Beckett reduce la escritura al movimiento constante de agujerear la presencia | Zacarias Marco
El tejido Joyce –tal el título de su libro- está publicado por Arena Libros. En junio próximo se cumplen cuarenta años del momento en que Lacan se dedicó de lleno a Joyce, pero Beckett también era una referencia, al igual que Blanchot.
Esta es la segunda parte de la entrevista. (La primera parte se publicó bajo el título "Beckett siempre es fiel a su trabajo sobre lo imposible")
T : ¿Qué puede decir (o que dice) el psicoanálisis de orientación lacaniana sobre los textos de Beckett?
ZM : Esta pregunta me parece que exige un cierto desarrollo. ¿Qué nos enseñan los textos de Beckett? ¿Qué podemos aprender de ellos? Lo primero que me parece destacable es la sorprendente escasez de trabajos consagrados a la obra de Beckett escritos por analistas lacanianos, al menos hasta fechas muy recientes. Creo que no he leído nada con fecha anterior a 2005. A partir de ese año se ha producido un cierto viraje. Coincide con la fecha de la publicación del Seminario 23 de Lacan, por lo que es bastante probable que el impulso a escribir textos sobre Joyce haya arrastrado también los –no obstante, todavía poco numerosos– estudios sobre Beckett.
A partir de esa fecha diferenciaría entre aquellos artículos breves, o conferencias, que tienen un carácter introductorio y donde en general se aborda a Beckett junto con otros escritores, de aquellos trabajos en profundidad escritos por analistas atravesados de manera particular por la lectura y el estudio de Beckett. Podríamos señalar como pertenecientes al primer grupo una conferencia de Leonardo Gorostiza, Una letra sin más allá, de finales de 2005, o un artículo más reciente de Alejandra Eidelberg, Lacan, lector de Borges y Beckett, trabajos sugerentes pero necesariamente parciales dada su limitada extensión. Pertenecientes al segundo grupo colocaría los trabajos de Franz Kaltenbeck (La psychanalyse depuis Samuel Beckett; Le symptôme en acte y L’extase déchiffrée) y los más recientes de Albert Nguyên (Les clefs de lalangue: Beckett, Cixous, Joyce et… Lacan; Beckett, le kioukanko-man y L’épasseur de langue essorée, Beckett).
Sólo he leído de Nguyên el primero de ellos, donde investiga la perforación de Beckett en la palabra y su consagración a las voces fundamentales como un trabajo sobre lo real lacaniano. Nguyên lee a Beckett investigando modalidades de repetición en la psicosis y sugiere pensarlo –creo que algo precipitadamente– del lado de la melancolía, a partir de la marca de un fracaso originario, algo que quedará siempre como la expresión de un invivible que a la vez está condenado a no poder prescindir de la vida. Pero son los trabajos de Kaltenbeck los que me parece que merecen una mención especial. Kaltenbeck hila con extraordinaria finura las posiciones artísticas de Beckett –centradas en la emergencia de lo traumático– con las vivencias y recuerdos de Beckett, algo que hace tocando el texto sin apenas condicionamientos previos, como gran conocedor de su obra que es; en definitiva, leyendo a Beckett.
Y lo hace cruzándolo con los problemas de la clínica lacaniana, muy atento a lo que Beckett puede aportar al psicoanálisis: su trabajo sobre los equívocos, la desconfianza hacia el lenguaje, la no relación sexual, la escritura como síntoma en acto ante la necesidad de un relato que calme… valga como ejemplo el nexo que propone entre la lectura que le hacía su padre para calmarlo cuando era chico con el cuento El calmante, una relación con la producción del relato, con su exigencia incluso, algo que, como sabemos, atraviesa todo Beckett.
Por otro lado tendríamos las aportaciones de pensadores, no analistas, pero atravesados también por el psicoanálisis de orientación lacaniana, sean críticos literarios, lingüistas, filósofos, etc. Recogeré también alguna de éstas aunque no entraré aquí en aquellas otras (Alain Badiou, Llewellyn Brown, Slavoj Žižek) que excedan el interés clínico. ¿A qué puede ser debida dicha escasez, máxime teniendo en cuenta el volumen ingente de trabajos sobre Beckett realizados desde los más diversos ámbitos? La justificación –me temo que bastante sintomática– parecería provenir de la paralela escasez de referencias directas que Lacan dedica a Beckett. Se hace un poco inevitable referirse a ellas.
