Alocución del Presidente de la ELP (11 de noviembre de 2012) Antoni Vicens

Nuestra razón política
En el momento de la presente renovación de cargos, creo que merece la pena dar una mirada al lugar donde se asienta nuestra Escuela. Cualquier forma de acción política empieza con un análisis del lugar del sujeto. Es una tarea, en el límite, imposible, como bien situó Freud. Y sin embargo, hay que hacer el ensayo.

Vivimos un tiempo en el que la inestabilidad de las cosas es su fundamento mismo. Esta es la lógica misma del semblante: nada vale más allá del surco que deja por un tiempo limitado en una memoria atosigada por un mundo de información. El sujeto suele ser tomado como una simple tabula rasa, como una materia indiferente –la podemos llamar neurona, o conexión cerebral, o simplemente el cuerpo– en la cual unas señales (estímulos, excitaciones, tatuajes, perforaciones, penetraciones) van dejando un rastro más o menos corregible, según la intensidad del trauma por el que llegaron a perturbar el desierto de sentido supuestamente originario. Creyendo en esto, todo trauma es corregible, toda memoria puede ser modificada, y el cuerpo es un soporte plástico para todas las impresiones. La mente aparece como el conjunto de las operaciones que ella misma puede ejecutar con las impresiones que le llegan. La salud mental es la capacidad para perder la memoria y para mantener las funciones cognitivas en toda ocasión. Las certezas nunca son permanentes. La culpa es inútil. El goce es placer. El ser que falta se completa en un Uno sin ideal.

Y este juego de semblantes, en el que todo toma la forma de un relato continuamente mudable en un universo líquido, alimenta las formas de una servidumbre de magnitudes inimaginables. La gestión, el protocolo, el cálculo bursátil, la eficiencia comprobable, son reducciones de la soberanía del deseo, y que apuntan a un exterminio del deseo mismo.

Pero nosotros, en nuestra Escuela, tanto como no estamos dispuestos a perder la memoria, tampoco estamos dispuestos a renunciar al deseo.

Armados con esta decisión, más que nunca nos corresponde elaborar una razón política que incluya la diferencia que hay entre la felicidad y el deseo, entre la culpa y la angustia, entre el placer del goce. Más que nunca hemos de saber qué quiere decir hablar. Más que nunca hemos de recordar que formamos parte de las profesiones imposibles.

Al introducir la noción de sinthome en su Seminario 23, Jacques Lacan se pregunta sobre el estatuto del inconsciente a partir de ese nuevo concepto fundamental. Si la lógica del sinthome proviene del análisis de los desabonados del inconsciente, parece dejar de lado al inconsciente clásico, entendido como discurso del Otro: cadena de significantes reconocidos en sus formaciones, sueños, lapsus o chistes. Lacan afirma, para empezar, que “el término que tiene una relación particular con aquello de lo que se trata en el sinthome, es el inconsciente”. Y sigue luego una afirmación importante: en “el sinthome, se trata de situar lo que tiene que ver con lo real, lo real del inconsciente, si es que acaso el inconsciente sea real.”

En su curso de 2006-2007, Jacques-Alain Miller se orienta según ese inconsciente real. Si éste es comprensible, lo es fuera de la vía regia del Nombre-del-Padre. Es un inconsciente sin represión, fuera de la ley, simple deriva del goce, pérdida inconsecuente. Más aún, ese un inconsciente fuera del sentido.

Nuestra clínica sufre entonces una mengua del poder de la interpretación, en su sentido clásico, freudiano. Como dice Jacques-Alain Miller, el inconsciente de Freud “es un inconsciente que se interpreta”; pero si hablamos del inconsciente real es para destacar que “en el término de real, sentido e interpretación se extinguen”. En la enseñanza de Lacan que Miller denomina “el reverso de Lacan”, parece instalarse una oposición “entre lo real y el sentido”. Lo que induce la pregunta que se hace Lacan en el Seminario citado: “¿Cómo saber si el inconsciente es real o imaginario?”, para añadir: “Esta es precisamente la cuestión. Participa de un equívoco entre ambos.”

La cuestión para nosotros es la de definir la dimensión de lo real, despojándolo de su adherencia imaginaria, a la que nos atenemos para no perder la realidad, y de su implicación simbólica, donde lo real es atrapado en la estructura. Se trata, como lo expresa Miller, de “elaborar el modo de un pensamiento disjunto de lo imaginario, un pensamiento que no estaría fundado en la adoración del Un-Cuerpo”. Ese pensamiento debería estar “emparejado con la escritura”. Pero el precio a pagar por esta vía es el que señala el título del curso siguiente de Miller: “Todo el mundo está loco”, que se refiere a esa frase de Lacan: “Todo el mundo está loco, o sea, delirante” que dejó en uno de sus más últimos escritos.

