El psicoanálisis es más necesario que nunca | Slavoj Žižek
Entrevista realizada por Manuel Asensi.
“Hoy los teóricos fingen que les gusta Hegel, cuando en realidad disfrutan en secreto con la cultura popular. Yo gozo con Hegel y la alta cultura, pero finjo que disfruto con la cultura popular. De hecho soy un intelectual tradicional” “Qué desesperación para conseguir gozar. Nos encontramos ante el fundamentalismo de la liberación”
“El problema es que Derrida y sus seguidores no han entendido algo que Trotsky tenía muy claro, y es que la revolución no significa felicidad. Debemos fijarnos en lo que está ahí presente, actuar más sobre lo que hay y tenemos"
Manuel Asensi: ¿Cómo escribe usted? A veces tengo la impresión de que utiliza una técnica de escritura surrealista en la que se deja llevar por una especie de torrente de ideas que le invade.
Slavoj Žižek: No, no, lo hago casi de la manera opuesta a como usted lo describe, escribo fragmentos y después los reúno en una especie de montaje. Nunca escribo según esa técnica surrealista, las ideas vienen separadas, cada una por su lado, y en un cierto momento trato de combinarlas formando un todo coherente. Utilizo una extraña estrategia para engañarme: en primer lugar me digo a mí mismo que sólo estoy elaborando ideas sin ningún tipo de articulación, me convenzo de que eso no es escribir todavía, y después, en un cierto punto, monto una especie de collage con todas esas ideas. Trato siempre de evitar la escritura automática, nunca escribo directamente. Creo que a mucha gente le gustaría saber cómo organiza su vida diaria para poder desarrollar tantas actividades: escribir muchos libros, conocer casi todas las obras de filosofía, de psicoanálisis, de religión, de política, leer una enorme cantidad de novelas de diferentes registros, ver casi todos los filmes, óperas, pensar, establecer analogías, viajar de manera constante. Por muy descabellado que pueda parecer, tengo que estar muy agradecido al antiguo régimen comunista de mi país. Cuando acabé mis estudios de posgrado en 1973, recuerdo que era la última oleada represiva del comunismo en la ex Yugoslavia, me dijeron que aunque me apreciaban, no era lo suficientemente marxista como para estar en contacto con los estudiantes, que era incluso peligroso, y por eso me relegaron al Instituto de Investigación, donde podría desarrollar mi trabajo pero en completo aislamiento. Mi eterna gratitud al régimen comunista de mi país. Ese aislamiento al que me sometieron es lo que me ha permitido establecer contactos con el extranjero, Francia, EE.UU., Ernesto Laclau, los lacanianos de París, etcétera. Y a partir de esto se desarrolló todo, es un trabajo maravilloso, sin ninguna regulación. Por otra parte, mi manera de organizarme debe mucho a las nuevas tecnologías, voy con mi ordenador PC portátil a todas partes, escribo en cualquier lugar, en cuanto acabo de leer un libro meto lo antes posible todas las ideas que me sugiere en el ordenador, y después el libro desaparece de mi estantería, no trabajo a la manera de los viejos científicos con los libros desparramados por todas partes. Todo está en mi ordenador.
Puedo confesar públicamente otro detalle cínico en cuanto a la gran cantidad de películas que veo, etcétera, sobre todo porque es un secreto a voces: seamos serios, hay muchas películas que no he visto. Tengo, por ejemplo, un ensayo sobre “Rompiendo las olas”, de Lars von Trier, que, en realidad, nunca he visto: es demasiado aburrida, lo intenté durante diez minutos, pero no pude. Mantengo una actitud hegeliana, cuando tengo una idea a propósito de un filme, me da reparo volver a verlo por si perturba esa idea que he tenido. Lo único que me apasiona es la ópera, es mi único gran amor, la música clásica en general. La paradoja es que hoy los teóricos fingen que les gusta Hegel, cuando en realidad disfrutan en secreto con la cultura popular. En mi caso, es al revés, yo gozo con Hegel y la alta cultura, pero finjo que disfruto con la cultura popular. La gente piensa que Hollywood me fascina, cuando yo estoy cansado de él; de hecho, llevo en secreto que soy un intelectual tradicional. Mire, me voy a casar en Argentina (se trata de un gran amor, compré este anillo hace tres días, estoy aprendiendo a leer español, es para mí un placer leerlo) y estoy descubriendo fascinado ese país, no tanto su historia literaria como su historia política e ideológica, Facundo, Echevarría, Sarmiento, Rosas, a quien habría que redescubrir. También me gustaría escribir estudios musicológicos, en el sentido adorniano, pero desgraciadamente no estoy suficientemente preparado. Ésta es mi gran frustración. Todo el mundo tiene sus propias limitaciones.
MA: ¿Cuál sería en su opinión el papel del psicoanálisis en nuestros días? ¿Cómo puede ayudarnos a comprender el terrible malestar político que nos envuelve a un nivel planetario? Bosnia, Torres Gemelas, África, Iraq, etcétera. Sé que es una pregunta difícil de contestar brevemente, se halla en sus libros desde “El sublime objeto de la ideología” hasta los más recientes, pero quizá podría explicarlo...