Trataré de entretejer a partir de ahí algunas cuestiones teóricas de la clínica. Contamos con al menos tres referencias directas: aparte de una mera alusión a Esperando a Godot en 1956, existe otra en la primera clase del Seminario 16, a finales del 68, y una tercera, el 12 de mayo del 71, que es la más comentada y que sería recogida en su texto Lituraterre. Lo primero que sorprende es el contraste entre dicha escasez y el lugar mayúsculo que en ellas Lacan le otorga: en el año 68 deja caer que el genio de Beckett domina su época y tres años después va más lejos todavía al afirmar –al tiempo que lo coloca como su compañero de viaje– que Beckett salva el honor de la literatura (un año después, en L’Etourdit, se expresará en los mismos términos sobre Heidegger, salvando en su época el honor de la filosofía).
Tanto en el 68 como en el 71 el desencadenante inmediato ha sido el mismo, la referencia al cubo de basura (poubelle) y a la publicación (poubellication), lo que remite por un lado al juego joyceano entre letter y litter, entre la letra y la basura, y por otro al objeto a lacaniano. Contamos con un buen trabajo (Lacan with Beckett) de Suzanne Dow, una joven doctora en lenguas modernas y literatura francesa fallecida trágicamente hace dos años, donde desarrolla las implicaciones de ambas referencias.
Como es de fácil acceso me remito a él, pero sí me interesa destacar que su motivación es la no inclusión de Beckett como socio silencioso de Lacan en el libro que editó Žižek en 2006, The Silent Partners. Dow añadirá no sólo la necesidad de incluirlo en esa lista de Lacan sino también en la lista de Joyce. La lectura de este artículo, a pesar del sesgo de estudio académico, que echa de menos lo que ahora llamamos una orientación desde lo real, me parece de gran utilidad. Intentaré vincularlo con una perspectiva más transversal, no sólo la del Lacan de esos años, para ver cómo podrían ser afectados a partir del estudio de los textos de Beckett problemas teóricos fundamentales. Me refiero al lugar del analista, al final de análisis y al tratamiento del síntoma.
Como no podía ser de otra manera se suele destacar la afinidad entre la escritura de Beckett, el tratamiento de los restos, de los residuos, con ese desecho que es el objeto a. Esto es, sin dudas, capital. Partiendo de ahí, el hermanamiento entre Lacan y Beckett se amplía también, como lo recordaba Évelyne Grossman en su artículo Il n’y a pas de métalangage (Lacan et Beckett), al discurso de la equivocación, del fracaso, del malentendido y de la denegación, algo que afecta incluso a lo que podría considerarse una obra. Beckett reduce la escritura al movimiento constante de agujerear la presencia, haciendo borde a un agujero en el saber, como apuntaba Alejandra Eidelberg.
Asistimos al trabajo que se abre desde la asunción del no saber / no poder sobre el borde de lo imposible y que se sostiene en una idea de artista, según expresara Beckett en su juventud, como aquel que se atreve como nadie a trabajar con el fracaso. Esta posición, de una radicalidad extrema, me parece por entero coincidente con la que Lacan sostiene sobre la posición del analista. Va de suyo, por tanto, que ambos compartan también una idea de sujeto absolutamente descentrada, fragmentada, innombrable - en expresión de Beckett. Decimos que el recorrido de un análisis aísla la matriz de goce con la que sostenemos nuestra existencia para confrontarnos con eso indecible que somos, con nuestra basura, produciendo una variación, una suerte de desprendimiento que nos libera del peso de las determinaciones del inconsciente.
