El Buscón -Boletín de las XII Jornadas de la ELP-. (Selección 7). Esperanza Molleda Fernández, Paloma Blanco Díaz, Luis Seguí, Montserrat Puig, Fernando Martín Aduriz, Joaquín Caretti, Lorena Oberlin.

ESCRIBIR EL GOCE, ORDENAR EL GOCE
Esperanza Molleda Fernández

“Azul casi transparente” fue la primera novela del escritor japonés Ryu Murakami, escrita en 1976 cuando el autor tenía 24 años. En ella, el protagonista cuenta la inmersión en el goce de un grupo de jóvenes a través de las drogas, el alcohol, la sexualidad fuera de cualquier lazo simbólico, la violencia, la pasividad y la desafección. Tal como se dice en la contraportada del libro el tratamiento que de ello hace el autor “destila, sin embargo, un sentimiento de algo puro y no mancillado”.

Esta forma límpida, transparente, de escribir el goce sentido y observado por el autor es lo que a mi juicio fascina al lector (o tal vez debería decir a mí como lectora) y nos embarca en la travesía de la pregunta por el goce que a menudo nos deja a la deriva. Coincide mi lectura de esta novela con la lectura de “Kant con Sade”. Dice Lacan en este texto: “De los imprevisibles quanta con que se tornasola el átomo amorodio en la vecindad de la Cosa de donde el hombre emerge con un grito, lo que se experimenta, después de ciertos límites, no tiene nada que ver con aquello con que se sostiene el deseo en el fantasma que precisamente se constituye por esos límites.” (“Escritos 2”, p. 766)

Lacan define, pues, dos territorios. En un lado, el territorio de los imprevisibles quanta, del átomo amorodio, de la vecindad de la Cosa, y en el otro lado, el territorio de los límites, del deseo, del fantasma. Ryu Murakami intenta escribir el primer territorio, Kant y Sade intentan ordenarlo, trasladarlo al segundo territorio.

Cuando se intenta escribir el goce, el propio goce, el goce observado en el mundo que nos rodea, en los semejantes, no hay culpa, tampoco impunidad. No hay confesión, ni penitencia, ni arrepentimiento, no hay intención de desafío, no se celebra el cruzar la línea de lo permitido, ni se elogia la aceptación de la perversidad humana. Está tan solo la crudeza de poder bien decir lo que hay y en lo que uno se haya irremediablemente involucrado hasta la médula, ese sentir que invade cuerpo y mente que podríamos llamar existencia.

Cuando se intenta ordenar el goce es cuando aparece la culpa o la aspiración a la impunidad y allí están Kant y Sade como representantes emblemáticos de las dos posiciones ante el goce. En un extremo, la del deber de resistirse a él en nombre de un bien supuestamente superior, común, más beneficioso para todos: “Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal” (1785, “Fundamentación de la metafísica de las costumbres”, Immanuel Kant). Y en el otro extremo, la del deber de buscar el propio goce por todos los medios, pasando por encima de la ley, de los otros, de las formas: “Di por sentado que todo debía ceder ante mí, que el Universo entero tenía que estar al servicio de mis caprichos, que yo poseía el derecho de satisfacerlos a voluntad” (1795, Historia de Aline y Valcour, Marqués de Sade).

Conocemos la enseñanza de Lacan: Kant y Sade están extraviados en el goce. Al intentar ordenar (poner un orden) el goce, lo ordenan (lo exigen). Tanto pidiendo su renuncia como buscándolo estamos inmersos en el mismo circuito de goce desnortado. Sabemos por nuestro propio análisis y por el análisis de nuestros pacientes que intentar ordenar el goce sólo nos lleva a los vaivenes del yo entre la culpa (“no debería”) y la aspiración a la impunidad (“tengo derecho”), un laberinto del que es difícil salir.

Sabemos por la historia que los proyectos sociales y políticos fracasan reiteradamente al intentar domesticar el goce. Sólo el camino de intentar escribir el propio goce, bien decirlo, permitirá asentarse con cierta firmeza en el territorio cercano a la Cosa, en el territorio de la Hiflosigkeit freudiana para poder, desde allí, moverse en el mundo humano de la ley y del deseo con cierta decencia...

Y yo diría que sólo hay dos caminos para poder escribir el goce: el análisis y el arte.