SŽ: La primera idea que yo rechazaría rotundamente es la idea de que necesitamos el psicoanálisis clásico para analizar los así llamados “fenómenos extremos”. Mis amigos me dicen: “¡Oh, Dios mío, necesitamos el psicoanálisis para entender lo sucedido en Bosnia!”. No, en realidad, el psicoanálisis lo necesitamos en todas partes. Mi impresión es que para entender lo sucedido en la ex Yugoslavia no son suficientes los análisis políticos pasados de moda. No me gustan esas aproximaciones espontáneas en las cuales se estigmatiza algunos países en los que por haber, por ejemplo, fenómenos terroristas, se reclama el psicoanálisis. De hecho, el psicoanálisis lo necesitamos para comprender más bien qué sucede con Europa occidental en América. Yo creo que la respuesta es muy clara: una de las principales características de la historia europea en los últimos doscientos años es, para decirlo de forma simple, lo que Adorno y Horkheimer designaron como “Dialéctica de la ilustración”, es decir, ¿cómo y por qué fracasó el proyecto de liberación del hombre? Y aquí el psicoanálisis nos puede ayudar de una manera muy específica.
Podríamos describir la percepción habitual del psicoanálisis de la siguiente manera: imagine a alguien que advierte que su sexualidad está reprimida, e inmediatamente desea tener relaciones sexuales liberadoras. Sin embargo, dado que ha interiorizado las instancias del superego, las prohibiciones sociales, no puede gozar de manera libre y espontánea de sus relaciones. En consecuencia, acude al psicoanalista pensando que el psicoanálisis debería ayudarle en este punto para hacerle más libres, para que sea capaz de superar esas prohibiciones sociales y gozar del sexo, etcétera. Es ésta una manera equivocada de concebir la función de la terapia psicoanalítica, porque es justamente lo contrario, no nos sentimos culpables porque las prohibiciones sociales nos impidan gozar, sino por todo lo contrario, por no ser capaces de seguir la ley del superego que lanza sobre nosotros el imperativo de gozar. Por muy paradójico que pueda parecer, la verdadera función del psicoanálisis, lejos de ser la de permitirnos gozar, es la de no permitirnos hacerlo. Quizá es el único gran discurso cuyo principal mensaje para el sujeto es “no debes disfrutar”, el único gran discurso que te permite no gozar. En este sentido, te concede una libertad total en contra de todas esas propuestas sobre el goce. Por otra parte, el resultado de esta actitud totalmente permisiva de las sociedades occidentales es que nuestras vidas están más reguladas que nunca. Qué desesperación en la gente para conseguir gozar, no a la grasa, sí al jogging, no al acoso sexual, la vida ya no puede estar más regulada. Lacan lo expresó muy bien cuando cambió la fórmula de Dostoievsky según la cual si Dios ha muerto todo está permitido por esta otra: si Dios ha muerto, todo está prohibido. Nos encontramos ante el fundamentalismo de la liberación. Creo que el psicoanálisis es hoy más necesario que nunca.
MA: En alguna entrevista anterior ha dicho que para usted el sexo no es un placer, sino una responsabilidad, un acto de autocontrol. ¿Por qué es así?
SŽ: En primer lugar opongo, en un sentido lacaniano, el placer al goce, por supuesto cierta clase de placer. Hoy estamos ante una presión social que nos impone unos comportamientos sexuales, tengo la responsabilidad de hacer gozar a mi compañera, por ejemplo, y si lo hago me siento relajado. El acto sexual se presenta como una responsabilidad. Como dice Lacan, lo que se opone al placer no es la responsabilidad sino el goce, en el sentido de exceso traumático de placer. Por poner un ejemplo ingenuo: imagine que usted vive una vida tranquila, una vida familiar placentera, con sus amistades, sus costumbres, etcétera. En ese caso, la llegada del amor representa una catástrofe, supone, por decirlo con san Pablo o Carl Smith, la irrupción de un “estado de emergencia”.
No es extraño que, por ejemplo, haya aparecido en EE.UU. una gran cantidad de libros contra el amor. Ahí tiene el caso del título del último libro de Judith Butler, el amor es una violencia ética, no te comprometas demasiado... Lo que más me interesa es precisamente este aspecto traumático del amor. En este sentido, para mí el amor es siempre ético, como si tu simple vida de placeres estúpidos fuera arrancada de cuajo. Los curas inteligentes, especialmente los católicos, conocían esto muy bien y sabían cómo manipularlo. Sus mensajes no consistían en decir no disfrutéis, os prohibimos esto y lo otro y cosas por el estilo, sino sé un poco más moral o bien no te tomes el amor tan seriamente con el fin de evitar su aspecto más traumático. Esto, que ya había sido subrayado por Lacan, es lo que siempre me ha fascinado de la tradición de la Iglesia católica. Lacan y Foucault sabían muy bien que todas esas disciplinas de control no tenían como fin tanto la prohibición de los placeres como su inducción.
