Recuperar la libertad*. Guy Briole (París)
El momento de la liberación de los rehenes ese tiempo tan delicado de la recuperación de la libertad, especialmente en un secuestro largo está marcado por una cierta exaltación, una locuacidad. Quieren contarlo todo aceleradamente y no siempre consiguen dar la consistencia que quisieran a su discurso. Eso sorprende porque esperábamos verlos tristes, debilitados, agotados. Es como si estuvieran animados por una fuerza moral y física que levanta la admiración de todos.
A veces, tienen una tendencia a trivializar su experiencia y prefieren concentrar su interés en lo que pasó en el mundo, en su familia. Esa generosidad esconde un malestar por el hecho de ser el centro de atención. Tienen que agradecer, sin olvidar a nadie. Esos agrade-cimientos reavivan a veces la culpabilidad de haber dudado del respaldo. El discurso está muy a menudo marcado por la idea del milagro y tintado de la idea universal de un amor que transciende los hombres.
En la brecha resultante siempre se aloja una creencia, una relación a Dios, a la plegaria. A veces, también ha creado un universo impregnado de misticismo que le ha permitido dar sentido al drama vivido y soportar la arbitrariedad y la violencia de los secuestradores.
Cuando regresé a Francia con los rehenes de Líbano, me decían, es irreal, no podemos creer que estamos libres. En las múltiples experiencias que he tenido de esas situaciones, todos temen lo que llaman la prueba: la realidad del día siguiente. No quieren dormir, para disfrutar de cada momento, quieren ver el sol levantarse sobre su libertad. El reto es saber cómo vivir esa libertad, después de haber visto la muerte tan de cerca.
La otra parte de la prueba consiste en saber cómo comunicar a los demás lo que uno siente. ¿Quién podría entenderlo? Busca en esas preguntas lo que se espera de ellos: no decepcionar, mostrarse conforme al ideal del héroe. El ex rehén es el objeto de una atención constante, en cuanto a sus aptitudes afectivas. Se sentirá tan cercano de los suyos que se dirá de él que entra en un estado de regresión y que adopta actitudes infantiles. Si se muestra distante, diremos que está deprimido, o agresivo, siempre reivindicativo. Si no condena francamente a sus secuestradores compartiendo la gloria de los rescatadores, es que se muestra a favor de sus carceleros. Eso lleva un nombre: el síndrome de Estocolmo. Queda marcado por cualquier comportamiento que hubiera tenido al momento, antes o después, del desarrollo del rescate. Es su historia. La marca lleva la sospecha. ¿Podemos confiar en él?
El momento de la liberación se vive también como un momento traumático. El rehén necesita un espacio-tiempo que le permita reestablecer el hilo con su propia historia después de haber sufrido una ruptura brutal y prolongada. El trauma no se sitúa únicamente en la presión del entorno sino más bien en la experiencia misma, intima, del proceso de recuperación de la libertad. El sujeto que acaba de ser liberado queda cautivo de la parte de sí mismo que dejó en ese encuentro que cambió su vida.
* Publicado en LA VANGUARDIA el Sábado 5 de julio de 2008