Arte y psicoanálisis. La eterna aspiración a llenar el vacío. 1ª Parte

Es preciso que cada imagen le quite
algo a la realidad del mundo; es preciso
que en cada imagen algo desaparezca,
pero no se debe ceder a la tentación del
aniquilamiento, de la entropía definitiva;
es preciso que la desaparición continúe
viva: este es el secreto del arte y de la
seducción1
Jean Baudrillard

 

En mayo de 1906 Sigmund Freud envió una breve misiva al dramaturgo y médico vienés Arthur Schnitzler, en la que se congratulaba de la gran compenetración entre las ideas de ambos en relación con muchos problemas psicológicos y eróticos, hasta el punto de citar en su texto Fragmento de un análisis de un caso de histeria, publicado un año antes, la obra teatral de Schnitzler Paracelsus, escrita en 1898. Freud le transmite su sorpresa, preguntándose cómo había llegado Schnitzler a alcanzar tal o cual conocimiento, íntimo y secreto, en la descripción de los caracteres de sus personajes, conocimientos que él mismo solo había adquirido -le dice- después de una prolongada investigación. Arthur Schnitzler había empezado a escribir cuando aún estaba estudiando medicina, carrera en la que se graduó en el año 1885 incorporándose al Hospital General y colaborando con su padre en la Policlínica que este dirigía; a partir de noviembre de 1886 se desempeñó como ayudante del psiquiatra Theodor Meynert, uno de los maestros de Sigmund Freud, y durante los dos años siguientes realizó viajes de estudio que lo llevaron a Berlín y Londres. De regreso a Viena, en 1890 formó un círculo literario junto con sus amigos Hugo von Hofmannsthal, Félix Salten, Richard Beer-Hofman y Hermann Bahr, entre otros, que se reunían en el Café Griensteidl, época en la que puede situarse el comienzo de la que sería una exitosa y extraordinariamente prolífica carrera como dramaturgo -autor de 48 obras dramáticas, 58 relatos, 3 ensayos, un libro de aforismos y uno de recuerdos autobiográficos (Juventud en Viena) y el primer escritor en lengua germana que empleó la técnica del monólogo interior, inaugurada en su breve novela El teniente Gustl (1900), que por cierto le valió ser expulsado del ejército. Si en Europa había un contexto propicio para la innovación en todos los ámbitos de la cultura, ese sitio tenía como centro a Viena, que se jactaba de ser la ciudad de ensueños a finales del siglo XIX, una ilusión que se prolongaría incluso durante el período de entreguerras; una vez desaparecido el Imperio de los Habsburgo -la monarquía dual austrohúngara- la ciudad exhibía en esos años una concentración de talento intelectual excepcional sin precedentes, con la peculiaridad de que todas sus manifestaciones estaban ocurriendo al mismo tiempo y en un mismo lugar2. Viena, cuyas pretensiones cosmopolitas iban a tambalearse en unos pocos años, fue el escenario en el que se consagró la ruptura artística con la que los pintores de la Secession se apartaron del arte académico ortodoxo y de la figuración; la emergencia del positivismo jurídico de Hans Kelsen; los métodos analíticos de la termodinámica estadística de Boltzmann; los trabajos de Adolf Loos y Otto Wagner, precursores de la Bauhaus; la creación de la música dodecafónica por parte de Arnold Schönberg; las elucubraciones acerca de la lingüística y la comunicación por parte de Ludwig Wittgenstein, Robert Musil y Fritz Mauthner, “el primer europeo moderno en plantear que el lenguaje como tal era el tópico central y crucial de toda especulación filosófica”3; las novelas, relatos, biografías y autobiografía de Stefan Zweig atraían la atención tanto como los escritos del inventor del psicoanálisis, al que el implacable cronista satírico, escritor y periodista vienés Karl Kraus definía como “la enfermedad espiritual de aquello para lo que el psicoanálisis se considera a sí mismo cura”4.