Extractos de “Azul casi transparente” de Ryu Murkami (Anagrama, Barcelona, 2007): p. 15-6:

“Aunque trataba de respirar lo más hondo posible, aspiraba muy poco aire, y parecía que no entrase por mi boca o por mi nariz sino por un minúsculo agujero de mi pecho. Mis caderas estaban demasiado pesadas para moverse. A intermitencias, un fuerte dolor me apretaba el corazón, parecía como si lo estrangulara. Las venas de mis sienes retumbaban. Cuando cerraba los ojos, sentía pánico, como si cayese a una velocidad terrible por un tobogán interminable. Húmedas caricias cosquilleantes recorrían todo mi cuerpo, y empecé a derretirme como queso en una hamburguesa. Como gotas de aceite en el agua de una probeta, distintas áreas de frío y calor flotaban por mi cuerpo sin mezclarse. Oleadas de fiebre recorrían mi cabeza y mi garganta, mi corazón y mi polla.”

p. 137: “Sin embargo, sé muy bien que no estoy soñando. Sé que mis ojos están abiertos y que estoy aquí, por eso estoy asustado. Estoy tan asustado que tengo ganas de morirme, de que me mates. Te lo juro, quiero que me mates, me asusto sólo de estar aquí, sin moverme.”

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TRES FECHAS: 1923,1927,1929
Paloma Blanco Díaz

En el capítulo final de El yo y el Ello titulado Las Servidumbres del Yo Freud describe el superyó como el monumento conmemorativo de la primera debilidad y dependencia del yo(1). Esta aseveración es desplegada en El Malestar en la Cultura al indicar que el sujeto acepta la renuncia impuesta por el superyó porque siente angustia ante la posibilidad de la pérdida del amor del Otro(2). Otro que no es ya la persona del padre o la madre eventualmente amados y que nos aman, sino aquel que conoce todas nuestras malas inclinaciones por más que las ocultemos. Es el superyó que juzga, castiga... y ordena gozar. Es decir, es un pasaje a partir del cual el sujeto siente angustia, no ya ante la eventual pérdida de los objetos de amor parentales, sino ante la pérdida del amor del superyó.

Freud califica esta angustia de "angustia social"(3) y la diferencia de la angustia de castración. Una vez que el sujeto acepta creer que está en manos del Otro la cifra de su ser, prefiere la propia castración a perder el amor del Otro. Además, a partir de la travesía edípica, otra consecuencia será que el amor queda ligado a la sobredeterminación del objeto en el fantasma. El sujeto se otorga un falso ser en el sentido fantasmático quedando ser y existencia confundidos.

En El Porvenir de una Ilusión Freud ofrece a la civilización el psicoanálisis como la posibilidad de un tratamiento de la pulsión, de lo que no tiene cura, distinto del que impone el superyó y la religión(4). Apunta a la posibilidad de un discurso que fuera más allá de sí mismo, más allá del padre que lo hace posible. Un discurso que no fuera del semblante, como propuso Lacan. Freud plantea de modo irónico el progreso de la civilización. Gracias al superyó, el sujeto no necesita al tirano que le impide satisfacer la pulsión porque éste ya está en él, ordenándole gozar… aunque sea a través de la renuncia o el exceso.

Lacan introduce una vuelta de tuerca: donde hay prohibición y renuncia, hay un plus de goce que la interdicción no logra jamás integrar, metabolizar. El capitalismo contemporáneo se ha apropiado de esto y usa a su favor el vínculo estrecho entre el fantasma y el superyó como la posibilidad de usufructuar una nueva plusvalía. Usufructuar como plusvalía la satisfacción solitaria del sujeto en el fantasma.

Freud inventa el psicoanálisis para dirigirse a ese elemento que la interdicción no logra resolver. Para él, el psicoanálisis es el lugar distinto que puede ofrecérsele a la civilización frente a la alianza superyó-pulsión, superyó-fantasma. Consideramos que éste es un aspecto crucial, tanto en la política del psicoanálisis, como en el psicoanálisis como factor de la política. Con relación a esto, voy a remitirme una vez más a la cita anterior.

Hay otra idea que Freud deja como apunte y no desarrolla más en el texto. Indica que, en cuanto a los adultos se refiere, la sociedad de nuestros días, subrayo nuestros días, se ve obligada a aceptar que su temor se refiere exclusivamente a la posibilidad de ser descubiertos y que de no ser así, se dedicarán a gozar regularmente del mal cuanto puedan; es decir, a satisfacer el imperativo del superyó, y ello, precisamente, por la transformación del amor parental como función de soporte del amor del superyó. ¿Cómo no detectar aquí un antecedente del rechazo a la par de la imposibilidad y el amor que Lacan indicará como claves del discurso capitalista? Para Freud, la experiencia del análisis tiene que desembocar en un tipo de renuncia que no sea la que ejerce el superyó, debe permitir pasar del sentimiento de culpa a la responsabilidad de esa formulación diferente del deber al que llamó deseo.