Santo Tomás llegó a decir que era un pecado desear a la propia esposa. Ésa es la típica ambigüedad católica, por supuesto santo Tomás quiere decir que no debes desear a ninguna mujer, pero va más lejos. Los curas católicos han estado siempre fascinados por el hecho de que estar demasiado cerca de alguien puede llegar a ser traumático, pecaminoso. Me encanta ese conservadurismo radical que no tiene miedo de llegar hasta el límite y hace surgir la paradoja. ¿Recuerda esa clásica y maravillosa novela de Evelyn Waugh, también en la misma línea católica radical, conservadora, “Retorno a Brideshead”? En ella, a la pareja de protagonistas se le permite al final casarse, y sin embargo ¿qué hace ella? Abandona a su gran amor, le dice que no puede casarse, que sería demasiado traumático, que no sería soportable para Dios. La única manera de llegar a ser fiel a Dios es vivir una vida solitaria y promiscua, follando por ahí y por allá, porque de esa manera la protagonista siente que no traicionará a Dios. Y ése, según ella, es su deber para con la divinidad. Pero claro, eso es una locura para un católico o una católica.
MA: ¿Qué es lo que usted propone en el terreno ideológico? Usted ha dicho en su libro “Mirando al sesgo” que la fuerza de la democracia reside en su debilidad, en su imposibilidad, y que la postura del verdadero demócrata es: sé muy bien que esta forma de organización social está interferida por desequilibrios patológicos, pero de todos modos actuaré como si fuera posible. ¿Qué es lo que trata de aportar?
SŽ: No hay que tener miedo de las paradojas. Soy muy franco a este respecto, cuando la gente me pregunta: “¿Qué debemos hacer?”, respondo que no lo sé. Es mucho más modesto lo que trato de hacer, se trata sólo de subrayar que los antagonismos, por utilizar este término rimbombante, del actual sistema global, antagonismos económicos, éticos, culturales, no podrán ser resueltos en el seno del sistema mismo. Creo que esto es lo único que podemos hacer en la época que Fukuyama ha calificado de “final de la historia”, subrayar esos antagonismos. Advertir, por ejemplo, el peligro de una desublimación represiva, lo que Adorno llamó el peligroso acuerdo entre el superego y el ello, notable en ciertas posturas aparentemente marginales, en las consecuencias de una manera determinada de interpretar a Deleuze o a Derrida, en esa voluntad de romper todos los límites. Y pienso, por ejemplo, en la locura de esas pequeñas comunidades norteamericanas políticamente correctas en las que se está discutiendo el tema de la necrofilia. De la misma manera que tú firmas un documento por el que donas tus órganos tras la muerte, también podrías firmar un documento mediante el que entregaras tu cuerpo para ser utilizado sexualmente por algún necrófilo cuando mueras, si eres joven y atractivo. El sistema permite ese tipo de discusiones. No hay que olvidar que en EE.UU. se puede utilizar la tortura con el fin de obtener información en relación con el terrorismo. Yo quiero vivir en una sociedad donde la tortura no sea posible, porque es algo totalmente inaceptable. En una sociedad en la que no se permita ni siquiera discutir el tema de si debemos o no legalizar la tortura, donde el hecho de que alguien lo proponga lo descalifique automáticamente. Esta permisividad radical del todo vale lleva a lo que pasó hace tres años en Nueva York, cuando unos círculos extremistas se dedicaban a cortar su pene por la mitad, para poder tenerlo doble, lo hicieron casi doscientas personas, imagínese los problemas para orinar, el dolor, porque el pene no se puede reconstituir...
La paradoja en esta sociedad (en la norteamericana, especialmente) es que si miras durante mucho rato a una mujer puedes ser acusado de acoso sexual. Si por ejemplo haces deconstrucción o “cultural studies” está muy bien, pero Lenin, ah, eso es tabú, puedes llegar a desaparecer de las librerías. En relación con la democracia, he de decir que no debemos ser tan fetichistas a la hora de utilizar el término “democracia”, porque cualquier cuestionamiento de ésta puede ser fácilmente considerado como antidemocrático. La pregunta que pretendo responder en mis libros es la siguiente: ¿qué significa hoy en día la democracia?, ¿cómo funciona? No debemos tener miedo de hacer estas preguntas. Yo no estoy de acuerdo con esa idea derridiana de la “democracia por venir”, porque da la impresión de ser algo siempre inalcanzable, como si lo que tenemos de forma actual fuera un fracaso en relación con lo que podría ser. Está introduciendo una fórmula kantiana, la de la injunción ética, incondicional, aludiendo a lo que siempre está por llegar, a lo que nunca puede ser realizado. Para mí el principal problema de todo eso es que disuelve cualquier acción política en una suerte de proceso infinito que nunca se acaba ni se cumple. El problema es que Derrida y sus seguidores no han entendido algo que Trotsky tenía muy claro, y es que la revolución no significa felicidad. Debemos fijarnos en lo que está ahí presente, tenemos que actuar más sobre lo que de hecho hay y tenemos. Yo no deseo, como ellos, abandonar la noción metafísica de verdad.
Fuente: Žižek en castellano.