Ésta vendría a ser la primera conceptualización del final de análisis (atravesamiento del fantasma) que Lacan elabora en las fechas de las referencias a Beckett. Desarrolla entonces el lugar del analista como el del objeto a, una posición orientada por el goce del sujeto y no por la relación transferencial del analizante con un supuesto saber. De esta manera se permitiría el surgimiento de aquellos significantes primordiales por los que el sujeto se hace representar, aquellos que determinan su inconsciente sosteniendo su padecimiento sintomático. Son años de intenso trabajo hacia una nueva noción de síntoma que se irá abriendo paso al tiempo que Lacan se introduce en la teoría de los nudos, donde terminará buscando apoyo en el hacer de Joyce a mediados de los años 70. De su mano alumbrará el concepto de sinthome, que vendrá a modificar la rigidez de la clínica estructural previa. Pareciera entonces que Lacan abre y profundiza la vía Joyce y no la de Beckett. Bien, de acuerdo, pero aun siendo esto cierto, podríamos introducir algún matiz dado que toda la conceptualización lacaniana previa al sinthome es coincidente con la vía Beckett.
Será inevitable referirnos ahora a la vía Joyce para imaginarnos la otra como posibilidad. Esto exige un pequeño desvío. Veamos en qué punto Lacan utiliza a Joyce para un hacer distinto que nos enseña casi desde el más allá de la locura. Joyce hace algo con esa litter que es para él la letter, sin ser invadido por ella. Hay innumerables citas de sus obras y también testimonios directos que lo atestiguan. Joyce sufre de algo semejante a la imposición de la palabra, un fenómeno psicótico, y sin embargo no desencadena propiamente una psicosis. Joyce describe un sorprendente hacer con lo real que sirve a Lacan para elaborar el concepto de sinthome, un saber hacer con la letra en tanto cosa, sin pasar por el sentido.
Digamos que ante la falla abierta en la operación de significación, Joyce se las apaña para que su edificio no se derrumbe. Pone en acto un tratamiento con el goce mortífero de la letra como esquirla de lo real, como astilla que se clava, sin recurrir al sentido, al argumento, a lo que hasta entonces eran las herramientas básicas de la novela. Joyce crea las suyas propias.
Por último, dado que siempre quedan al final de un análisis restos sintomáticos, este saber hacer de Joyce ilustraría un final de análisis más allá del registro del sentido, por fuera del registro fálico. Joyce abriría la posibilidad de una invención en el tratamiento de lo imposible, una invención que Lacan va a considerar a continuación generalizable, una enseñanza para todos. No creo que se pueda hablar en Beckett de nada parecido a la imposición de la palabra, su camino parece más bien el inverso, el de desasirse de una imposición de sentido. Podríamos pensar de este modo la necesidad de prescindir de la lengua materna, cargada en exceso de significaciones, de sonoridades poéticas, una lengua proliferante incompatible con la reducción beckettiana. ¿Es una respuesta al estrago materno, entendido de manera ampliada como saber en tanto estrago, incluso de Joyce en tanto estrago? ¿Ilustraría entonces un momento conclusivo del camino analítico del neurótico? ¿Podría pensarse en algo así como un sinthome a lo Beckett? Esto es lo que acaba proponiendo Suzanne Dow, un hacer desde el no saber hacer ahí, que es lo propio de la posición diferencial de Beckett respecto a la omnipotencia de Joyce: no saber, no poder, fracasar siempre… pero continuar. Continuar una y otra vez sin variar este fundamento primero de imposibilidad.
Se trata de una posición que, como recuerda Leonardo Gorostiza, no tiene nada de nihilista (Badiou va todavía más lejos al hablar de inquebrantable deseo. Yo tengo mis dudas de que se pueda llegar a tanto). Quizá podría pensarse su revelación como el momento de puesta en marcha de su sinthome, de la estabilización de un anudamiento que le serviría para el resto de su vida. A partir de entonces su trabajo por mal decir lo que no se puede bien decir no se detendrá. Me parece que esto es asumir la castración en un grado inaudito. Por último, Beckett encuentra en cada uno de sus textos formas diferentes de nombrar la fragmentación, el deser, desplegando incansablemente la fractura de un sujeto que no puede aparecer nunca como tal. Valga como ejemplo insuperable de parcialidad de la pulsión, de objeto recortado, la extraordinaria pieza teatral No yo, una boca accionada por una voz cuasi loca que, pese a la brevedad de la obra, parece imposible de detener.