Arthur Schnitzler fue un protagonista esencial -testigo y notario a la vez- de la vida vienesa, una ciudad de la que en 1914 Kraus escribió que era “un campo de pruebas de la destrucción del mundo”5, una metrópolis al mismo tiempo revolucionaria en el pensamiento y en el arte envuelta en frivolidad y opresión, aparentemente ajena a la tormenta que se cernía sobre ella y sobre toda Europa. En el núcleo de esa pléyade de pensadores y creadores, la mayoría de ellos de origen judío en un contexto ferozmente antisemita, brillaba con luz propia Arthur Schnitzler, que diseccionó a través de su obra las contradicciones que encerraba la condición humana, atravesada por el erotismo y la muerte; para él la cuestión de la comunicación representaba un problema que en el plano individual mostraba la falta de significación del sexo en la opresiva sociedad vienesa, y hasta qué punto esta ausencia se reflejaba en la crisis de identidad del individuo, mientras que en lo social se encarnaba en el antisemitismo, al que veía como un síntoma de una enfermedad espiritual universal, sin solución, un tema que abordaría en profundidad en la novela Der Weg ins Freie, en la comedia Professor Bernhardi y en Reguen (traducida como La ronda), obra esta prohibida y censurada en Alemania y Austria. No resulta difícil de entender la atracción intelectual que despertara en Sigmund Freud la obra de Schnitzler, en cuya persona veía -como lo expresa en una carta dirigida al dramaturgo fechada el 14 de mayo de 1922- una suerte de doble, en tanto que creía “hallar bajo la superficie poética de sus creaciones las mismas anticipadas suposiciones, intereses y conclusiones que reconozco como propios”6. Freud se muestra admirado por el atrevimiento que exhibe Schnitzler al enfrentarse con las verdades del inconsciente y los impulsos instintivos del hombre, al tiempo que disecciona las convenciones culturales de la sociedad de su tiempo; identificándose con el dramaturgo, Freud señala que “la obsesión de sus pensamientos sobre la polaridad del amor y la muerte”7 en Schnitzler le llevan a concluir que a este “la intuición -o más bien una autoobservación detallada le ha permitido llegar a aquello que yo he descubierto solo mediante un trabajo laborioso de observación de otras personas”8. Freud, poco dado a las efusiones sentimentales, tal vez se sorprendiera a sí mismo expresando de modo tan descarnado la afinidad intelectual y la simpatía personal hacia Schnitzler, hasta el punto de solicitar al destinatario que no dé a conocer a terceros el contenido de la carta.

