El desprecio profano por Heidegger y Lacan | Santiago Kovadloff

Santiago Kovadloff-web¿Por qué se suele descalificar al psicoanalista francés y al filósofo alemán, que ampliaron las posibilidades del pensamiento?

No suman pocos los intelectuales que, siendo admirables por diversos motivos, terminan resultando decepcionantes cuando su miopía los induce a descalificar a autores no menos relevantes que ellos mismos. Y eso sucede siempre que confunden su incomprensión de lo que aquéllos proponen con un presunto vacío de sentido en lo que leen. Heidegger y Lacan son dos de esos autores sobre los que recae esa insistente descalificación.

Uno y otro -aseguran sus críticos más intransigentes- no hacen otra cosa que trazar agobiantes laberintos verbales en los que buscan extraviar el entendimiento de sus oyentes y lectores. El estruendo que producen con sus fuegos artificiales, sentencian, busca disimular el espesor del silencio en que se ahogan.

Los dos Marios, Bunge y Vargas Llosa; George Steiner y Jean-François Revel; Cioran, en más de una ocasión; Harold Bloom, con insistencia, e Isaiah Berlin, en forma esporádica, están entre esos notables para los cuales, ya sea el psicoanalista Jacques Lacan, ya el filósofo Martin Heidegger, y en más de un caso los dos, no pasan de ingeniosos charlatanes, indignos de otra cosa que no sea la denuncia del berenjenal que siembran.

No todos estos críticos coinciden entre sí en el rechazo de ambos impugnados. Están los que, liberando a uno de su estigma, tratan de hundir al otro en el descrédito; y también están aquellos que, salomónicos en el ejercicio de su severidad, estiman que ambos son igualmente deplorables, puesto que, en idéntica medida, se muestran incapaces de proponer algo que escape a la confusión.

Heidegger y Lacan -ante todo para Jean-François Revel y Mario Bunge, entre los citados- no son otra cosa, y en igual medida, que hábiles sofistas sin remedio, cuyo léxico retorcido se extravía poco menos que en el delirio. Steiner, que comparte el drástico juicio de los dos anteriores en lo que hace al pensamiento psicoanalítico en general y al lacaniano en particular, manifiesta en cambio, y a diferencia de ellos, franca admiración por el autor de Ser y tiempo, al que dedicó todo un libro. Steiner se encolumna, en este aspecto, con filósofos como Emmanuel Levinas, que no ha dudado en reconocer a Heidegger como uno de los maestros que el siglo pasado produjo en el arte de razonar filosóficamente con aliento innovador.

Expulsado en su momento de la Asociación Internacional de Psicoanálisis, Lacan pasó a ser caratulado por sus adversarios como un estentóreo provocador y tergiversador inescrupuloso de la teoría y la práctica de su disciplina. No obstante, esta condena no tardó en encontrar su reverso en el reconocimiento internacional que de él se hizo como uno de los psicoanalistas más originales y penetrantes y, en esa medida, más estimados y traducidos del presente.

Si bien su público solía ser heterogéneo, Lacan no se dirigía sino a los psicoanalistas. No incurría en generalizaciones ni pretendía promover el interés de los profanos aun cuando sus exposiciones atrajeran con frecuencia a filósofos, literatos, pensadores de la cultura y una gama más que diversa de universitarios. Lo desvelaba transmitir su pensamiento a quienes hacían de la clínica psicoanalítica el centro de su interés. De manera que era más que comprensible que los profanos que, sin formación psicoanalítica, se sentían convocados por su palabra y sus ideas, como aún ocurre hoy, encontraran serios obstáculos pues, como digo, no es a ellos a quienes se dirige su discurso.

Lacan sostiene que el lenguaje del inconsciente aparece siempre cifrado, en clave. Siguiendo a Freud, pero recreando sus procedimientos operativos, releyendo a su predecesor y maestro y renovando la comprensión de sus conceptos primordiales, Lacan dio continuidad a sus enseñanzas; la única continuidad valedera, que es la de la innovación.