Resumiendo: ¿cuál podría ser la particularidad de la aportación de Beckett al ámbito lacaniano con respecto a Joyce? Quizá podría pensarse en una suerte de asimetría con respecto al tratamiento de lo real lacaniano, dos modalidades de trabajo sobre los dos bordes del fuera de sentido. Uno, Joyce, desprecia el registro fálico porque, sencillamente, carece de él, y pulveriza entonces la letra que se clava creando otro tipo de vida-letra, lo que le permite obtener por el camino del arte una nominación.
El otro, Beckett, hace el esfuerzo analítico de desmontaje, y de desmontaje del desmontaje, sin otro fin que plasmarlo de mil maneras porque se mantiene frente al real previo de la fragmentación, pero la suya no es la de la letra sino la de la pulsión. Por eso creo que para Beckett no se trata de obtener una nominación, es algo de otro orden; no es tanto una invención porque está allí desde el principio, en la fractura a la que consigue identificarse en su epifanía. A partir de ahí puede hacer operativo lo que estaba: asumir la posición de desamparo expresada en la necesidad de escritura, hacer de ello su síntoma, hacer del no poder una continuidad, hacer del no cesa de escribirse su tratamiento ante la fractura de la existencia.
T : ¿Existe algo así como una modestia extrema en este escritor, o eso forma parte de su leyenda?
Z : Parece claro que es algo que él rechazaría con profundo disgusto. No cabe duda que preferiría que habláramos de su obra, y así, para su horror, no dejaría de agrandar su leyenda. En fin, sí, Beckett se veía como un vago: hacer del Belaqua de Dante un alter ego lo dice todo. Después, uno ve lo que escribió, este hombre que tenía en su máxima estima el silencio y que se ejercitaba en una escritura sustractiva, y se sorprende ante su volumen y densidad, por no hablar de su manejo de lenguas, de la paciencia para traducir sus propios textos, de su erudición en los más variados campos artísticos.
Quizá la modestia haya que pensarla en términos de sentimiento de culpa, un abismo más que probable. Creo que es difícil no hacerse esta idea cuando uno lee relatos de sus biógrafos o de sus amigos, algo que emerge también en su trabajo, en su exigencia, en su aspereza. Luego se construye la leyenda y nos quedamos tan tranquilos, hemos sabido utilizarlo para que no nos afecte. Se ve hasta en las traducciones al castellano, esa tendencia a dejar romo el filo cortante para que no haga sangre.
Esto me parece imperdonable, máxime cuando uno tiene las suyas y puede aprender de cómo lo hace él, nunca suavizando el original. Por eso haríamos mejor en reconducir la idolatría en acompañamiento, acompañamiento de sus textos, que es lo que tenemos. No edulcorar, no engalanar; ni leerlo como una metafísica, por favor. Son formas de protegernos del texto. Tampoco creo que se trate obviamente de intentar dar otra visión de su vida. Por lo que sabemos, sufrió una evolución importante: no era un joven modesto, él se vio después tan arrogante que denostaba los textos de esa época.
Esto queda bien reflejado en La última cinta. Pero, una vez que rechazó la posición del saber, la juvenil arrogancia dio paso a una proverbial modestia y a una gran generosidad de la que no pocos se aprovecharon. Esto es cierto, pero quién sabe del sufrimiento que lo motivaba, quién sabe de sus ambivalencias, de sus dificultades para el enfrentamiento. Mejor no ir por el camino de hacer de él un santo. No hay que olvidar que Beckett tenía también buen genio y detrás, tanto de su humor como de su inagotable desgarro, brota no pocas veces una más que considerable mala hostia. Pienso en Los días felices, en Final de partida, en Molloy… Hacer de él un cristiano, como se ha intentado, es un despropósito.
T : ¿Por qué cree usted que su lectura produce ese efecto de interminable, quizá como la de William Faulkner o la de Maurice Blanchot?