No se trata de una renuncia como merma, es el encuentro con la imposibilidad de un objeto que colme el deseo, con la ausencia de un sentido que otorgue la cifra del ser, del nombre propio. Consentir a este saber es una apertura, un acceso a la infinita diferencia. Esta experiencia da cuenta de una auténtica salida del Edipo, de haber alcanzado la mayoría de edad, tras haber consentido a perder el amor del superyó. Se trata de una moral no sobredeterminada por el ideal como u objeto predeterminado. Una ética, la del deseo, que, como él, es sin objeto, a diferencia de lo que ocurre con la fijación objetal pulsional.

El lugar del padre simbólico, el padre de la ley y Dios padre, quedan a partir de estos planteamientos irremediablemente tocados. Efectivamente, desde Freud, se inscriben las coordenadas para que lo simbólico no vuelva a ser lo que fue. Con Freud, comienza el trabajo arqueológico que dejará como saldo la tumba vacía del padre. Los usos que de ello haga el discurso capitalista no son ajenos para nosotros a la responsabilidad de sostener el acto oportuno al discurso del analista.

Notas y Bibliografía.
1-. Freud, S. (1923) El Yo y el Ello. Obras Completas, I. Editorial Biblioteca Nueva. Madrid, 1948.
2-. Freud, S. (1929) El Malestar en la Cultura. Obras Completas, II. Editorial Biblioteca Nueva. Madrid 1948.
3-. A semejante estado lo llamamos «mala conciencia», pero en el fondo no le conviene tal nombre, pues en este nivel el sentimiento de culpabilidad no es, sin duda alguna, más que un temor ante la pérdida dd amor, es decir, angustia «social». En el niño pequeño jamás puede ser otra cosa; pero tampoco Sega a modificarse en muchos adultos, con la salvedad de que el tugar del padre o de ambos personajes parentales es ocupado por la más vasta comunidad humana. Por eso los adultos se permiten regularmente hacer cualquier mal que les ofrezca ventajas, siempre que estén segures de que la autoridad no los descubrirá o nada podrá hacerles, de modo que su temor se refiere exclusivamente a la posibilidad de ser descubiertos. En general, la sociedad de nuestros días se ve obligada a aceptar este estado de cosas.
4-.. Freud, S. (1927) El Porvenir de una Ilusión. Obras Completas, I. Editorial Biblioteca Nueva. Madrid 1948.

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EL GOCE EN LA IMPUNIDAD: DE BERNIE MADOFF A LUIS BÁRCENAS
Luis Seguí

La tesis de este comentario está orientada a mostrar que no solo se goza de la impunidad, sino que ciertos sujetos que actúan la margen de la ley y que disfrutan de aquella, aún transitoriamente, obtienen un plus de goce derivado del hecho de jugar con el riesgo de ser descubiertos -sea por su necesidad de autocastigo, por su incapacidad para sostener el engaño, por la traición de sus cómplices o por la sagacidad de los investigadores-, asumiendo unas consecuencias que van del deshonor y el rechazo social hasta la pena de cárcel.

El goce en la impunidad está ligado, así, al deseo inconsciente de que esa situación de estar fuera del alcance de la ley encuentre su límite, lo que no impide que el sujeto concernido insista en abandonarse a la pulsión que le conducirá inexorablemente a la muerte -civil, y en ocasiones real- por la vía que Lacan llamaría consunción, representada metafóricamente en el ciclista que no puede dejar de pedalear.

Este trabajo se centra exclusivamente en los llamados crímenes de utilidad, es decir en aquellos inspirados en el deseo de obtener un provecho material, a diferencia de los crímenes de goce, supuestamente inmotivados, o de los cometidos por sujetos que hacen un pasaje al acto por motivos diversos. Y en el capítulo de crímenes de utilidad, las diferentes modalidades de la estafa y la apropiación indebida, así como la corrupción amparada en el poder, o más específicamente, en el abuso del poder -político, empresarial o ambos en colusión-, son ejemplos de modalidades de transgresión que pivotan sobre cuatro conceptos: la impostura, el semblante seductor, el cinismo y la elusión de la responsabilidad. Conceptos que, a su vez, deben ser confrontados con otros dos: la vergüenza -que en ocasiones suele ser la antesala del sentimiento de culpa- y el arrepentimiento.