El inconsciente pues, no nos salva. No nos restituye un límite simbólico que nos haría pieza de discurso. Fuera de discurso, lo real pone un límite. La Escuela se ocupa de ese real en una labor de transmisión.

Para la transmisión debemos confiar en las posibilidades de hacer pasar lo real a algo que tenga una dimensión simbólica. Nuestro saber, ahora, siguiendo las trazas de la enseñanza de Lacan, es que nunca lo real será congruente con lo simbólico. No hay pacto posible con lo real, ni tampoco una pacificación de sus aspectos disolventes, destructivos o vitriólicos. En ese camino espinoso que va de lo real a lo simbólico, conocemos los fracasos, por nuestra experiencia con la psicosis. También conocemos sus éxitos, por lo que vemos surgir como creación en el arte y en la escritura. Nuestros cuerpos forman parte ahora de esa dimensión simbólica generada por el tiempo del más allá del Edipo. De ellos sabemos que gozan, que ese goce deja un rastro, que cuando ese rastro se configura en algo serio lo podemos llamar síntoma, el cual tiene una consistencia de escritura, y que por tanto podemos leerlo, intervenir en esa escritura y provocar una renovación que se dirija a algo más manejable que el malestar de lo imposible. Manejable aquí significa que puede circular y alimentar el discurso.

La cuestión es cuando ese discurso es el del psicoanálisis, y de qué modo la Escuela deviene el motor de ese discurso.

En la sesión del 25 de marzo de 2000 de su seminario de política lacaniana, Jacques-Alain Miller había situado el lugar transferencial en la Escuela en relación con los cuatro discursos. Si asimilamos la Escuela al discurso universitario, veremos producirse sujetos divididos, pero nunca advertidos de su división. La verdad es remitida entonces a un autor, en quien se hace recaer la responsabilidad. Si luego observamos aquello que del discurso del amo se dirige a la Escuela, sobre todo en tanto que forma grupo, obtendremos aquello que regula su legalidad, y la posición de las jerarquías en su interior. El discurso histérico se aplica a la Escuela en tanto que los significantes amo son puestos en cuestión, con el fin de hacerles producir el saber que contienen, como su agalma escondida, no fantasmática, aquella que diría al final de qué se trató. El afecto correspondiente, indica Miller, es el de descontento, de insatisfacción sobre todo aquello que se presenta como asumido. Si tomamos el término de análisis en uno de sus sentidos originarios –el de disolución– podremos advertir que el discurso analítico se aplica a la Escuela en tanto sometida a un proceso incesante de división y disolución. Esta es una primera caracterización de la transferencia en la Escuela.

De ella se desprende una política, que vale como una primera guía para organizar nuestra estrategia. Situando dentro de la Escuela un giro incesante de los cuatro discursos, y siguiendo la lección de Jacques-Alain Miller en el Seminario citado, podemos tomar nota de cuatro objetivos. En primer lugar, refiriéndonos al discurso del amo, se trata de desfanatizar la pertenencia. Si el sentido siempre está sometido el tropismo de la religión, la estrategia es de laicizar el carácter grupal de la Escuela, recordando a los miembros que cada uno de ellos es fundante de la Escuela misma, y no simple fiel de un discurso que aspira a la totalización. En cuanto al deseo, se trata de deshisterizarlo, es decir, de serenarlo para empezar, y de facilitar la producción de saber que mantendrá la insatisfacción dentro de las vías de la transmisión. La Universidad nos enseña que la universalización del saber comporta una forma propia de su mortificación. De ahí la necesidad de interesarnos por el sujeto producido, donde su división puede ser tomada como una revitalización que no sea simple puesta en cuestión al estilo escolástico. Desuniversalizar el saber puede ser una buena estrategia para facilitar la circulación que llevará al discurso del analista, donde la interpretación, más que sostener la verdad, provoque el desapego del a y el I, el plus-de-gozar objetivizado y el Ideal en el que querría encontrar el bienestar de la civilización que no existe.

Pero si seguimos la orientación lacaniana hemos de dar un paso más en la elaboración de nuestra razón política; es el paso que consiste en situar el goce, más que a partir de su condensación como objeto a, tomándolo como goce-sentido. La situación del discurso es más difícilmente caracterizable, pues coincide con la forclusión generalizada. La circulación entonces es líquida, sin caminos trazados, sin los tetrápodos que organizaban nuestra estructura. Es entonces cuando encontramos la dimensión política del síntoma, y no tanto la estratégica, cuando no tenemos otra manera de interpretar que aquella que sigue el trazado de los nudos, lazos y oleadas de goce que escriben caminos individuales. La transferencia se presenta sin el apoyo de un discurso establecido. La interpretación es una creación que se abre paso por entre los abismos del delirio y de la debilidad, y que apunta al sinsentido universal.