Z: Es un lujo responder a preguntas tan sugerentes. Empezaré por señalar la afinidad entre Blanchot y Beckett en lo que respecta a esa posición inaudita de escritura más allá de la pérdida de la esperanza, una concepción de la palabra que se tiene que hacer cargo de una radical ausencia inaugural que implica al lenguaje en cuanto tal, a una imposibilidad en el nombrar mismo a la vez que su urgente necesidad; una concepción que corre paralela a una desubicación compartida con respecto al ser y a la existencia, algo que en Beckett se expresa desde el no ser nacido a la vida y en Blanchot desde la presencia en la ausencia o de la vida desde la muerte. Hay aquí una proximidad que creo tiene como principal consecuencia la permanente labor de desmontaje al que ambos someten al lenguaje.
Es inevitable que derive de ello un efecto de infinitización, de despliegue interminable. Leemos en Thomas el oscuro: “… habiendo abandonado lo que todavía puede representarse, añadir indefinidamente la ausencia a la ausencia y a la ausencia de la ausencia, y a la ausencia de la ausencia de la ausencia, y así, con esa máquina aspirante, hacer desesperadamente el vacío”. ¡Cómo no pensar en la escritura de Beckett! Es desde la asunción de la imposibilidad de la representación que el resultado no puede ser, como decíamos, nihilista sino, por el contrario, una actividad imparable.
Siguiente paso. Decimos con Blanchot que la escritura es la imposibilidad de la escritura, pero a continuación esto lo invade todo. Sólo el reverso posibilita el pensamiento del anverso, y así hasta el infinito. Y es siguiendo esta línea –de la que creo que se benefició en exceso la deconstrucción– que encuentro una diferencia fundamental entre ambos escritores. Lo expongo como conjetura, pues mi conocimiento de Blanchot es relativo.
Es algo de lo que de momento no puedo desprenderme, se trata de lo que creo es una posición contradictoria sobre la asunción de la imposibilidad. Por un lado hay una necesidad de que se efectúe de manera radical. Por otro, el impulso, que habla de todo lo contrario. Podemos leer la posición teórica en el capítulo de La comunidad inconfesable titulado El principio de incompletud, donde Blanchot retoma afirmaciones de (Georges) Bataille. Habría comunidad porque en la base de cada ser hay un principio de insuficiencia. Se derivaría una posibilidad de existencia sólo a partir de la imposibilidad de ser él mismo, por tanto, de una relación no cancelable con la exterioridad.
El resultado es un movimiento donde volvemos a encontrar el eco de la poética beckettiana: “… sólo componiéndose como si se descompusiera constante, violenta y silenciosamente”. Pero este reclamo de comunidad proviene también del impulso a la comunión, a la fusión. Y esta paradoja, que tan lúcidamente desvela Blanchot en su texto, no deja de afectarlo. Ésta es mi impresión leyendo Thomas el oscuro, todo él articulado a partir de imágenes de completud, de goce, de circularidad, de indiscernibilidad, de relación fusional, de indistinción entre los cuerpos… donde lo hueco está demasiado lleno de cuerpo, algo que termina siendo en cierto sentido mucho más joyceano que beckettiano (acordémonos por ejemplo de aquella máxima según la cual la ausencia es el estatuto máximo de la presencia, de ahí que Joyce pudiera estar sobre todo en Dublín, estando en el exilio).
Creo que aquí deja de ser la lógica de la imposibilidad la que domina, es más bien su reverso, y se termina colando lo que intentábamos desalojar a toda costa, la presencia. Me refiero, desde la perspectiva lacaniana, al goce, es éste el que impera, plasmándose en lo sublime que es la muerte: tengo la sensación de estar, viviendo, infinitamente más muerto que muerto. En definitiva, un régimen incompatible con el deseo, que alcanza el paroxismo de algo horroroso debido precisamente a la ausencia absoluta de deseo, según leemos en dicha novela. No quiero decir que esta paradoja esté ausente en Beckett, está presente en los personajes que hacen reverso el uno del otro y en muchas otras cosas, pero no es éste el movimiento de su obra. ¿Qué comunidad hay en los personajes de El despoblador? ¿Qué función tiene el Otro en Beckett?