El capitalismo, que es sinónimo de dolo, no se limita al ámbito de lo que Marx llamaba las relaciones de producción -y por eso el psicoanálisis no se refiere a él como sistema, sino como discurso-, y aunque es en este campo donde exhibe más abiertamente su vocación depredadora, su implantación planetaria extiende sus dañinos efectos al conjunto a través de la desagregación de los lazos sociales, el individualismo y el comunitarismo identitario, la precarización y la violencia. En la figura del perverso Bernard Madoff, que estafó 50 mil millones de dólares a sus miles de clientes durante más de veinte años mediante el esquema piramidal, confluyen la impostura, la capacidad de seducción propia de los estafadores, que no recurren a la violencia o la coacción sino que se valen del semblante para engañar a sus víctimas, y el cinismo imprescindible para sostener la ficción.

Bernard L. Madoff Investment Securities pagaba a sus clientes extraordinarios intereses con dinero que le confiaban otros clientes, hasta que el estallido de la crisis desencadenó peticiones masivas de reintegros de lo invertido que no pudieron ser atendidas, con la consiguiente quiebra fraudulenta de la sociedad. Hasta tal punto Madoff y su esposa Ruth, que estaba al tanto de lo actuado por su marido, sostuvieron la ficción de normalidad hasta el mismo día en que fue detenido por la policía, que la noche anterior acudieron ambos a festejar con el personal de la empresa la Navidad de 2008 como si nada ocurriese, aunque él era consciente de que en cualquier momento podía ser arrestado, como lo prueba su comportamiento en los meses anteriores al derrumbe.

Por el testimonio de su secretaria personal, que ignoró hasta el final lo actuado por su jefe, se sabe que Madoff -“uno de los hombres más poderosos de Wall Street”, como decía de sí mismo- comenzó a somatizar la angustia ante la inminencia de su caída. Perdió su habitual dinamismo, entraba cansado a la oficina, no levantaba la vista del suelo o bien lo encontraba con la mirada perdida en el espacio, se acentuaron sus tics faciales. Un día en el que se mostró completamente pálido lo achacó a la medicina que estaba tomando para controlar su presión sanguínea, y se compró un aparato para medir la presión, que se tomaba cada quince minutos. Después empezaron los dolores musculares, se quejaba de un dolor en la espalda y se tumbaba en el suelo con los brazos extendidos. ¿Podría interpretarse como un desplazamiento del goce de la impunidad, de la que había disfrutado durante dos decenios, hacia otra modalidad de goce, originada esta vez ante la materialización, ¡por fin!, de la siempre latente amenaza de castigo? ¿O bien debería adscribirse su acto como un autocastigo infligido por el sujeto a sí mismo en la línea de lo que Sigmund Freud desveló en 1916 acerca de los delincuentes por sentimiento de culpa? Bernard Madoff fue condenado a 150 años de prisión por estafar a miles de confiados inversores, entre ellos a varios de sus propios mentores y muchos amigos personales. Siendo él mismo judío, valiéndose de la confianza que inspiraba hizo verdaderos estragos en la rica comunidad judía de Palm Beach, lo que revela un carácter auténticamente perverso.

De Madoff y de su esposa Ruth, señala la secretaria que “nunca lo reconocían cuando se equivocaban, el error siempre era de otros”, lo que en términos psicoanalíticos no significa otra cosa que depositar en los otros la castración.

Luis Bárcenas, aunque comparte con Madoff la codicia depredadora, pertenece a otra categoría, la de aquellos que construyen una fortuna personal merced al lugar que ocupan en una estructura de poder político, que a su vez se alimenta de las donaciones y comisiones ilegales obtenidas a cambio de concesiones de obras públicas y eventos privados, adjudicados gracias a la prevaricación, la información privilegiada y el cohecho.