El interrogante que Freud se planteaba a sí mismo en 1906 acerca de las diferentes vías de acceso al conocimiento de la condición humana, especialmente en cuanto a la vida erótica y la sexualidad en general -un tema recurrente, como se comprueba en la carta de 1922-, continuará vigente durante toda su vida. Dos inteligencias prodigiosas, una encerrada en su consulta de Berggasse 19 escuchando a sus pacientes y escribiendo sobre el resultado de sus investigaciones, y la otra experimentando la sensualidad y el placer sexual a través de sus múltiples relaciones femeninas -a Schnitzler le acompañaba una fama de mujeriego nunca desmentida-, una experiencia de vida que iba plasmando en obras que desafiaban la hipócrita moral burguesa imperante, y que le provocaron al autor serios problemas con las autoridades austríacas y alemanas. La irremediable división subjetiva, la imposibilidad de suturar la falta, y lo que muchos años más tarde Lacan definiría como la asimetría en la relación sexual, todo esto está presente en la extraordinaria obra del dramaturgo. Al margen de la relación epistolar entre ambos, que se prolongó prácticamente hasta el fallecimiento de Schnitzler en 1931, los testimonios de la época dan cuenta de que en realidad no mantuvieron una relación muy estrecha, y que fueron contados los encuentros personales. Si Freud admiraba la obra de Schnitzler, este era muy crítico con algunos conceptos centrales del psicoanálisis, como la teoría de las pulsiones o el complejo de Edipo, a los que consideraba como demasiado rígidos y no generalizables por estar sustentados -según él- en casos particulares; pero le disgustaba sobre todo la afición de los psicoanalistas a interpretar motivaciones inconscientes para la creación de sus personajes de ficción, y en más de una ocasión manifestó que prefería que sus obras se juzgaran con un criterio estrictamente literario9. Esta prevención de Schnitzler acerca de la tendencia de ciertos psicoanalistas a la psicobiografía y la psicocrítica, es decir a interpretar la vida del autor o analizar psicoanalíticamente los textos, como nos advierte la psicoanalista Liliana López -coordinadora del Área Artes del Espectáculo y Psicoanálisis de la Universidad de Buenos Aires- nos aleja de cualquier psicologización del campo artístico, de cualquier interpretación psicológica o psicoanalítica de la obra y de cualquier psicopatología del artista. ¿Se mantuvo Freud alejado de esta tentación? En varias ocasiones, a partir de 1906, Freud abordó en diversos textos la relación entre el creador artístico y su obra, a partir de El delirio y los sueños en la Gradiva, de W Jenssen, y volverá sobre el tema en El Moisés de Miguel Ángel, Un recuerdo infantil de Goethe en Poesía y verdad, en Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, e incluso en Dostoievski y el parricidio. Como señala Lacan, si bien Freud siempre recalcó que no pretendía dilucidar qué proporciona su verdadero valor a la creación artística, en su estudio sobre Leonardo “hay una línea en la que su apreciación se detiene. No puede decir, no sabe, en qué estriba, para quienes miran o escuchan, el valor de la creación artística. No obstante, cuando estudia a Leonardo (…) intenta encontrar la función que desempeñó en su creación su fantasma original”10. Maravillado ante lo que consideraba misteriosas fuentes de inspiración del creador literario, en 1907 Freud se hacía la siguiente reflexión en una conferencia posteriormente editada: “…a nosotros siempre nos intrigó poderosamente averiguar de dónde esa maravillosa personalidad, el poeta, toma sus materiales (…) y no hará sino acrecentar nuestro interés la circunstancia de que el poeta mismo, si le preguntamos, no nos dará noticia alguna, o ella no será satisfactoria; aquel persistirá aun cuando sepamos que ni la mejor intelección sobre las condiciones bajo las cuales él elige sus materiales, y sobre el arte con que plasma a estos, nos ayudará en nada a convertirnos nosotros mismos en poetas”11. Extensivo a las artes en general, este comentario de Freud nos sitúa ante el fenómeno que se produce durante un instante: la suspensión del juicio que suele acompañarnos frente a una obra determinada que nos llama, nos atrae, convoca la mirada, la escucha, y con ello compromete todo nuestro ser, como ha apuntado Mónica Unterberger en su artículo La pintura y la mirada12.

 

Notas:

  1. Baudrillard, Jean. El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas. Amorrortu, Buenos Aires, 2012, p. 27.
  2. Janik, Allan y Toulmin, Stephen. La Viena de Wittgenstein. Taurus, Madrid, 2001, p. 19.
  3. Ibid., p. 149.
  4. Ibid., p. 93.
  5. Kraus, Karl. Die Fackel n. 400, 1914, p. 2.
  6. Freud, Sigmund. “Epistolario III”. Obras completas. Biblioteca Nueva, Ediciones Orbis, 1988, p. 383.
  7. Ibid., p. 383.
  8. Ibid., p. 383.
  9. Sherman, Murray. “Prefatory Notes: Arthur Schnitzler and Karl Kraus”. The Psychoanalitic Review, Nueva York, 1978, 65 (1) 5-13.
  10. Lacan, Jacques. El Seminario, libro 11. Los cuatro conceptos fundamentales del Psicoanálisis. Paidós, Buenos Aires, 1987, p. 117.
  11. Freud, Sigmund. “El creador literario y el fantaseo”. Obras completas. Vol IX. Amorrortu, Buenos Aires, 1999, p. 127. Conferencia pronunciada en 1907 en los salones del editor y librero vienés Hugo Heller, y editada al año siguiente.
  12. Unterberger, Mónica. “La pintura y la mirada. Lo que el arte nos enseña”. El sigma.com, 2013.