupados por aparatos para estar “conectados”: el celular, la computadora, la televisión. No me refiero sólo al silencio para pensar algo “serio”, sino el silencio para fantasear, retraernos a nuestra “morada”. Lejos quedaron las ensoñaciones en los viajes. Casi todos están presos de los celulares. Se vive estimulado por imperativos de goce, por una velocidad cruzada por la imagen. Pascal decía que “nuestros sentidos no perciben nada extremo. Demasiado ruido nos ensordece. Demasiada luz nos deslumbra. Nosotros no sentimos ni el frío extremo, ni el calor extremo. Las cualidades excesivas nos son enemigas, y no sensibles, no las sentimos, las sufrimos”. El filósofo capta que en el extremo, en psicoanálisis llamado exigencia de goce superyoico, se produce un alejamiento del campo sensible. Paul Virilio muestra que eso equivale a tratar lo viviente como motor, máquina de acelerar. Ya decía Nietzsche que lo que más le importa al hombre moderno no es el placer ni el displacer sino la excitación. Cuando se quiere dar cuenta de un estado de excitabilidad, se dice que alguien está “eléctrico”, aludiendo a un cuerpo que no parece humano; también cuando se habla de “máximo rendimiento”, se dice “es una máquina”; ponerse en carrera es tener “pilas”, y ponérselas, la demanda dirigida a quien “se cuelga”.

-¿Por qué razón se supone que las mujeres soportan mejor estas nuevas condiciones que los hombres? ¿Alcanza con decir que ellas se han falicizado y los hombres acobardado?

-Creo que no se puede generalizar, pero diría que el hombre tiene un goce más localizado, y la mujer más disperso. Eso hace –quizᖠque ellas puedan adaptarse mejor a la dispersión del mundo actual. La pluralidad del goce femenino hace que muchas mujeres puedan reponerse ante una pérdida, “armándose” con otra cosa. Para muchos hombres, esa pérdida puede ser fatídica. Basta con pensar en las depresiones y suicidios de algunos que pierden su espacio “fálico” en una empresa, o en su propia casa.

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