Aunque quedan hechos por revelar, parece evidente que Luis Bárcenas, aprovechándose de su cargo de gerente y luego tesorero del Partido Popular, acumuló una considerable fortuna hábilmente -aunque no tanto como para garantizar su impunidad- depositada en numerosas cuentas radicadas fuera de España, bien a su nombre, bien al de empresas tapadera o de testaferros suyos. Presumiblemente, de las cuantiosas donaciones de empresarios beneficiarios de obras públicas o privadas costeadas con dinero público, así como de las comisiones abonadas por ellos a cambio de prebendas varias otorgadas por cargos políticos con poder de decisión, una parte iba a las arcas del Partido Popular, otra se destinaba a “complementar” los ingresos de sus propios dirigentes, quedándose Bárcenas con el resto. ¿En qué porcentaje? Esto es algo a precisar, y supone un serio problema para el Partido, en tanto una denuncia contra Bárcenas por apropiación indebida desvelaría inevitablemente los ingresos reales de esa formación política, que presumiblemente están muy por encima de los declarados y amparados por la legislación.

Prototipo de la chulería, Luis Bárcenas se muestra como un canalla en el que cualquier sentimiento de culpa parece estar ausente, tanto como se exhibe sin vergüenza ante la mirada del Otro social. Como en cualquier trama mafiosa, el chantaje y los chivatazos vengativos están a la orden del día. Él goza -aunque no lo sepa o pueda verbalizarlo de este modo- de esa venganza que aún no ha acabado de consumarse.

En su primer día de prisión, estando en el patio de la cárcel, se acercó a un grupo de presos y se presentó, ofreciendo su mano: “soy Luis Bárcenas”, dijo. Uno de los suyos.

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LA COSA
Montserrat Puig

Culpa e impunidad hacen pareja. Están referidas a la sanción por la ley. Una, la culpa, la llama; la otra, la impunidad, la elude. Son dos salidas posibles respecto a su transgresión. Se abre en los dos casos toda una clínica de la relación de un sujeto respecto de la ley.

Si nos referimos a la ley moral para fundar una ética, Lacan en el Seminario VII recuerda que no hay sanción sin ley y retomando a San Pablo en la carta a los Romanos añade que si hay posibilidad de castigo es porque la ley misma hace existir el pecado. Ésta marca lo que estando prohibido por ley, es pecado. Parafrasea a San Pablo sustituyendo “pecado” por “das Ding”: “¿Acaso la Ley es la Cosa? ¿Oh, no! Sin embargo, sólo tuve conocimiento de la Cosa por la Ley. En efecto, no hubiese tenido la idea de codiciarla si la Ley no hubiese dicho –Tú no la codiciarás. Pero la Cosa encontrando la ocasión produce en mí toda suerte de codicias gracias al mandamiento, pues sin la Ley la Cosa está muerta. Ahora bien, yo estaba vivo antaño, sin la Ley. Pero cuando el mandamiento llegó, la Cosa ardió, llegó de nuevo, mientras que yo encontré la muerte. Y para mí. El mandamiento que debía llevar a la vida resultó llevar a la muerte, pues la Cosa encontrando la ocasión me sedujo gracias al mandamiento y por él me hizo deseo de muerte”.

Parece claro, es la ley la que marca dónde está el pecado. Pero al sustituir el pecado por la Cosa entramos en el campo del goce. La Cosa está fundada en la palabra misma recuerda Lacan un poco más arriba en la misma página. Entonces, cuando hablamos de culpa e impunidad en el ser hablante, es con relación al goce que debemos situar al sujeto. La culpa y el posible escamoteo de la falta por la impunidad no son importantes respecto a la sanción que da la ley de una falta cometida o que se teme cometer, sino respecto al goce que está ahí en juego. Y la cuestión es que el sujeto es siempre culpable respecto de su relación al deseo que apunta al goce.

Lacan en este capítulo del Seminario de la Ética analiza los diez Mandamientos como transmitiendo la ley fundamental del sujeto respecto a la palabra y al goce, ya que como dice, las revoluciones sucesivas no los han derogado. Se detiene en el Mandamiento “Tú no mentiras”. Más allá de la estructura propia del significante que da la posibilidad de la mentira al sujeto y que lo sitúa como sujeto de la enunciación, quisiera señalar la mentira fundamental del sujeto respecto del goce que Lacan sitúa como central en este mandamiento, de ahí que tenga que formularse como precepto negativo, que ya encontramos en Freud con el prôton pseûdos y que Lacan retomará al final de su enseñanza respecto a la “verdad mentirosa”.

