¿Usted se llama Asperger, TOC, Bipolar o…?

Texto publicado originalmente en The Conversation, 2/2/22.

Las etiquetas en salud mental siempre han tenido mala fama por su estigma profundamente desacreditador, tal como analizo el sociólogo norteamericano Erving Goffman en los años 60. Ellas indicaban pertenencia a un grupo social menospreciado agravado por razones de clase, etnia o cultura. Esto fue así en una época en que las identidades parecían sólidas y la diferencia normal-patológico clarividente: los cuerdos estaban cuerdos y los locos, de atar. Hoy, 60 años más tarde, estamos ya en otra época y, como ha mostrado la pandemia, quién más quién menos cojea de alguna cosa. Basta un dato: la primera edición del DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), editada en 1952 por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, contenía 106 categorías diagnósticas y su última edición (la quinta) se publicó en mayo del 2013 y ha triplicado con creces esta cifra de trastornos mentales.

Hoy, los efectos discriminatorios del estigma no han desparecido, pero ha sido sustituido por una nueva versión: la etiqueta (label). No es nada infrecuente actualmente encontrar a personas que se definen, ellas mismas, como Bipolares, Asperger o Ansiedad de alto funcionamiento. La novedad es que estas etiquetas son buscadas y solicitadas por los propios afectados, que las reclaman para sí y, una vez conseguidas, esperan los tratamientos adecuados y también los beneficios que les corresponden (ayudas económicas, exenciones de tareas académicas o laborales, privilegios derivados de ese “déficit”).

Internet ha sido una oportunidad para el autodiagnóstico y para la creación de nuevos trastornos como la llamada MSMI (“Enfermedad inducida por las RRSS masivas”) que replica síntomas parecidos a los que cuenta en su exitoso canal de YouTube, el alemán Jan Zimmermann donde relata su vida con el síndrome Gilles de la Tourette, muy popular entre los jóvenes que, luego, acuden a consultas mostrando movimientos, vocalizaciones, palabras y comportamientos obscenos parecidos a tics pero que son claramente imitación de los síntomas asociados al síndrome. Ellos están convencidos de ese diagnóstico que acogen como su nuevo nombre, sin culpa ni vergüenza. Tik Tok también se llena de canales donde cada uno puede encontrar -a través del llamado efecto horóscopo- rasgos de un trastorno compatibles con él y, a partir de allí, incluirse en esa categoría. ¿Quién no se ha sentido un TDAH (trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad) leyendo los síntomas de inquietud, despiste, impulsividad, teniendo en cuenta que nuestro multitasking cotidiano es perfectamente compatible con esos signos supuestamente patológicos? ¿O se ha percibido como un Bipolar tomando en consideración sus cambios de humor habituales que lo llevan desde la euforia hasta la depresión?

Esas etiquetas tienen éxito porque cubren el hueco de las identidades evanescentes. Al contrario que el viejo estigma segregativo -que situaba en los márgenes a los estigmatizados-, las nuevas etiquetas, más ligeras y actuales, incluyen a los así designados en comunidades que comparten el “nombre” y reivindican sus derechos y su ser en el mundo: “yo soy…”. Justo cuando declina el viejo régimen patriarcal que nominaba a las personas y definía los lugares que les correspondían, asistimos a estos nuevos ritos sociales de bautizo. Donde había el nombre ligado al padre tradicional, encontramos otros nombres que definen nuevas identidades y asignan nuevos roles.

Su lado positivo aparece cuando el testimonio de un personaje público influyente favorece la eliminación de todas aquellas barreras y obstáculos que les impiden arreglárselas con su síntoma. Que un actor, futbolista, modelo o político hablen de su autismo, su bipolaridad o su hiperactividad legitima la condición de muchas que se sienten identificados con esa dificultad, estén diagnosticados o no. Disuelve, en parte, esa función segregativa del viejo estigma.

El problema es cuando la fragilidad de algunos, como es el caso de los cuadros diagnósticos más graves (psicosis) o los niños y adolescentes (más vulnerables frente a esas nominaciones) los deja a merced de la etiqueta, sin margen para hacer un uso a la carta (off-label), un uso particularizado que no los excluya de los lazos sociales. Entonces, se convierte en una jaula de hierro, que encorseta al sujeto proponiéndoles ‘soluciones’ rígidas como puede ser una medicación excesiva y cronificada, unos protocolos de cuidados invalidantes o una discriminación en los itinerarios educativos o laborales.

Allí es donde reaparece el lado más segregativo del estigma, el que no puede enmascararse por el pedigrí de estas nuevas etiquetas que aspiran a “normalizar” esas diferencias y diversidades del ser humano que el estigma patologizaba de manera inmediata. Fue el psicoanalista Jacques Lacan -con una larga experiencia clínica también como psiquiatra en sus inicios- quien en los años 70 pronunció la frase “Todo el mundo es loco” para señalar que cada uno y cada una -sin excepciones- debe encontrar sus fórmulas para vivir y reconciliarse consigo mismo; algunas de esas formas son más habituales y compartidas, mientras que otras toman un carácter más extraordinario sin que por ello sean menos válidas.