Nuestra clínica coincide entonces con nuestra política. Si la Escuela es un sujeto, como la presentó Jacques-Alain Miller en su “Teoría de Turín”, es ahora un sujeto en tanto parlêtre, ser de habla, en el que todo está por escribir, cuya existencia nunca es dicha del todo y cuya narración nunca se cierra. La Escuela, entonces, más que una institución, es una conversación, un banquete, un coloquio inacabado, y renovable.

A ello nos obliga el inconsciente si lo tomamos como real, hecho de palabras-goce, de significantes desconectados, de suplencias y de nudos, de cuerpos que ya no se fían del recorte de goce que son los objetos oral y anal, de la mirada y de la voz, que ya no se desnudan por tanto como se arroban en la continuidad de la carne, la piel, el vestido y la prótesis.

Si hay una política lacaniana, hemos de verla desarrollarse en la dimensión de ese inconsciente real. No sería tal política si no lo hiciera, si se quedara en la gestión del sentido circulante, o en la incorporación de las formaciones del inconsciente en nuestra conversación.

En su Seminario de política lacaniana de 1997-98, Jacques-Alain Miller definía así la política lacaniana de la Escuela: “No creo forzar las cosas diciendo que los dos términos esenciales de esta política, de los que podemos hacer un principio, es la antinomia o la concordancia que hay que hallar entre lo real en juego en la formación [del analista] y los semblantes que lo aparejan.” Añade luego: “El primer principio de política lacaniana que podemos despejar es: ‘No hay que ceder sobre lo real en juego en la formación.’” Y concluye: “Y, tal como Lacan lo entendió mientras vivía, eso quiso decir: no ceder sobre los efectos transferenciales de su enseñanza, asumirlos hasta el fin.”

Sabemos algo de cómo tratar esto en la cura analítica, en el espacio cerrado del gabinete, aún con sus límites. Pero hemos de darle la dimensión de una comunidad.

En su Seminario XI, Lacan, refiriéndose a sí mismo, que acababa de ser excomulgado de una comunidad, dice que “la política consiste en negociar … los sujetos”. Más precisamente podríamos decir ahora que se trata de trasegar los cuerpos en tanto su capacidad de gozar en el medio del lenguaje los hace sujetos. El objeto de la política son los cuerpos –diría, es el trasiego de los cuerpos.

De otro lado, la Escuela se ocupa de la formación de los analistas, es decir, de aquellos que ocupan u ocuparán ese lugar en la cura. Más aún: la Escuela como lugar de transmisión del discurso psicoanalítico es el referente último de cualquier acto que valga como tal. A la Escuela, a la Escuela Una, vienen a romper las olas que produce cualquier interpretación que pueda considerarse freudiana.

En su artículo sobre la transferencia, recogido en su libro Mañana elpsicoanálisis, Michel Silvestre recuerda que “el analista no es una ausencia, sino una presencia, no es una efigie, sino un cuerpo, real.” Y cita a Lacan cuando, en el Seminario XI, enseña que “el analista, no basta que soporte la función de Tiresias; es preciso aún, como dice Apollinaire, que tenga tetas.”

Es entonces a esos cuerpos que dan soporte a la transferencia en la cura analítica a los que se dirige la política de la Escuela.

Me refería al comienzo al inconsciente real. Hay que decir que su definición se nos escapa, y que la buscamos porque entendemos que nuestra clínica depende de ella. Creo ahora que podemos extraer una lección suplementaria de la descripción de la política lacaniana a la que acabo de referirme.

En su escrito “Posición del inconsciente”, Lacan afirma que “los psicoanalistas forman parte del concepto de inconsciente, puesto que constituyen aquello a lo que éste se dirige”.

Pues bien, si tomamos los cuerpos de los analistas, no en tanto imagos de sí mismos, sino en tanto reales, podemos avanzar un poco más en la definición del inconsciente que buscamos. El inconsciente real es el cuerpo de los analistas. Éste es “el real en juego en la formación del analista”.

De ahí parte el nuevo amor del psicoanalista.

Y como a nosotros no nos repugna mezclar el corazón con la razón, las cosas del querer con las cosas del pensar, la agudeza con la geometría, la contingencia con la necesidad, diré que en este nuevo amor está nuestra razón política.