“Ese tú no mentiras, como ley, incluye la posibilidad de la mentira como el deseo más fundamental”. ¿Es una mentira fundamental respecto a qué? ¿Sobre qué miente el sujeto? La relación del ser humano con la Cosa es una mentira, está comandada por el principio del placer y es la mentira con la que, dice Lacan, “nos enfrentamos todos los días en el inconsciente”. El inconsciente miente respecto a das Ding . “Ese mandamiento está para hacernos sentir la verdadera función de la ley”. Para hacernos sentir que la ley, la ley del significante, no hay otra, miente siempre sobre das Ding.

Das Ding es el nombre del goce en este Seminario, en tanto el goce se encuentra más allá de límite de lo que puede ser atrapado por el significante. Leemos lo que retomará años mas tarde en su última enseñanza: “A nivel del inconsciente el sujeto miente. Y esa mentira es su mantera de decir al respecto la verdad. El logos del inconsciente a este nivel se articula la primera mentira”. Entonces, el sujeto no sabe de qué es culpable más allá de la ley. O mejor dicho el sujeto solo puede sentirse culpable porque hay ley. Y desconoce, si no ha hecho la experiencia del límite de decir, que no es posible decir más que mentiras. Se trata de la relación con das Ding en tanto somos culpables de la relación mentirosa, defensiva dirá Freud, respecto a ella.

Sin embargo, no toda construcción de mentira será la misma en esa relación. Los enredos entre culpa e impunidad son los enredos del sujeto con Otro al que le atribuimos una relación con la ley a la que nos sometemos en distintas modalidades de goce. No hay culpa sin ley y no hay ley sin goce. Por ello dirá Lacan “Mi tesis es que la ley moral se articula con la mira de lo real como tal, de lo real que puede ser la garantía de la Cosa”. Lacan introduce una topología en la relación al goce: “das Ding está justamente en el centro, en el sentido de que está excluido. Es decir, que en realidad debe de ser formulado como exterior, ese das Ding, ese otro prehistórico imposible de olvidar, la necesidad de cuya posición Freud nos afirma bajo la forma de algo que es enajenado, ajeno a mi estado empero en mi núcleo, algo que a nivel del inconsciente solamente representa una representación”

Referencias:
J. Lacan. El Seminario, Libro VII La Ética del psicoanálisis. Capítulo V y VI. Ediciones Paidos.

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EL VUELO
Fernando Martín Aduriz

He visto estos días una película muy paradigmática de nuestra época. Se trata de Flight. Protagonizada por Denzel Washington aborda un vuelo de avión pilotado por un comandante muy particular. Un tipo incapaz de decirse la verdad, no estropearé el final.

Incapaz de decirse la verdad es el nombre de muchos sujetos de nuestra época, que se mienten impunemente. En este caso la mentira tiene que ver con su adicción a la bebida, aderezada con la habitual cocaína. Un cóctel de nuestra época, se diga abiertamente o sotto voce. Es finalmente lo que nos cuentan aquellos valientes que se desafían y se dicen la verdad.

De las adicciones más de ahora hay que recordar la de la adicción al culto al cuerpo, tildada de epidemia. Reconocer que se tiene esa adicción es un imposible, entre otras razones porque al ser muy extendida, al ser apoyada por la industria creada en torno al cuerpo: cirugías, escarificaciones, moda, gimnasios, spas, farmacopea, coachings varios, culto a la autoestima, técnicas para reforzar el imaginario yo… Todo ese cártel mercantil contribuye con su bombardeo publicitario a ese enganche con la adoración a la imagen exterior del cuerpo propio. Pues bien, se requiere del concurso del héroe para salir de algunas adicciones muy publicitadas por la época.

Lacan definía al héroe trágico como alguien que podía ser traicionado impunemente, y, como se muestra en Flight, es verdad que un héroe moderno es aquel que logra salir del circuito de la adicción, donde se encuentra en la más absoluta de las soledades, la que encierra al sujeto con su goce, donde está solo con su auténtica pareja de vida: su goce con el objeto con el que goza, sea éste la bebida, la coca, o su cuerpo propio. Como el jugador que cree dominar su adicción, su pasión por perder; como el alcohólico, que se niega a reconocer que lo es; como el cocainómano, que cree poder salir a capricho; como cualquiera que ha tenido o tiene una adicción, tarde o temprano se topa con la culpa, con el tormento interior, pero esto no es garantía de nada. El sujeto puede sentirse culpable, pero no responsable.

El sujeto adicto comprueba en sus carnes que familia y amigos le abandonan, al constatar que prefiere como pareja a sus objetitos. Esta película lo constata. Sólo un héroe, que se arriesgue a ser traicionado impunemente, alguien que heroicamente obligue al sujeto adicto a no mentirse impunemente, puede voltear la situación. Y ver los efectos de vida que tiene el no mentirse.