El despliegue matemático de posibilidades pacifica, pero sin dejar de ser en sí mismo algo aterrador. La fidelidad a la ausencia en Beckett es inigualable, me parece. Elimina toda retórica, como usted decía, dejando que ello hable, por eso está alejado del pensamiento filosófico, del ensayo… sólo le queda la necesidad de plasmar cómo es, cómo se compone su descomposición, de manera estricta, cada vez. Podemos tomar ahora algo que ya adelantaba en otra respuesta: la necesidad de relato. Nos puede servir para pensar el efecto de interminable que encontramos también en Faulkner.
Podríamos pensar en el chorro de la conciencia del monólogo interior, que tiene algo de inagotable per se, pero que no está puesto en Faulkner al servicio de agotar las posibilidades de lo dicho mediante la suma al infinito de sistemas de coordenadas, como podríamos leer en Joyce, no; cuanto más relato, más exigencia de relato, más posibilidad de enriquecimiento ilimitado. Siempre puede pensarse en otro narrador que aporte ad infinitum su parcialidad al conjunto inconcluso.
O también la posibilidad infinita de multiplicación de los fragmentos de memoria, como ocurre en el deficiente Benji, en función de sus leyes sensoriales, que podría no acabar nunca… Pero ese recurso a la imaginación es ajeno tanto a Joyce como a Beckett, lo que no impide que encontremos en Beckett una inconmensurable necesidad de relato. ¿De qué relato se trata? De la necesidad de un relato en sí, no de tal o cual relato. De hecho, éste puede no darse o ser totalmente incongruente, esto es secundario. Recordábamos el artículo de Kaltenberg donde cuenta la necesidad del niño Samuel de oír noche tras noche el mismo cuento de boca de su padre, el relato como único calmante posible para sus terrores nocturnos.
¿Cómo trabajará esta necesidad? Tenemos al principio de la obra de Beckett a sus personajes, escritores, produciendo relatos –aquella necesidad de decir palabras mientras las haya, según se dice en la trilogía–, que alcanzará después un extraordinario desarrollo formal. Se trata de un juego de posibilidades de escucha de relato que no deja de desplegarse, que recuerda tan literalmente, como veíamos, la fórmula lacaniana del no cesa de escribirse. A partir de ahí, multiplicidad formal.
En Final de partida, Hamm se ejercita en la posibilidad de fabricar un relato como prerrogativa del ejercicio del poder, estando los súbditos sometidos a la escucha del mismo. En La última cinta, la escucha del relato de uno que ya no es uno (la imposibilidad de la presencia), escucha de la que Krapp (basura, crap) se defiende hasta encontrar el pasaje que terminará capturándolo. En Cómo es, según las tres variaciones de la extracción mediante tortura de relato como sustento vital.
En Compañía como fragmentos de relato de vida, voz que llega a alguien sin poder afirmar si es de él del que hablan, ni si es a él a quien se dirigen. En Impromptu de Ohio, el ritmo de la lectura, su escucha, la pausa y la repetición… En fin, la puesta en acto de la disgregación es inacabable, un empuje a desplegar que se renueva en cada texto ofreciendo una articulación diferente. ¿Pero se trata de una nueva metástasis expansiva del lenguaje o, más bien, del infinito sustractivo, aquel que busca cernir de manera más precisa, más cercana, la llaga de lo real?
Creo que lo interminable de Beckett tiene este último matiz que lo vuelve tan extraordinariamente seco y certero. Sí, su tipo de infinito es el sustractivo. Trabajando en la imposibilidad que se estrecha, Beckett es el relojero que está obligado a quitar piezas del mecanismo hasta dejar sobre la mesa un nuevo aparato, componiendo musicalmente a partir de un mínimo que disminuye, cada uno con unas leyes precisas, surgidas de su propia escucha, para sorprendernos con obras tan geniales y aparentemente dispares como Quad o Una tarde, geometrías de la palabra bordeando el agujero.
Fuente: Télam.
Socio de la sede de la ELP de Madrid.