QUESTI FANTASMI: El amor y los fantasmas. Irene Domínguez (Barcelona)

En estos días de verano y hasta el 25 de julio podéis ver, en la Biblioteca de Catalunya, la obra de teatro “Questi Fantasmi” de Eduardo de Filippo, puesta magistralmente en escena por la compañía que dirige Oriol Broggi. Aquí van unas líneas fruto de mi encuentro con ella.

El salón central de una casa encantada va a servir de escenario de esta divertida y entrañable historia para adentrarnos, a través de la comedia, en algo que bordea y entreteje la naturaleza misma del amor; para hablarnos del encuentro, siempre imposible, entre el hombre y la mujer. Una verdadera historia de fantasmas.

Los relatos de fantasmas vienen al encuentro de Pasquale, un hombre muy atento a aprovechar las oportunidades que la vida le tiende en el camino para salir de la miseria y la grisura de los hombres de su tiempo. Él es un optimista-oportunista. Aprovechándose de las leyendas pueblerinas, acepta el trato de vivir, sin pagar un céntimo, en una mansión encantada a cambio de realizar un ritual cotidiano que demuestre a los habitantes de un lugar innombrable, que él no les tiene miedo; que la casa vuelve a ser de nuevo habitada. Tiene proyectos: allí montará un negocio para explotar el turismo de la zona. Sin embargo, en la atmósfera vive la leyenda: en tiempos remotos dos amantes, al ser descubiertos en su delito, fueron emparedados con cemento entre los muros de una de las innumerables habitaciones del palacio. Lo creyeran o no, lo cierto es que nadie -ni siquiera el portero de toda la vida-, se atreve a quedarse a solas en su interior. Cuando esto ocurre, todos los personajes recurren a salir al balcón para hablar con un tal profesor del vecindario, y así apaciguar, por un momento, el temor a los espectros. El miedo se articula a la soledad. A solas es cuando acecha el peligro de la aparición de los fantasmas. Pero eso es un miedo infantil…, el público lo sabe; las risas se desatan, corren a rienda suelta, con la certeza de que esas, son cosas de niños.

Entonces, todo empieza bien: por un lado la casa encantada y los fantasmas, y por el otro, la historia mundana en forma de vodevil, de los enredos amorosos en los bailes de parejas: un matrimonio, unos amantes, dos hermanos gemelos y dos hermanos del pueblo: el portero y un jovencito atontado. Cada personaje nos cuenta la suya: un marido queriendo ofrecerle un futuro de princesa a su mujer, un amante prometiéndole a la misma mujer una huida que les permita, por fin, vivir su amor sin límites…. Hasta determinado momento de la obra, el marco está en su sitio: todos vemos lo mismo. Sin embargo, paulatinamente, los inofensivos fantasmas van a transformarnos el recuadro a partir del cual leemos la realidad, y es justamente en este nuevo escenario donde empezamos a ver algo de lo que se juega en el amor: esto ya no hace tanta gracia. En el tramo final, cuando ya pensábamos tener todos los elementos en su lugar, los dos mundos -el de los temores infantiles y de las vicisitudes del amor mundano- van a entrelazarse para acompañarnos hasta el borde mismo de un agujero central: el imposible que alberga el amor para los seres humanos.

El enamorado siempre tiene como pareja a un fantasma. Es por eso que la mujer encarna por excelencia esa presencia. Protagonista muda y al final hasta invisible, ella es aquella que los hombres imaginan. Por eso Pasquale y Alfredo no comparten la misma mujer. Por eso la necesitan callada, le piden que no pregunte, que no quiera saber, le dan instrucciones precisas de lo que tiene que hacer, la suponen siempre donde ellos la imaginan. Y para que la mujer siga siendo esa que ellos sueñan, su "no querer saber" es la condición imprescindible para mantenerla ubicada como el objeto más preciado de su deseo.

Por si acaso nos quedara alguna duda, también María va a permitirnos acercarnos a la versión de la mujer de los otros personajes: la del portero es especialmente brutal, está claro que para él, el amor, es de otra naturaleza; nos la ofrece descarnada. Y la versión arrebatada, la de su hermano Piero, que tampoco ha escapado al influjo de la mujer, y que, en el mismo momento de clavar las manos bajo sus nalgas enloquecerá y no podrá nunca más volver hablar la lengua materna.

Por eso la leyenda es, de alguna manera, verdadera: el amor acaricia la muerte y se convierte en esa presencia inmortal que nos acompaña, que nos acecha en lo más profundo de la soledad y que, desde niños, nos advierte que es preferible consentir a ciertas dosis de ceguera para hacer con la compañía del propio fantasma, una versión soportable de la vida que, sabiendo sin saber, entraña las pasiones y los miedos más ancestrales de la condición humana.