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DESTINOS DE LA CULPA
Joaquín Caretti

La presencia de la culpa nos habla de que hay un sujeto que puede llegar a responder de sus actos y de sus pensamientos. Es condición necesaria para iniciar un trabajo analítico la presencia de la división subjetiva que va a permitir que el sujeto, tomando sus enunciados, encuentre el camino de su enunciación. Esta es la dirección que se inicia en las entrevistas preliminares: alcanzar una rectificación subjetiva sin la cual no hay abordaje de la verdad del síntoma.

Uno de los destinos posible de la culpa -por el que apuesta el psicoanálisis- es el que la conduce hacia la responsabilidad. Esto pone un límite, un corte, en la circularidad del superyó el cual exige cada vez más el goce de la culpa. Esta vía explora qué tiene que ver el sujeto con la escena que lo hace hablar y se dirige a Otro que escucha y no juzga, un Otro que acoge el texto e ilumina el deseo y busca poner en palabras el goce que la habita. Es un pasar de la culpa -como una falta continua- a la responsabilidad, la cual es la confrontación con lo que falta por decir. La deuda simbólica será realizada en acto situándose la imposibilidad como central: todo no se puede. El goce que anidaba en la culpa pasará, entonces, a la contabilidad del inconsciente.

Se ve cómo la experiencia analítica es una operación ética porque favorece que el sujeto salga de la posición de irresponsabilidad culpable, aquella que no responde de sus actos, y pase a “responder” en la amplia polisemia de esta palabra. El descubrir que la culpa es un afecto que engaña -ya que elude, como dice Lacan, que aquello de lo único que un sujeto puede sentirse culpable es de haber cedido en su deseo- puede ubicar al analizante en el camino de una invención singular.

Pero hay otro destino para la culpa, aquel que pasando por el arrepentimiento llega al perdón. Este perdón que otorga el Otro es la puerta abierta a la repetición con la consiguiente culpa y vuelta a empezar.

Culpa ? Arrepentimiento ? Perdón? Culpa…

De esto sabe mucho la religión que hace de este circuito un destino. Es Spinoza el que va a criticar el arrepentimiento cuando dice que “el arrepentimiento no es una virtud, o sea, no nace de la razón; el que se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable o impotente”(1) y también “el arrepentimiento es una tristeza acompañada de la idea de sí mismo como causa”(2). Este afecto se sostiene en la creencia de que hubiera sido posible actuar de otra manera de cómo se actuó y que si no se lo hizo fue por una mala elección personal. Para el arrepentido es posible, de un modo imaginario, borrar lo vivido, sosteniendo que el acto realizado se podría haber escrito de otra manera. Esta idea toma su fuerza en la afirmación de que el sujeto es la causa de lo hecho, es su propia causa, una causa sui. Ninguna pregunta por lo hecho y sus determinaciones, por lo que de lo singular del sujeto se jugó, sino una vuelta sobre sí mismo y la búsqueda incesante del perdón del Padre.

Lo que queda oculto en el circuito del arrepentimiento es que lo que sucedió fue un movimiento obligado para el sujeto. Para salir de la irresponsabilidad del arrepentido es necesario hacerse cargo de lo que se comprometió del sujeto en los actos o en los pensamientos por los que se siente culpable -aunque para el Derecho el pensamiento no delinca- y del goce que estuvo en juego, goce que la culpa pretende escamotear favoreciendo la repetición.

Esta es la línea que marca Nietzsche cuando afirma, en contra del arrepentimiento, que “aquello que pasó, yo lo quiero; y volveré a quererlo así por toda la eternidad”(3).Es este “yo lo quiero” el que un análisis debe desplegar para que el sujeto encuentre la responsabilidad de su goce.

Notas:
1-.Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, Barcelona, Orbis, 1984, pág. 296
2-. Ibíd., pág. 215.
3-. Friedrich Nieztche. Así hablaba Zaratustra. Buenos Aires, Siglo Veinte, pág. 100.

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UN HOMBRE SOLO
Lorena Oberlin

El misterioso fallecimiento del marido de una presentadora de televisión, y la insistencia en el ocultamiento de las circunstancias, no solo por requerimientos de la investigación, sino especialmente por su familia y su viuda, resonó en mí como señalamiento de un goce que intentaba velarse. El hecho ocurrió hace cinco meses pero es ahora cuando comienzan a filtrarse los detalles de la muerte de este hombre joven, que aún no había cumplido la treintena; camarógrafo de profesión.

