Yo quiero ser*

*Texto publicado en Facebook por el autor el 5 de junio de 2022.

Alguien apasionado por lo que el inconsciente nos revela a cada paso, me ha enviado gentilmente la noticia de que el profesor Kevin Warwick, director del laboratorio de cibernética de Reading en Gran Bretaña, ha hecho público su firme deseo de abandonar su condición humana y convertirse en un cyborg. Me encantan los ingleses. No puedo evitarlo, y comprendo que Lacan haya admirado la intrepidez de ese pueblo. Me sumo a su opinión, añadiendo esa disparatada seriedad y su decidido empeño por ir a contramano. Otro inglés, llamado Neil Harbisson, artista de vanguardia, posee el mérito de ser el primer ciudadano del mundo en cuyo pasaporte figura su estatuto de “cyborg”, en virtud de la antena que lleva insertada en la cabeza.

Los británicos siguen siendo un gran imperio, por la fuerza moral y la seriedad con la que asumen su locura. Pero volvamos a Kevin Warwick. En la primera fase de su proyecto, denominado “Cyborg 1.0”, el doctor Warwick se implantó en uno de sus brazos un chip conectado a un ordenador, que le permitía ejecutar acciones a distancia, tales como abrir puertas o encender luces. Es posible que, enfrascado en sus experimentos, ignorase que eso venían utilizándolo tiempo atrás los empleados de una fábrica de alta tecnología en Minnesota, que voluntariamente habían aceptado el implante de un chip en una mano para que sirviese como tarjeta de crédito y pagar sus compras. Pero la propiedad intelectual de las ideas no tiene ninguna importancia, y mucho menos cuando nos damos cuenta de la diferencia entre un mero aficionado, que podría haberse quedado satisfecho con su logro de domótica incorporada, y un verdadero genio, que no conoce obstáculos a su ambición. El doctor Warwick decidió dar un paso adelante y transformarse en un telépata de señales de internet. El asunto redobla su intriga, dado que este simpático investigador quiso agregarle algo bien picante. Le interesa indagar en los mecanismos del goce y la excitación sexual del cuerpo. No se conforma con ser un mero autómata sin gracia alguna, sino un ente libidinal tecnológicamente asistido. Para ello convenció a su esposa -un clásico, la figura de una mujer que por amor es capaz de llegar muy lejos en la entrega de su ser- para que se dejase introducir unos implantes que estableciesen una conexión directa con aquellos de los que él era ya un feliz portador.

La señora Warwick, sin embargo (otra faceta clásica: el llamado femenino al orden de la realidad, algo que tantas veces ellas deben tomar a su cargo) se mostró un tanto incómoda ante la insaciabilidad de su marido, que parece no conformarse con penetrar en la mente de su esposa, sino que desea hacer lo mismo con la de cualquiera, convirtiéndose así en una modalidad tecnológicamente invertida de una etapa primitiva del desarrollo del sujeto infantil. En efecto, a partir de los recuerdos referidos a la infancia, el psicoanálisis ha logrado reconstruir un tiempo originario en el que creemos que nuestros padres poseen la omnipotencia de conocer aquello que pensamos. Toda una gran conmoción interna se produce cuando, por obra de la represión, el niño descubre que sus ideas poseen el blindaje de la privacidad. Eso no implica necesariamente un alivio, puesto que la presunta vigilancia exterior es sustituida por un agente interno, el superyo, que supone la internalización del juicio moral y el sentimiento de ser observado. El doctor Warwick parece empeñando en ocupar el lugar del Otro que todo lo ve, y adquirir la habilidad de una conexión con la mente y la eroticidad de los otros, sin las incómodas mediaciones de la lengua, las palabras, y los retorcimientos de los malentendidos que suelen regir las relaciones entre los sujetos de manera insalvable. El profesor Kevin Warwick tal vez no ha leído a Lacan, pero si lo hiciese, refutaría con todo su ser la tesis de que los sexos no encuentran en el inconsciente una fórmula que los complemente.

Todo esto, que posee un próspero futuro, es una invitación a repensar nuestra concepción de la locura. No albergo demasiadas dudas sobre la psicosis erotomaníaca del profesor Warwick, pero a esta altura de nuestra civilización su diagnóstico va perdiendo importancia. Cuando otro doctor, Daniel Paul Schreber, publicó en 1900 sus Memorias como Presidente de la Corte de Apelaciones de Dresde, y confesó la voluptuosidad que un buen día le produjo imaginar ser una mujer en el coito, se encontraba sumido en una desesperada soledad. Si en cambio hubiese nacido unas décadas más tarde, y expresado su pensamiento en las redes sociales, al instante habría encontrado un aluvión de respuestas, y muy probablemente un club de seguidores o un foro de discusión sobre fantasías de índole semejante. El pensamiento de Schreber, que lo condujo a tan calamitosos resultados, habría tenido otro destino: la mano fraterna del doctor Warwick, dispuesto a ofrecerle la tecnología que realizase sus deseos sin necesidad de pasar por la internación psiquiátrica, y un espacio donde entablar un lazo social prolífico más allá de las fronteras natales.

A partir del momento en que la psicosis ya no puede ser considerada fuera del lazo social, ¿no nos vemos obligados a reconsiderar la función del psicoanálisis? Afortunadamente, y pese a no haber sido contemporáneo de estos acontecimientos actuales, Lacan estuvo convencido de que la neurosis no podía ser en modo alguno el patrón de medida del sujeto moderno, ni el modelo a partir del cual establecer los fundamentos teóricos y clínicos de la práctica analítica. Al descubrirnos la locura nativa de la que todos formamos parte, nos dejó una fecunda herencia para enfrentarnos a lo nuevo.

Personalmente no estoy demasiado disconforme con mi clásica configuración humana, aunque lamento que por razones cronológicas es probable que no llegue a tiempo para disfrutar de la compañía de amigos y colegas cyborgs. Reconozco que me habría gustado…