Sobre ese ciframiento del lenguaje del inconsciente opera esa lectura del psicoanalista a la que se llama interpretación. El psicoanalista se ocupa de desbrozar, en el decir del analizante, lo que el inconsciente "escribe" en él. "En su transmisión -afirma Patricia Leyack a propósito de Lacan- lo que ocupa un primer lugar es su estilo. Él pone el acento en el estilo, en cuanto a la transmisión. Si para Freud la referencia literaria principal es la novela, para Lacan pasa a ser la poesía. Apuesta a que su propia división -aquello que se dice y aquello que se deja escuchar o que se da a leer como en doble fondo cuando toma la palabra- tendrá efectos en los lectores. Lacan intenta adecuar su manera de enunciar lo evasivo del objeto enunciado. De esta contienda resulta lo que en algún momento él llamó su estilo barroco, manierista."

En Heidegger descubrimos un propósito similar y, acaso en su momento, aleccionador para Lacan, que lo conoció cuando era joven. El filósofo se empeña en hacer caer la acepción tradicional de conceptos como ser, pasado, mundo, nada, tiempo, angustia, razón, sujeto, técnica y lenguaje. Se propone liberar en ellos sentidos que los transforman y escapan, por eso, a su comprensión convencional, asentada como está esta comprensión en una tradición teológico-metafísica que, al verse abordada con insuficiente radicalidad crítica, ahoga la posibilidad de pensar.

El estilo de Heidegger se acopla a ese esfuerzo innovador mediante formas elocutivas igualmente innovadoras y hoy inconfundiblemente personales y no menos barrocas que las de Lacan. También para el filósofo la poesía constituye una propuesta privilegiada en lo que hace a una aproximación posible entre ella y la índole del pensar filosófico que reclama una época en la que ya no tiene porvenir la metafísica. Y al romper como lo hizo con la lógica positivista y el rígido racionalismo de la Modernidad, Heidegger no tardó en ser caracterizado, por quienes lo rechazaron, como un proveedor de mistificaciones enemigas de la inteligibilidad, el progresismo político y la ciencia contemporánea.

Tanto Heidegger como Lacan desorientan (y acaso por eso indignan) al lector desprevenido, es decir a aquel que no tolera encontrarse con acepciones nuevas de viejos conceptos o con conceptos o formulaciones inéditas, neológicas, inesperadas, y que tienen, sin embargo, una función, un propósito, lejos de ser construcciones caprichosas o arbitrarias.

Es por eso prudente creer que la idoneidad que permite componer una buena novela o un ensayo admirable o redactar una espléndida columna política resulte muchas veces insuficiente para evaluar los aportes de igual relieve que se producen en otros campos. Saber escribir cuentos o desarrollar con originalidad hipótesis científicas no indica que estemos capacitados para opinar sobre básquet o arqueología. Así, la presunta autoridad con que se permiten subestimar el alcance de la poesía muchos de los que dicen interesarse por la realidad no difiere, finalmente, de la ceguera de aquellos que buscan menoscabar el psicoanálisis de Lacan o la filosofía de Heidegger.

No menos prudente es estimar que, en un futuro no demasiado distante, cuando no mañana mismo, Lacan se vea sustraído, por un sinfín de razones aceptables, al formidable protagonismo que hoy ha alcanzado, sin verse por eso reducido a la intrascendencia. Lo mismo ocurrirá con la filosofía de Heidegger. Pasarán entonces, ambos pensadores, a engrosar una tradición que los incluirá entre sus voces memorables y mayores; promotoras, con sus aportes, de cambios hoy inimaginados. Nada de ello, sin embargo, afectará la recta valoración de las contribuciones que han hecho, si se es capaz de pensar con libertad y gratitud lo que supieron brindar al conocimiento y al autorreconocimiento del hombre.

Fuente: La Nación.