Se sabe que la tarde previa a su muerte, había discutido brevemente con su mujer; y que pasado el momento, ella tuvo que despedirse por motivos personales. A los cinco minutos de quedarse solo, inicia la localización del objeto droga: llama a un camello, se dirige a un cajero y compra cocaína pero no la usa inmediatamente. Llega a su casa, consulta pornografía mientras se comunica con sus hermanos que viven en otro país. Luego se conecta mediante un chat con su mujer, hasta que la despide con el argumento de que se irá a descansar. Sin embargo, su ordenador reveló el devenir de los pensamientos que lo agitaban: saber si su pasado relacionado a la cocaína, tendría relación con su imposibilidad de procreación. Apenas doce días antes, había sido informado de su infertilidad.

Lejos de poder conciliar el sueño, se presentó en un prostíbulo en el que consumió y compartió algún trago, sin que se tenga constancia de que haya mantenido encuentro sexual alguno. Finalmente volvió a su casa, consumió cocaína, e intentó una práctica sexual extrema: la hipoxifilia, una modalidad de goce autoerótica que consiste en intensificar la sensación del orgasmo a través de la falta de oxígeno. El riesgo es tal que suele practicarse en compañía, para que el partenaire tras una señal acordada, libere de la inminente muerte. En este caso, no fue así, no había un otro que lo salvara y el sujeto se termina asfixiando con una pashmina que le rodea el cuello, que con anterioridad había anudado por el otro extremo a una balda. Se dice que no fue un suicido por estrangulamiento, ya que sus pies estaban apoyados al suelo, aunque sin duda, lo gobernaba la pulsión de muerte.

A priori se puede pensar que este sujeto estaba tomado por la angustia, teniendo en cuenta el devenir de actos fallidos que sucedieron antes y después de esa búsqueda por internet; pero la relación de su azoospermia con la droga, complejiza el caso. ¿Fue la culpa la que insufló de angustia al sujeto, hasta el pasaje al acto? O sería válido el planteamiento inverso: ¿Fue la angustia la que movilizó la culpa? Una respuesta podría ser la fatídica alianza entre la angustia, que trajo a primer plano al objeto real, y la culpa, que puso al trabajo en exceso a ese objeto, a falta de ley. De haber sucedido así, la culpa claramente fracasó en su función superyoica de situar al Otro; más bien lo contrario, lanzó al sujeto a la encarnación de su goce real, donde ya no hay Otro.

Si es posible llamar culpa a esta deriva trágica y no mera compulsión de repetición, es porque hay un índice de división subjetiva en este sujeto; aunque no suficiente en su apelación al Otro, sea por la inconsistencia de éste, o por la debilidad de la demanda. La culpa feroz del superyó como imperativo, supone una difícil salida para la servidumbre de un sujeto no advertido, pero aún peor es esta culpa real, que obtura el aviso del deseo cedido, y el restablecimiento del sujeto en su tensión al Otro.

¿Que cometido persigue entonces? ¿El de crear una víctima voluntaria para anticipar la muerte? ¿Solamente el objetivo de morir gozando? Creo que el caso da cuenta de ello, aunque aquí no haya elementos suficientes para conjeturar a que fatalidad responde esta posición. Pero si parece revelador también, que este estatuto de la culpa está íntimamente condicionado a ciertas modalidades de goce. La escenificación del ahorcamiento que este hombre imprimía a algunos de sus encuentros sexuales, era bien conocida por sus parejas anteriores. ¿Acaso hay mayor mortificación que la de un sujeto que se tiene que asfixiar para gozar? Por otra parte, el sujeto sabía de su errancia en el goce fálico. Ese saber estaba presente desde el momento inicial, cuando se procura el único objeto capaz de colmarlo. Los hechos suceden como si ante los efectos de una desestabilización fantasmática por su relación a la paternidad, se lanzara a un rodeo para postergarla: no sólo en la llamada a su entorno familiar sino intentando consentir al goce del Otro, a través del encuentro al que se expone en el prostíbulo; pero a sabiendas de que su goce estaba ya emparejado y esperando en casa.

El montaje final, ya sin sujeto, lo resume como objeto de la mirada al fin; junto a su partenaire -el objeto droga; en la plenitud del goce del Uno.